Tanto
la literatura como el cine de ciencia ficción están plagados de seres y
criaturas cuyo tamaño ha disminuido o se ha incrementado de forma exagerada:
los diminutos habitantes de Liliput o los gigantes de Brobdingnag,
protagonistas de dos de los viajes de Gulliver, la inmortal obra de Jonathan
Swift; Scott Carey, el infortunado e increíble hombre menguante de la película
homónima de Jack Arnold (basada en la novela de Richard Matheson) o el no menos
desdichado hombre creciente, el teniente coronel Glenn Manning; la mujer de
cincuenta pies, Allison Hayes; los sufridos hijos de Wayne
Szalinski, reducidos a la mínima expresión en Cariño, he encogido a los niños;
el clásico cuento de hadas Pulgarcito y, más recientemente, el bioquímico Henry
Pym, alter ego de Ant-Man, por citar tan sólo unos cuantos ejemplos de sobras
conocidos.
Todos
los personajes citados en el párrafo de arriba tienen una cosa en común: son
seres humanos cuyas dimensiones se han incrementado o reducido
proporcionalmente a un ser humano normal. Por lo tanto, se supone que todos y
cada uno de sus miembros y órganos tendrán tamaños proporcionales a los de un
ser humano normal, es decir, si el brazo de un hombre promedio tiene una
longitud de 50 cm, el de un Pulgarcito reducido 100 veces deberá medir 5 mm. Y
lo mismo debe cumplirse con cualquier longitud característica de cualquier otra
parte de su cuerpo. Análogamente, si los gigantes de Brobdingnag son 12 veces
más altos que Gulliver, todas las longitudes características de sus cuerpos se
verán incrementadas en el mismo factor de proporcionalidad.
Todos
los seres vivos presentan tamaños que siguen las leyes de la física. Fue
Galileo Galilei el primero en darse cuenta de que un animal no podía crecer
hasta un tamaño arbitrariamente grande, pues entonces sus huesos no serían
capaces de soportar su propio peso. Y esto es precisamente lo que observamos en
la naturaleza: no existen perros de 2 metros de altura, no encontramos
elefantes de 10 metros de alzada, no existen hormigas de 50 centímetros, etc.,
etc.
Pero
no quiero detenerme en el asunto del tamaño relativo y de sus consecuencias con
respecto al peso de las criaturas terrestres. Más bien me centraré a lo largo
de este post en una parte muy concreta de la anatomía humana: las cuerdas vocales.
Grosso
modo, las mal llamadas cuerdas vocales, pues en realidad no se trata de cuerdas
propiamente dichas, presentan un comportamiento análogo en muchos aspectos a
una cuerda vibrante como puede ser la de un instrumento musical de cuerda:
violín, arpa, cello, piano, contrabajo, guitarra, etc. En concreto, una cuerda,
si la hacemos vibrar aplicándole una tensión determinada y fija, emitirá una
frecuencia de su armónico fundamental que depende inversamente de su longitud y
de su densidad lineal de masa (la masa por unidad de longitud de la cuerda). Si
suponemos que todas las criaturas diminutas o gigantes del primer párrafo
tienen la misma densidad que un ser humano normal (una suposición de lo más
razonable), el peso de estas criaturas debe reducirse o incrementarse en la
misma proporción que su volumen (recordad que la densidad es el cociente entre
masa y volumen) y si dicho volumen varía como la potencia cúbica de la longitud
característica del cuerpo, entonces se puede demostrar muy fácilmente que la
frecuencia de los sonidos emitidos por una cuerda vibrante debe variar en
proporción inversa al cuadrado de la longitud de dicha cuerda. Esta es la razón
por la que los violines proporcionan armónicos fundamentales más agudos que un
cello, por ejemplo, y también por qué las arpas tienen cuerdas de distintas
longitudes a lo largo de todo su armazón (las cortas producen los agudos y las
largas los graves).
Me
detendré un poco más en la penúltima frase. Imaginad un cubo (un dado como los
empleados en el juego del parchís) cuya arista mide 1 metro. Si calculáis el
área de toda su superficie obtendréis 6 metros cuadrados (1 metro cuadrado por
cada una de sus seis caras), mientras que su volumen será de 1 metro cúbico.
Ahora imaginad que incrementamos el tamaño de su arista hasta los 2 metros, es
decir, multiplicamos sus dimensiones lineales por un factor 2. La nueva área
será ahora de 24 metros cuadrados (4 metros cuadrados por cada una de sus seis
caras) y el nuevo volumen será de 8 metros cúbicos. ¿Cuánto ha crecido su área
y volumen con respecto al primer cubo? Pues la primera ha pasado de 6 a 24
metros cuadrados y el segundo de 1 a 8 metros cúbicos. Es decir, un factor 22
= 4 para el área y 23 = 8 para el segundo. Eligiendo un cubo cuyas
dimensiones se multiplicasen por 3 (esto es, con 3 metros de arista) su área y
su volumen serían, respectivamente, de 54 metros cuadrados y 27 metros cúbicos.
En este caso, se han incrementado en unos factores 32 = 9 y 33
= 27 con respecto al primer cubo. ¿Entendéis ahora por qué el volumen varía con
la potencia cúbica de la longitud característica del cuerpo, tal y como
afirmaba en el párrafo previo?
Bien,
recapitulando, si la frecuencia de los sonidos emitidos por la cuerda vibrante resulta
inversamente proporcional al cuadrado de la longitud de la misma, entonces si
un liliputiense es 12 veces más pequeño que Gulliver (tal y como afirma Swift
en su novela) sus cuerdas vocales serán, en consecuencia, 12 veces más cortas y
emitirán frecuencias 122 = 144 veces más altas. Análogamente, los
gigantes de Brobdingnag, por ser 12 veces mayores que Gulliver, emitirán
sonidos cuya frecuencia se verá reducida también en un factor 144. Teniendo en
cuenta que la voz de un hombre de tamaño normal, en promedio, ronda los 150 Hz,
los diminutos habitantes de Liliput deberán comunicarse mediante ultrasonidos
cuya frecuencia media será de unos 21.600 Hz. Por contra, los brobdingnagianos
deberán hacerlo mediante infrasonidos de apenas 1 Hz (¿habéis escuchado alguna
vez a los jugadores de baloncesto, con esas voces tan graves, que ellos
tienen?). Idénticas conclusiones pueden aplicarse a Pulgarcito o al doctor Pym,
cuando está embutido en su traje de Ant-Man.
¿Cómo
se las arregla, pues, Gulliver para entenderse con unos y otros hasta el punto
de haber aprendido sus lenguas respectivas? Pues la verdad es que muy
difícilmente, ya que es de sobra conocido que el rango de audición humano, el
intervalo de frecuencias que podemos captar con nuestro sentido del oído,
abarca aproximadamente entre los 20 Hz (graves) y los 20.000 Hz (agudos). Por
debajo del primer valor se encuentran los infrasonidos y por encima del segundo
los ultrasonidos. Como podéis comprobar, las dos frecuencias emitidas por las
cuerdas vocales de liliputienses y brobdingnagianos caen fuera de este rango.
Es más, dicho rango depende fuertemente de la edad del individuo. Así, un niño
puede reconocer fácilmente frecuencias muy próximas a los 20.000 Hz; en cambio,
un adolescente puede verlo reducido hasta los 16.000 Hz y un anciano incluso
por debajo de los 8.000 Hz. Gulliver andaría entre estos dos últimos valores,
sin duda. En cambio, animales como el perro puede captar sonidos de frecuencias
de hasta 50.000 Hz (existen silbatos especiales para perros que emiten
ultrasonidos); el gato llega a los 70.000 Hz; el murciélago a 120.000 Hz y el
delfín hasta los 150.000 Hz.
La
frecuencia de los sonidos que un animal puede captar guarda una relación
directa con el tamaño de los objetos que puede localizar utilizando sonidos
emitidos por ciertos órganos especializados en su cuerpo. Las dimensiones
mínimas de estos objetos o presas coinciden con la longitud de onda de la onda
acústica emitida por el predador y que resulta ser igual al cociente entre la
velocidad del sonido (la onda acústica) en el medio en que se desenvuelva el
cazador y la frecuencia. Un murciélago, que caza preferentemente en el aire,
donde la velocidad del sonido es de unos 340 m/s, y es capaz de emitir
ultrasonidos de 120.000 Hz podrá detectar frutos e insectos de hasta unos 3 mm
de tamaño (de ahí su precisión a la hora de cazar). En cambio, un delfín,
dotado de sonar, solamente podrá localizar objetos de tamaño no inferior a 1
cm, ya que aunque la frecuencia de su sistema de ecolocalización es superior a
la del murciélago, se ve perjudicada por la mayor velocidad del sonido en el
agua, de unos 1500 m/s.
A
diferencia de estos extraordinarios animales, los seres humanos no disponemos
de sistemas parecidos de localización sino que nos dejamos guiar por nuestro no
menos extraordinario sentido de la vista. No obstante, a la hora de localizar
la fuente de la que procede un sonido, una persona utiliza dos técnicas
diferentes. La primera consiste en reconocer la diferencia de intensidad que
llega a cada oído, uno a cada lado de la cabeza. Esta diferencia de intensidad
percibida por cada oído depende de la frecuencia del sonido captado y solamente
resulta efectiva por encima de los 1700 Hz. De esta forma, a frecuencias altas,
dicha diferencia en las intensidades puede llegar a ser de hasta 20 dB, dependiendo
de la dirección de la que proceda el sonido (es máxima cuando la fuente se
encuentra a la derecha o a la izquierda de nuestra cabeza y será mínima o nula
cuando la fuente se encuentre justo enfrente de nuestras narices, a la misma
distancia de cada oído). En cambio, para frecuencias bajas (sonidos graves) la
dirección de la que procede el sonido es prácticamente irrelevante y percibimos
con ambos oídos la misma intensidad. Es por ello que nos cuesta localizar de
esta manera los sonidos de baja frecuencia. Si en casa tenéis un sistema de
sonido de estos que constan de varios bafles de distinto tamaño como los
empleados en los sistemas "home cinema" habréis comprobado (sobre
todo, si habéis leído el manual de instrucciones) que resulta irrelevante el
lugar que elijáis para situar el subwoofer,
el bafle encargado de emitir los sonidos más graves y que proporciona ese ruido
que hace retumbar el suelo cuando veis una peli guay con disparos, explosiones
y monstruos horribles. Los grandes mamíferos territoriales saben esto muy bien
y sus rugidos pueden haber evolucionado en este sentido. Los rugidos de los
leones que tratan de advertir a sus competidores y rivales por el territorio de
caza o de apareamiento son extraordinariamente graves, de baja frecuencia y
gran alcance, lo cual impide su localización exacta, dando la sensación de que
el animal que los emite se encuentra en cualquier punto dentro de un
determinado radio de acción, invitando a alejarse en todas direcciones a sus
potenciales amenazas.
La
segunda técnica de ecolocalización que utilizamos los seres humanos es la
consistente en analizar la diferencia de tiempo que el sonido emplea en
alcanzar cada oído y resulta ser la empleada cuando las frecuencias de los
sonidos caen por debajo de 1600 Hz, es decir, a bajas frecuencias, en oposición
a la primera técnica descrita anteriormente.
Cuando
la fuente sonora se encuentra justo frente a nuestra cara, los dos oídos
perciben el sonido al mismo tiempo. En cambio, si la procedencia del sonido es
completamente lateral, desde la izquierda o desde la derecha, percibiremos
antes con el oído izquierdo o el derecho, respectivamente, y la diferencia
temporal será máxima. El intervalo de tiempo transcurrido desde que el sonido
alcanza uno de los dos oídos y hasta que llega al otro coincide con el cociente
de la separación entre ellos y la velocidad del sonido en el aire, esto es,
unas 600 millonésimas de segundo, como máximo. Aunque puede parecer un lapso
increíblemente pequeño, nuestro sistema sensorial es perfectamente capaz de
procesarlo y hacer que nos volvamos hacia el lugar del que procede el sonido.
Finalmente,
volvamos por un breve instante al doctor Pym y su maravilloso traje de Ant-Man.
Sin entrar en disquisiciones sobre su funcionamiento y la manera en que es
capaz de reducir las dimensiones de su ocupante, sí que me gustaría señalar que
su casco, con ese diseño tan espectacular, puede quizá venir justificado de
alguna manera por todo lo que he dicho hasta ahora. Me refiero a que si
Ant-Man, reducido hasta las dimensiones de un insecto diminuto, pretende
comunicarse mediante su voz con el mundo exterior (desconozco si será capaz de
hablar el idioma de las hormigas, tal y como se afirma era el objetivo original
en el cómic) lo tendrá tan difícil como Gulliver o más aún. La única
posibilidad viable que veo es que su casco funcione como un dispositivo
convertidor de frecuencias y, así, aunque sus reducidas cuerdas vocales
produzcan ultrasonidos, el casco será capaz de multiplicar esa frecuencia e
intensidad hasta valores perfectamente audibles por un ser humano de tamaño
normal. Y aquí paz y después gloria...