La voz de Ant-Man

Tanto la literatura como el cine de ciencia ficción están plagados de seres y criaturas cuyo tamaño ha disminuido o se ha incrementado de forma exagerada: los diminutos habitantes de Liliput o los gigantes de Brobdingnag, protagonistas de dos de los viajes de Gulliver, la inmortal obra de Jonathan Swift; Scott Carey, el infortunado e increíble hombre menguante de la película homónima de Jack Arnold (basada en la novela de Richard Matheson) o el no menos desdichado hombre creciente, el teniente coronel Glenn Manning; la mujer de cincuenta pies, Allison Hayes; los sufridos hijos de Wayne Szalinski, reducidos a la mínima expresión en Cariño, he encogido a los niños; el clásico cuento de hadas Pulgarcito y, más recientemente, el bioquímico Henry Pym, alter ego de Ant-Man, por citar tan sólo unos cuantos ejemplos de sobras conocidos.

Todos los personajes citados en el párrafo de arriba tienen una cosa en común: son seres humanos cuyas dimensiones se han incrementado o reducido proporcionalmente a un ser humano normal. Por lo tanto, se supone que todos y cada uno de sus miembros y órganos tendrán tamaños proporcionales a los de un ser humano normal, es decir, si el brazo de un hombre promedio tiene una longitud de 50 cm, el de un Pulgarcito reducido 100 veces deberá medir 5 mm. Y lo mismo debe cumplirse con cualquier longitud característica de cualquier otra parte de su cuerpo. Análogamente, si los gigantes de Brobdingnag son 12 veces más altos que Gulliver, todas las longitudes características de sus cuerpos se verán incrementadas en el mismo factor de proporcionalidad.


Todos los seres vivos presentan tamaños que siguen las leyes de la física. Fue Galileo Galilei el primero en darse cuenta de que un animal no podía crecer hasta un tamaño arbitrariamente grande, pues entonces sus huesos no serían capaces de soportar su propio peso. Y esto es precisamente lo que observamos en la naturaleza: no existen perros de 2 metros de altura, no encontramos elefantes de 10 metros de alzada, no existen hormigas de 50 centímetros, etc., etc.

Pero no quiero detenerme en el asunto del tamaño relativo y de sus consecuencias con respecto al peso de las criaturas terrestres. Más bien me centraré a lo largo de este post en una parte muy concreta de la anatomía humana: las cuerdas vocales.

Grosso modo, las mal llamadas cuerdas vocales, pues en realidad no se trata de cuerdas propiamente dichas, presentan un comportamiento análogo en muchos aspectos a una cuerda vibrante como puede ser la de un instrumento musical de cuerda: violín, arpa, cello, piano, contrabajo, guitarra, etc. En concreto, una cuerda, si la hacemos vibrar aplicándole una tensión determinada y fija, emitirá una frecuencia de su armónico fundamental que depende inversamente de su longitud y de su densidad lineal de masa (la masa por unidad de longitud de la cuerda). Si suponemos que todas las criaturas diminutas o gigantes del primer párrafo tienen la misma densidad que un ser humano normal (una suposición de lo más razonable), el peso de estas criaturas debe reducirse o incrementarse en la misma proporción que su volumen (recordad que la densidad es el cociente entre masa y volumen) y si dicho volumen varía como la potencia cúbica de la longitud característica del cuerpo, entonces se puede demostrar muy fácilmente que la frecuencia de los sonidos emitidos por una cuerda vibrante debe variar en proporción inversa al cuadrado de la longitud de dicha cuerda. Esta es la razón por la que los violines proporcionan armónicos fundamentales más agudos que un cello, por ejemplo, y también por qué las arpas tienen cuerdas de distintas longitudes a lo largo de todo su armazón (las cortas producen los agudos y las largas los graves).

Me detendré un poco más en la penúltima frase. Imaginad un cubo (un dado como los empleados en el juego del parchís) cuya arista mide 1 metro. Si calculáis el área de toda su superficie obtendréis 6 metros cuadrados (1 metro cuadrado por cada una de sus seis caras), mientras que su volumen será de 1 metro cúbico. Ahora imaginad que incrementamos el tamaño de su arista hasta los 2 metros, es decir, multiplicamos sus dimensiones lineales por un factor 2. La nueva área será ahora de 24 metros cuadrados (4 metros cuadrados por cada una de sus seis caras) y el nuevo volumen será de 8 metros cúbicos. ¿Cuánto ha crecido su área y volumen con respecto al primer cubo? Pues la primera ha pasado de 6 a 24 metros cuadrados y el segundo de 1 a 8 metros cúbicos. Es decir, un factor 22 = 4 para el área y 23 = 8 para el segundo. Eligiendo un cubo cuyas dimensiones se multiplicasen por 3 (esto es, con 3 metros de arista) su área y su volumen serían, respectivamente, de 54 metros cuadrados y 27 metros cúbicos. En este caso, se han incrementado en unos factores 32 = 9 y 33 = 27 con respecto al primer cubo. ¿Entendéis ahora por qué el volumen varía con la potencia cúbica de la longitud característica del cuerpo, tal y como afirmaba en el párrafo previo?


Bien, recapitulando, si la frecuencia de los sonidos emitidos por la cuerda vibrante resulta inversamente proporcional al cuadrado de la longitud de la misma, entonces si un liliputiense es 12 veces más pequeño que Gulliver (tal y como afirma Swift en su novela) sus cuerdas vocales serán, en consecuencia, 12 veces más cortas y emitirán frecuencias 122 = 144 veces más altas. Análogamente, los gigantes de Brobdingnag, por ser 12 veces mayores que Gulliver, emitirán sonidos cuya frecuencia se verá reducida también en un factor 144. Teniendo en cuenta que la voz de un hombre de tamaño normal, en promedio, ronda los 150 Hz, los diminutos habitantes de Liliput deberán comunicarse mediante ultrasonidos cuya frecuencia media será de unos 21.600 Hz. Por contra, los brobdingnagianos deberán hacerlo mediante infrasonidos de apenas 1 Hz (¿habéis escuchado alguna vez a los jugadores de baloncesto, con esas voces tan graves, que ellos tienen?). Idénticas conclusiones pueden aplicarse a Pulgarcito o al doctor Pym, cuando está embutido en su traje de Ant-Man.


¿Cómo se las arregla, pues, Gulliver para entenderse con unos y otros hasta el punto de haber aprendido sus lenguas respectivas? Pues la verdad es que muy difícilmente, ya que es de sobra conocido que el rango de audición humano, el intervalo de frecuencias que podemos captar con nuestro sentido del oído, abarca aproximadamente entre los 20 Hz (graves) y los 20.000 Hz (agudos). Por debajo del primer valor se encuentran los infrasonidos y por encima del segundo los ultrasonidos. Como podéis comprobar, las dos frecuencias emitidas por las cuerdas vocales de liliputienses y brobdingnagianos caen fuera de este rango. Es más, dicho rango depende fuertemente de la edad del individuo. Así, un niño puede reconocer fácilmente frecuencias muy próximas a los 20.000 Hz; en cambio, un adolescente puede verlo reducido hasta los 16.000 Hz y un anciano incluso por debajo de los 8.000 Hz. Gulliver andaría entre estos dos últimos valores, sin duda. En cambio, animales como el perro puede captar sonidos de frecuencias de hasta 50.000 Hz (existen silbatos especiales para perros que emiten ultrasonidos); el gato llega a los 70.000 Hz; el murciélago a 120.000 Hz y el delfín hasta los 150.000 Hz.

La frecuencia de los sonidos que un animal puede captar guarda una relación directa con el tamaño de los objetos que puede localizar utilizando sonidos emitidos por ciertos órganos especializados en su cuerpo. Las dimensiones mínimas de estos objetos o presas coinciden con la longitud de onda de la onda acústica emitida por el predador y que resulta ser igual al cociente entre la velocidad del sonido (la onda acústica) en el medio en que se desenvuelva el cazador y la frecuencia. Un murciélago, que caza preferentemente en el aire, donde la velocidad del sonido es de unos 340 m/s, y es capaz de emitir ultrasonidos de 120.000 Hz podrá detectar frutos e insectos de hasta unos 3 mm de tamaño (de ahí su precisión a la hora de cazar). En cambio, un delfín, dotado de sonar, solamente podrá localizar objetos de tamaño no inferior a 1 cm, ya que aunque la frecuencia de su sistema de ecolocalización es superior a la del murciélago, se ve perjudicada por la mayor velocidad del sonido en el agua, de unos 1500 m/s.


A diferencia de estos extraordinarios animales, los seres humanos no disponemos de sistemas parecidos de localización sino que nos dejamos guiar por nuestro no menos extraordinario sentido de la vista. No obstante, a la hora de localizar la fuente de la que procede un sonido, una persona utiliza dos técnicas diferentes. La primera consiste en reconocer la diferencia de intensidad que llega a cada oído, uno a cada lado de la cabeza. Esta diferencia de intensidad percibida por cada oído depende de la frecuencia del sonido captado y solamente resulta efectiva por encima de los 1700 Hz. De esta forma, a frecuencias altas, dicha diferencia en las intensidades puede llegar a ser de hasta 20 dB, dependiendo de la dirección de la que proceda el sonido (es máxima cuando la fuente se encuentra a la derecha o a la izquierda de nuestra cabeza y será mínima o nula cuando la fuente se encuentre justo enfrente de nuestras narices, a la misma distancia de cada oído). En cambio, para frecuencias bajas (sonidos graves) la dirección de la que procede el sonido es prácticamente irrelevante y percibimos con ambos oídos la misma intensidad. Es por ello que nos cuesta localizar de esta manera los sonidos de baja frecuencia. Si en casa tenéis un sistema de sonido de estos que constan de varios bafles de distinto tamaño como los empleados en los sistemas "home cinema" habréis comprobado (sobre todo, si habéis leído el manual de instrucciones) que resulta irrelevante el lugar que elijáis para situar el subwoofer, el bafle encargado de emitir los sonidos más graves y que proporciona ese ruido que hace retumbar el suelo cuando veis una peli guay con disparos, explosiones y monstruos horribles. Los grandes mamíferos territoriales saben esto muy bien y sus rugidos pueden haber evolucionado en este sentido. Los rugidos de los leones que tratan de advertir a sus competidores y rivales por el territorio de caza o de apareamiento son extraordinariamente graves, de baja frecuencia y gran alcance, lo cual impide su localización exacta, dando la sensación de que el animal que los emite se encuentra en cualquier punto dentro de un determinado radio de acción, invitando a alejarse en todas direcciones a sus potenciales amenazas.

La segunda técnica de ecolocalización que utilizamos los seres humanos es la consistente en analizar la diferencia de tiempo que el sonido emplea en alcanzar cada oído y resulta ser la empleada cuando las frecuencias de los sonidos caen por debajo de 1600 Hz, es decir, a bajas frecuencias, en oposición a la primera técnica descrita anteriormente.

Cuando la fuente sonora se encuentra justo frente a nuestra cara, los dos oídos perciben el sonido al mismo tiempo. En cambio, si la procedencia del sonido es completamente lateral, desde la izquierda o desde la derecha, percibiremos antes con el oído izquierdo o el derecho, respectivamente, y la diferencia temporal será máxima. El intervalo de tiempo transcurrido desde que el sonido alcanza uno de los dos oídos y hasta que llega al otro coincide con el cociente de la separación entre ellos y la velocidad del sonido en el aire, esto es, unas 600 millonésimas de segundo, como máximo. Aunque puede parecer un lapso increíblemente pequeño, nuestro sistema sensorial es perfectamente capaz de procesarlo y hacer que nos volvamos hacia el lugar del que procede el sonido.


Finalmente, volvamos por un breve instante al doctor Pym y su maravilloso traje de Ant-Man. Sin entrar en disquisiciones sobre su funcionamiento y la manera en que es capaz de reducir las dimensiones de su ocupante, sí que me gustaría señalar que su casco, con ese diseño tan espectacular, puede quizá venir justificado de alguna manera por todo lo que he dicho hasta ahora. Me refiero a que si Ant-Man, reducido hasta las dimensiones de un insecto diminuto, pretende comunicarse mediante su voz con el mundo exterior (desconozco si será capaz de hablar el idioma de las hormigas, tal y como se afirma era el objetivo original en el cómic) lo tendrá tan difícil como Gulliver o más aún. La única posibilidad viable que veo es que su casco funcione como un dispositivo convertidor de frecuencias y, así, aunque sus reducidas cuerdas vocales produzcan ultrasonidos, el casco será capaz de multiplicar esa frecuencia e intensidad hasta valores perfectamente audibles por un ser humano de tamaño normal. Y aquí paz y después gloria...


Los días interminables de estar muerto (reseña)

Muy de cuando en cuando la fortuna hace caer en mis manos uno de esos libros que, tras leer su sinopsis, su contraportada, te deja maravillado ante lo que promete. Pues bien, esto es lo que me sucedió hace cosa de un par de meses, justo antes de comenzar las vacaciones de verano, con el libro de Marcus Chown que da título a este post. Como tenía otros libros en mi ya de por sí larguísima lista de espera, tuve que posponer su lectura, eso sí, no sin experimentar buenas dosis de ansiedad. La semana pasada la espera por fin terminó y tengo que decir que mereció muchísimo la pena.

En efecto, fue abrir el libro por la primera página y lo que allí encontré resulta difícil de explicar en una reseña breve como esta. Aunque, pensándolo bien, tanto mejor, porque de esta forma quien quiera de los que estáis leyendo estas líneas en este mismo momento, podréis disfrutar como lo hice yo con el libro sin que os lo destripe demasiado.

Los interminables días de estar muerto es una colección de once breves ensayos realizados por Chown, un prestigioso y galardonado divulgador, doctor en astrofísica por el CalTech. En cada uno de los once ensayos, el autor ha contado con la inestimable ayuda de algunos de los científicos más audaces del mundo, en ocasiones incomprendidos y casi siempre ferozmente atacados y criticados por sus colegas más mainstream. A través de extensas entrevistas, Chown nos muestra las ideas, las teorías, las opiniones y hasta las predicciones de estos hombres que han desafiado algunas de las ideas más establecidas o asentadas de la ciencia actual: Max Tegmark y los muchos mundos, el big bang; las originales teorías de Stephen Wolfram acerca de la manera en que, según él, podría haberse generado el universo entero mediante un sencillo programa de ordenador; la desconcertante naturaleza cuántica de la realidad, el significado del tiempo; el enrevesado concepto de la "complejidad" y su relación con la teoría de la información algorítmica desarrollada por Gregory Chaitin; el teorema de Gödel y la desasosegante limitación de las matemáticas, la indecibilidad, el número Omega; el origen de las leyes de la física y su relación con la nada más absoluta según Victor Stenger y Frank Wilczek; los teoremas de Emmy Noether y sus increíbles predicciones relacionadas con las simetrías y las leyes físicas; la moderna concepción del vacío cuántico, los distintos tipos de masa, el campo de Higgs; la audaz propuesta de búsqueda de vida extraterrestre dentro de un ordenador por parte de Stephen Wolfram; la búsqueda de posibles señales de la creación del universo en la radiación cósmica de fondo; y muchas cosas más.

Si habéis notado una desesperante falta de concreción en el párrafo anterior, quiero deciros que es absolutamente intencionada. Resulta imposible describir el contenido del libro de Chown sin caer en la tentación de contar mucho más de lo recomendable, algo que iría contra mi propósito de que leáis el libro y saquéis vuestras propias conclusiones. Porque hay más, hay mucho más en las 244 páginas de Los interminables días de estar muerto, precisamente el título del último capítulo, donde se aborda la cuestión de la supervivencia eterna de la vida. Hay tanto y tan increíble, tan sugerente, tan asombroso, que esta reseña resulta absolutamente injusta, pobre y prescindible. Ahora todo depende de vosotros...


Calculando la velocidad a la que podía desplazarse un Tyrannosaurus rex

Siempre recuerdo que cuando era un chaval y en el cine o la televisión ponían una película de dinosaurios, estos perseguían a incautos seres humanos primitivos, les daban alcance y los devoraban tan fácilmente como quien mastica un chicle con total despreocupación. Años más tarde, vinieron las películas de Parque Jurásico y el escandaloso anacronismo de poner a convivir en la misma época a lagartos y humanos pasó por fin a mejor vida (a pesar de que muchas personas aún piensen que vivieron al mismo tiempo, tal como reflejan algunas encuestas) dejando paso a la ingeniería genética. Entonces, y gracias a la inestimable ayuda de los efectos digitales, los dinosaurios cobraron vida de nuevo, tras 65 millones de años de ausencia, los velociraptores corrían y atrapaban personas egoístas y ambiciosas, los tiranosaurios perseguían coches todoterreno y otros nosequé-saurios esprintaban alegremente por las praderas. Y, claro, yo me preguntaba cómo los señores que hacían estas películas sabían de qué color eran los dinosaurios, cómo era posible que conociesen los rugidos, chillidos, bramidos, mugidos que emitían o de qué endiablada y retorcida forma habían llegado a determinar a qué velocidad eran capaces de desplazarse. Al fin y al cabo no había dinosaurios sobre la faz de la Tierra desde hacía 65 millones de años y nunca habíamos visto ni quizá volvamos a ver a ninguno.

Cuarenta años después y ya con canas, hoy sé que existen técnicas y métodos para estimar la forma en que se movían, de qué se alimentaban, o qué sonidos emitían. No todo el mundo conoce esos métodos, pues se requiere normalmente formación en algunas ramas de la física como la biomecánica o la acústica, entre otras.

Una de las cosas que los estudiantes siempre achacan a su falta de motivación o interés en la física es la aplicación práctica de las cosas que les enseñamos en clase. Como profesor preocupado por el tema, siempre intento en lo posible indagar, buscar estas aplicaciones y que resulten interesantes y atractivas para mis alumnos (o para los de los demás, a través de los artículos de este blog). Cuando en mis clases explico los movimientos oscilatorios sencillos (armónico simple y poco más) e introduzco los conceptos de péndulo simple y péndulo físico suelo aplicarlos a los dinosaurios y así responder a una de aquellas preguntas que me planteaba cuando era joven. Permitidme que os cuente.

Un péndulo simple es una cosa muy sencilla. Consiste únicamente en una pequeña masa (suele denominarse lenteja) sujeta al extremo de una cuerda. Si cogemos con una mano el otro extremo de la cuerda, debido al peso de la lenteja, aquella se situará en su posición natural de equilibrio, es decir, vertical. Si a continuación, con la otra mano cogemos la lenteja y la separamos de la vertical un cierto ángulo y soltamos, esta comenzará a describir un movimiento pendular (si habéis visto alguna vez un reloj de péndulo sabréis de qué estoy hablando). Pues bien, ese continuo vaivén de la lenteja de un lado al otro resulta ser un movimiento periódico, es decir, que siempre tarda el mismo lapso de tiempo en volver al mismo punto, en describir una oscilación completa (dicho intervalo de tiempo se denomina período del péndulo). Si se emplean las leyes de Newton y unos conocimientos básicos de matemáticas, se puede calcular el período del péndulo y resulta una expresión que depende de la raíz cuadrada del cociente entre la longitud de la cuerda y la aceleración de la gravedad (9,8 m/s2 en la superficie de nuestro planeta). Lo anterior significa que si hacemos la cuerda más corta el período disminuye, es decir, la rapidez con la que oscila aumentará, y viceversa. Probad con una cadena que llevéis al cuello con una medalla o similar, suspendiéndola y dejándola oscilar sujetando por puntos distintos a lo largo de su longitud, de tal forma que una parte de ella no participe en la oscilación. Comprobaréis que el tiempo empleado en cada oscilación completa (el período) aumenta con la longitud que hacéis oscilar de la cadena.

Sin embargo, un modelo mucho más próximo a la realidad a la hora de describir el movimiento pendular de algunos sistemas físicos, es el que se conoce como péndulo físico. En lugar de utilizar una lenteja de tamaño diminuto y una cuerda ideal sin masa y completamente rígida, indeformable, el péndulo físico consiste en un cuerpo real de tamaño finito y con una forma geométrica arbitraria. Puede ser cualquier cosa que se os ocurra: un cilindro, una esfera, un cubo o una patata. Lo realmente interesante es que si dicho cuerpo se suspende desde un punto cualquiera del mismo y se deja oscilar alrededor de un eje cualquiera, separándolo de su posición vertical natural, y procediendo de manera totalmente análoga a como hicimos con el péndulo simple, la expresión matemática que proporciona el período del péndulo físico depende ahora de la raíz cuadrada del cociente entre el momento de inercia del cuerpo (con respecto al eje alrededor del que está oscilando) y el producto del peso del cuerpo por la distancia entre el eje de rotación y el centro de gravedad del cuerpo.


El párrafo anterior puede tener un indudable interés para los profesores de Bachillerato o los de primer curso universitario, pero para el común de los mortales puede resultar un tanto confuso, cuando no incomprensible. Trataré de aclararlo un poco. El momento de inercia es una magnitud física que indica la resistencia que tiene un cuerpo a la hora de describir un movimiento de rotación alrededor de un determinado eje. No resulta igual de fácil hacer rotar un mismo cuerpo alrededor de ejes diferentes (probad a hacerlo y veréis). Todos tenemos la experiencia de que resulta mucho más fácil desplazar la posición de un cuerpo que pese poco que la de uno que pese mucho, es decir, podemos interpretar la masa de un cuerpo como el parámetro que mide la resistencia de ese cuerpo a moverse o trasladarse de un punto a otro. Pues bien, el papel que juega la masa en los movimientos de traslación lo juega el momento de inercia en los movimientos de rotación. ¿Así mejor?

El caso es que si el momento de inercia es grande el período del péndulo físico aumentará, mientras que lo mismo sucede si el peso y/o la distancia entre el eje de rotación y el centro de gravedad del cuerpo son pequeños. ¿Y qué relación guarda todo lo anterior con la velocidad a la que se desplazaban los lagartos terribles, los dinosaurios? Leed un poco más, ya casi estamos.


Casi todo lo que sabemos actualmente de los dinosaurios es a través de los registros fósiles. Hemos encontrado huevos y sabemos, por tanto, que eran ovíparos; hemos hallado coprolitos y sabemos que hacían cacota y conocemos algunas características de su dieta alimenticia; hemos descubierto miles de huesos e inferimos a partir de ellos sus dimensiones, peso aproximado, enfermedades, si luchaban entre sí o con otras especies. Pero también han aparecido huellas de sus pisadas. Y aquí está la clave del asunto que nos ocupa.

Efectivamente, cuando aparece impreso en el suelo el rastro del paso de un dinosaurio se puede inferir a partir del mismo la velocidad aproximada del animal, pues todo ser bípedo posee una cadencia de paso característica. Lo único que hace falta es establecer un paralelismo entre el movimiento de la pata del animal al dar sucesivos pasos con el movimiento de oscilación de un péndulo físico. Dicho en otras palabras, es la pata del animal la que se comporta como un péndulo al rotar alrededor de un eje que pasa por el punto de contacto entre el fémur y la cadera. Como la velocidad es el cociente entre la distancia recorrida y el tiempo empleado, basta dividir la distancia entre dos huellas consecutivas del mismo pie y el período del péndulo-pata.

Obviamente, el valor del período del péndulo depende del modelo geométrico concreto que tomemos para la forma de la pata del dinosaurio, es decir, no es lo mismo considerar que la pata es una barra cilíndrica (en cuyo caso el centro de gravedad está situado en el centro geométrico de la misma) o una barra no cilíndrica, más ancha por el muslo que por la pantorrilla. En el primer caso, y para un Tyrannosaurus rex, el momento de inercia por unidad de masa de la pata puede tomar un valor de unos 3,2 metros cuadrados (he tomado una longitud de 3,1 metros para la pata del rex); el período del péndulo es de unos 2,89 segundos y, en consecuencia, para una distancia entre huellas de unos 4 metros, la velocidad aproximada del T. rex asciende a 5 km/h, más o menos la velocidad a la que puede caminar una persona. Dicho así, parece que escapar de la persecución de un animal tan aterrador no constituye una misión imposible, precisamente.


Ahora bien, en el segundo caso, esto es, si en lugar de considerar la pata como una barra cilíndrica se trata como algo más bien semejante a un cono, el momento de inercia por unidad de masa puede reducirse hasta en un factor 5 o más, pasando de 3,2 metros cuadrados a unos escasos 0,64 metros cuadrados). El nuevo período de oscilación del péndulo pasa a ser de 1,3 segundos y, por tanto, la velocidad se incrementa hasta los 11 km/h. La cosa cambia, sin duda, pues la persona ya tiene que correr para salvar su vida y la resistencia para mantener esta velocidad se hace crítica.

Finalmente, ¿qué resultado habríamos obtenido de haber supuesto que la pata del dinosaurio se comporta como un péndulo simple, en lugar de hacerlo como un péndulo físico? Pues muy fácil, basta comparar las expresiones de los períodos para ambos tipos de péndulo y enseguida salta a la vista que  el primero es 1,22 veces mayor que el segundo, con lo que las velocidades estimadas resultantes se reducirían en el mismo factor: 4,1 km/h y 9 km/h, respectivamente.
 

"Interstellar" en la universidad

El pasado martes 6 de octubre tuve el honor de ser invitado a participar en un coloquio sobre la película "Interstellar". El evento formaba parte del ciclo de Cine y Ciencia que organiza la EPI (Escuela  Politécnica de Ingeniería) de Gijón y que está coordinado por Joaquín González Norniella, profesor del área de Ingeniería Eléctrica.

Las sesiones tienen lugar cada dos semanas y se organizan con la proyección de una película en V.O.S.E. a la que sigue un coloquio en el que participan estudiantes, profesores y toda aquella persona que desee acudir. Como digo, la sesión inaugural del presente curso ha corrido a cargo de la fantástica película de Chris Nolan "Interstellar". El bueno de Joaquín ya había contactado conmigo meses atrás, poniéndome al corriente de sus actividades e invitándome a aconsejarle sobre películas que pudiesen ser susceptibles de ser proyectadas y debatidas, además de solicitar mi participación en los debates. Por unas razones o por otras, nunca me era posible asistir, hasta que el pasado martes día 6 al fin se pudo concretar mi visita, pues al primero que le apetecía era a mí. Y la cosa no me defraudó en absoluto.

En efecto, a eso de las 15:35 llegué al Aula Magna de la EPI-Gijón y la presentación de la película ya había comenzado. Me senté y escuché atentamente cómo Joaquín hacía un breve repaso de algunos de los detalles más significativos de "Interstellar", su director, actores principales y secundarios, guionistas, etc. A las 15:45 comenzaba la proyección. Tras presentarme como es debido a Joaquín, pues aún no le conocía personalmente, me quedé a disfrutar una vez más, la tercera, del visionado de la que considero hasta hoy la película más fiel a la ciencia conocida. No me pidáis explicación de esta afirmación porque simplemente es una opinión personal más o menos fundada en mi experiencia.

A las 18:15 finalizó la proyección y Joaquín dio paso al coloquio, haciendo algunos breves comentarios sobre los efectos digitales y el asesoramiento científico en el guión por parte de Kip Thorne, autor del excelente libro "The science of Interstellar", en el que aborda todos los aspectos científicos relacionados con el film de Chris Nolan y en cuyo guión participó de forma activa con el objetivo de hacer lo más verosímiles posibles, tanto la historia como los aspectos relacionados con la ciencia que se muestra en la pantalla.


Y entonces, tras presentarme a mí y un pequeño resumen de mi curriculum divulgador, se desató la tormenta, pues los siguientes 90-95 minutos fueron un bombardeo constante de preguntas sobre docenas de detalles relacionados con escenas de la película, "posibles fallos" de guión, búsquedas de incoherencias y muchas otras curiosidades referentes a la ciencia involucrada en el film.

Hubo momentos en que pude contemplar con enorme satisfacción más de media docena de manos alzadas simultáneamente, unas preguntas sucedían a otras y los chavales se entusiasmaban por momentos en un frenesí un tanto alocado de preguntas y respuestas a medio elaborar, sobre todo motivadas por la premura de tiempo y la ansiedad que me producía ver a tantas otras personas con ganas de preguntar. Armado con un par de docenas de transparencias que me sirvieran de ilustración de las ideas que pude imaginar antes del coloquio sobre las que me podrían preguntar, traté lo mejor que pude de ser claro, conciso y breve en mis respuestas, aunque siempre plenamente consciente de que la película podría dar perfectamente para estar charlando y debatiendo durante bastantes más horas.

Allí salieron a colación, como no podía ser de otra forma, cuestiones relacionadas con la dilatación temporal debida a la gravedad; la posibilidad de la existencia de agujeros de gusano; las diferencias entre agujeros negros y de gusano; la plausibilidad de viajar a través de estas fantásticas estructuras; el propósito de la misión en la que estaba embarcado el profesor Brand y su ecuación; la existencia de un mundo con más de tres dimensiones espaciales, como del que parecían provenir los seres del bulk que en la película han situado el agujero de gusano en las proximidades de Saturno y por el que la tripulación del Endurance siguen los pasos de otra docena de exploradores anteriores, como el doctor Mann; la situación particular del planeta de Miller con respecto al gigantesco agujero negro alrededor del que orbita, Gargantúa, y las terroríficas olas que se producen en su superficie con escrupulosa periodicidad de una hora (medida en tiempo del planeta, equivalente a siete años en tiempo medido en la Tierra); la habitabilidad en otros mundos y muchas cosas más.

Como digo, el coloquio discurrió de forma fluida, en ocasiones quizá con un ritmo frenético y un tanto alocado, sin tiempo para explicar conceptos que hubiesen sido más que necesarios, y más teniendo en cuenta que nos encontrábamos en una escuela de ingeniería y muchos conceptos de física son desconocidos, especialmente los relacionados con la teoría de la relatividad de Einstein, para los estudiantes.


En la parte negativa, tengo que decir que me disgustó un tanto la actitud de unos pocos estudiantes que se enzarzaban constantemente en discusiones con poco o ningún atractivo. Me refiero a que intentaban todo el tiempo buscar incongruencias en el guión, contradicciones y demás añagazas con escaso interés científico y/o cinematográfico. Esto hizo que no se pudiese aprovechar más el tiempo para tratar aspectos de indudable importancia y que hubiesen enriquecido bastante más el debate. De todas formas, me lo esperaba, ya que me había encontrado antes en situaciones parecidas cuando impartía mi asignatura "Física en la Ciencia Ficción" o en este blog, sin ir más lejos. De todas formas la experiencia fue muy positiva y el mismo Joaquín me confesó después que el coloquio había sido en el que más participación había visto por parte de los estudiantes hasta el momento.

A eso de las 20:00 se dejaron caer con disimulo los empleados encargados de cerrar puntualmente el centro, así que nos dimos por aludidos y procedimos a dar cumplida finalización de una tarde estupenda de ciencia y cine. ¿Se puede pedir más?

¡¡Muchas gracias, Joaquín!! Y gracias también a la Universidad de Oviedo, por permitir y fomentar iniciativas como esta, que tanta falta hacen. ¡¡Que cunda el ejemplo!! Nos vemos en la próxima proyección/coloquio, si mis horarios de clases me lo permiten.