Una comparación entre dos naves interestelares a casi la velocidad de la luz


Desde que el ser humano es esa criatura vil y malvada que todos conocemos, el sueño de viajar hasta las estrellas, allende la Vía Láctea, en busca de otros mundos, a poder ser, fácilmente intoxicables y susceptibles de ser corrompidos por la inquina y la saña de nuestra civilización aún no ha podido realizarse. La razón es evidente: las enormes distancias que nos separan, de miles e incluso millones de años luz, hacen por el momento inviable el proyecto.

Sin embargo, la física teórica y la ciencia ficción permiten que estos sueños queden un poco más cerca. Cientos de novelas, relatos y artículos han fantaseado con la posibilidad de la existencia de naves y dispositivos capaces de permitir desplazarse por el espacio intergaláctico a velocidades increíbles, incluso superiores a la de la luz.

Lo más habitual cuando alguien abre un libro elemental de física y se adentra en el capítulo dedicado a la relatividad especial es que las naves u otros objetos que se tratan recorran el cosmos a velocidades cercanas a la de la luz, esa barrera infranqueable de nuestro universo. También es usual que dicha velocidad de desplazamiento se suponga constante durante todo el trayecto. La cuestión de acelerar la nave suele dejarse para textos "más avanzados".

¿Qué sucedería, pues, si tuviésemos la alocada idea de comparar, por ejemplo, las prestaciones de dos naves espaciales diferentes: una que siguiera un movimiento uniforme (esto es, con velocidad constante) y la otra que incrementase su velocidad continuamente de forma que mantuviera, pongamos por caso, una aceleración constante e igual a 10 m/s2 (el mismo valor que posee la aceleración a la que estamos sometidos en la Tierra debido a la gravedad)? ¿Cuál de las dos sería más eficiente? ¿Cuál nos llevaría más lejos? ¿Qué tiempo emplearían? ¿Cuánto combustible se requeriría para impulsarlas?

A estas preguntas han tratado de dar respuesta un grupo de investigadores del departamento de física y astronomía en la universidad de Leicester. Y las conclusiones a las que han llegado son las siguientes.


Evidentemente, es bien sabido que cuando un cuerpo (por ejemplo, una nave espacial) se desplaza a velocidades comparables a la de la luz en el vacío, el tiempo transcurre de forma diferente a bordo del mismo que en el exterior (supongamos que es la Tierra el lugar desde el que parte la hipotética nave). Los relojes situados en el interior de la nave avanzan más despacio que los situados en nuestro planeta. Si se emplean las conocidas transformaciones de Lorentz (que permiten relacionar las distancias y los tiempos medidos en los dos sistemas, el de la nave y el de la Tierra) se concluye sin demasiada dificultad que para el caso en que la nave se desplace a velocidad constante ambos tiempos (el marcado por un reloj a bordo y el marcado por otro reloj en tierra) son directamente proporcionales, dependiendo de la relación entre la velocidad del vehículo espacial y la velocidad de la luz, a través del célebre factor gamma de Lorentz. En cambio, la expresión que relaciona esos mismos lapsos de tiempo cuando la nave se desplaza con movimiento uniformemente acelerado es algo más compleja y no resulta lineal en absoluto, sino más bien una función con forma de seno hiperbólico (podéis consultar la fuente original, al final del post, para más detalles).

Si se ponen números concretos en las anteriores ecuaciones, se puede demostrar que para una nave espacial que se alejase de la Tierra a una velocidad constante e igual al 99% de la velocidad de la luz, el tiempo transcurrido hasta ser alcanzada por la nave que parte del reposo y acelera constantemente ascendería hasta nada menos que 30 años (medidos en tiempo terrestre), es decir, unos 4 años en tiempo de la nave.


A partir de consideraciones de conservación de la energía y del momento lineal se determina directamente la relación entre la masa de combustible requerido en cada caso y las duraciones de los viajes, así como las distancias recorridas. Así, por un lado, la nave con velocidad uniforme habrá recorrido algo más de 197 años luz en 28 años de tiempo de los astronautas (para entonces, en la Tierra, habrán transcurrido 199 años y sus familias habrán muerto hace tiempo). El gasto energético ascendería hasta los 13 kilogramos de combustible por cada kilogramo de la nave vacía. Por otro lado, la nave que acelera constantemente habrá recorrido en tan sólo 15 años (casi la mitad que la primera tripulación) una distancia de dos millones de años luz (algo menos de la distancia que nos separa de la vecina galaxia de Andrómeda), mientras la Tierra ha visto pasar generaciones y generaciones, tantas como caben en dos millones de años. En cuanto al combustible, no menos de 4.100 toneladas por kilogramo de nave vacía harían falta para propulsar semejante ingenio aeroespacial.

Ahora podéis cada uno sacar vuestras propias conclusiones...



Fuente original:
Space Travel Using Relativity M. Grant, A. Edgington, N. Rowe-Gurney and J. Sandhu. Journal of Special Topics, Vol. 10, No. 1, 2011.



Cómo detener el tiempo: Fácil, con un reloj chulo y mucho frío...


Quantum Tech Corporation es una empresa que se dedica, como su propio nombre indica, al desarrollo de fregaderos de cocina autolimpiables. Dirigida por el perverso Henry Gates, se aprovecha del trabajo del doctor Earl Dopler (sí, con una sola "p"; con dos "pes" sería Pepe), un estudiante aventajado del profesor Gibbs al que mantiene secuestrado. Al parecer, Dopler ha conseguido desarrollar una tecnología con el poder de acelerar las moléculas del cuerpo humano hasta el punto de hacer que el resto del mundo parezca congelado en el tiempo. El dispositivo capaz de realizar la hazaña no es otro que un reloj de pulsera que, accidentalmente, encuentra el hiperhormonado hijo del profesor Gibbs, Zak.

En palabras del profesor Gibbs dirigidas a su hijo:

"Se trata de un proyecto supersecreto. Supongamos que hipotéticamente fuera posible acelerar tu estructura molecular hasta que el resto del mundo pareciera estar parado."

"Mola", contesta Zak, entusiasmado por la idea. Y entonces viene el remate del papá genio, quien demuestra sus extraordinarias dotes de discreción comunicando un "supersecreto" a un adolescente cuyo máximo interés es comprarse un coche de segunda mano para alardear a tres patas delante de las nenas de prietas y turgentes carnes:

"Se llama hipertiempo". ¡Anda, mira, como el hipermercado pero en plan cuántico!

Continuando con el tema principal que nos ocupa, y tras unos cuantos dimes y diretes que no merecen ser sacados a colación, el caso es que, como os había dicho antes, Zak se encuentra de forma casual con uno de los relojes de hipertiempo y, como no podía ser de otra forma, se dedica a cometer todo tipo de fechorías con él, hasta que el malvado Henry Gates se entera y decide capturar al atontado zagal, quien está siendo ayudado por Dopler, que ha conseguido escapar de la cápsula de hipertiempo donde le tenían confinado.

Bien, entrando ya en harina, que en nuestro caso es el hipertiempo: ¿qué sucedería si el relojito de marras funcionase tal y como dicen los protagonistas de la película? ¿Veríamos el mundo prácticamente congelado en el tiempo en caso de que nosotros nos moviésemos increíblemente rápido? ¿Desapareceríamos a la vista de los que no se encuentran en el hipertiempo? ¿Experimentaríamos efectos secundarios? ¿Serían éstos irreversibles?


Volvamos por un instante a la premisa original, es decir, a la base en la que se sustenta el fantástico invento del doctor Dopler. ¿Qué pasaría en el caso de que se acelerasen las moléculas de nuestro cuerpo? Para responder a esta cuestión de forma razonada y rigurosa es preciso conocer la teoría cinético-molecular de la materia. Este modelo físico supone que ya sean los átomos, ya sean las moléculas que constituyen un cuerpo sólido, todas estas partículas se encuentran unidas por interacciones. Así, se pueden imaginar las partículas como bolitas unidas entre sí por muelles, que juegan el papel de las interacciones. Cuando se proporciona calor al conjunto de todas estas bolitas, los muelles empiezan a estirarse y las bolitas chocan unas con otras en su desordenado y sensual balanceo, provocando dos fenómenos fundamentalmente. El primero consiste en lo que llamamos dilatación, es decir, el aumento en las dimensiones físicas del cuerpo y que se puede visualizar como los estiramientos de los muelles, que producen una separación mayor entre las bolitas. El segundo, y que es el que interesa en nuestro caso, tiene que ver con el aumento de la velocidad de las bolitas. La energía térmica suministrada hace que éstas adquieran paulatinamente mayores velocidades. Pues bien, la teoría cinético-molecular afirma que existe una relación directa entre este aumento de la velocidad y el incremento de temperatura del cuerpo.

A la vista de lo anterior, parece obvio que nuestros amigos van a tener que esforzarse mucho para evitar un recalentamiento abrasador si lo que pretenden al entrar en el vertiginoso mundo del hipertiempo es acelerar sus propias moléculas. En relación con esto último, la película se muestra incoherente, ya que el mismísimo doctor Dopler llega a afirmar en un momento dado que hay una manera de expulsar a una persona del estado de hipertiempo. En sus propias palabras: “El frío ralentiza la actividad molecular”. Si aplica esta máxima y se cumple, ¿cómo es que no se da también la contraria, o sea, que la actividad molecular se incrementa con el calor? Además, por otro lado, el movimiento microscópico no tiene por qué conllevar necesariamente otro macroscópico, es decir, que aunque nuestras moléculas constitutivas se muevan a velocidades muy elevadas, no por ello nosotros, como un todo, adquiriremos esa habilidad.

¿Y cómo se les ocurre a los intrépidos protagonistas de nuestra historia frenar las agitadas acometidas hipertemporales? Pues nada menos que a tiro limpio a base de generosos chorros de nitrógeno líquido. Os contaré esto y alguna cosa más en otra ocasión. Perdón por el frenazo molecular en seco. Brrr, de repente siento un frío…

¿Construir una ciudad de oro submarina? Los huevos...


Un barco naufraga en medio de una terrible tormenta en el océano. Un puñado de supervivientes son rescatados por el submarino Nautilus, al mando de un tal capitán Nemo, y conducidos hasta Templemer, la ciudad sumergida creada asimismo por el enigmático personaje y en la que habita una sociedad utópica, aislada del resto de la raza humana.

La codicia de los recién llegados no tardará en suponer una amenaza, no solamente para los habitantes de la ciudad, sino para la propia ciudad, una increíble megalópolis diseñada y construida a base de oro que abunda por doquier, pues no es más que un subproducto obtenido a partir de la síntesis del aire (¡?) que necesitan para respirar los ciudadanos de Templemer y que no tiene ningún valor pecuniario para ellos.
Las líneas precedentes corresponden al argumento de la película titulada La ciudad de oro del capitán Nemo (Captain Nemo and the Underwater City, 1969) dirigida hace ya más de cuarenta años por James Hill. Se trata de una más entre las decenas de revisiones del personaje creado por el escritor francés Jules Verne, protagonista de dos de sus novelas más célebres: Veinte mil leguas de viaje submarino (Vingt mille lieues sous les mers, 1869-70) y La isla misteriosa (L'Ile Mysterieuse, 1874-1875). Éstas habían sido llevadas al cine con gran éxito por la productora Disney en el año 1954 (protagonizada la primera de ellas por Kirk Douglas y James Mason, en el papel de Nemo) y Ameran Films en 1961, respectivamente.

Aunque podría detenerme en la cuestión de cómo es posible sintetizar un metal pesado y precioso como el oro a partir de elementos más ligeros como son el oxígeno y el nitrógeno que componen el aire tan necesario e imprescindible para los felices habitantes de la ciudad sumergida de Templemer, esquivaré hábilmente el peliagudo asunto, pues imagino que sepáis que todos los elementos de la Tabla Periódica que poseen un número atómico mayor que el del hierro (26) son imposibles de producir por fusión nuclear en el interior de las estrellas, a no ser que tengan lugar fenómenos tan especiales como un evento tipo supernova. Gran parte de los elementos pesados que se encuentran en la naturaleza nacieron en sucesos catastróficos de este tipo; de aquí surge la célebre frase que afirma que "somos polvo de estrellas". Todo lo anterior significa que el oro, cuyo número atómico es 79 difícilmente puede ser un subproducto de la síntesis de elementos mucho más ligeros (el nitrógeno y el oxígeno poseen números atómicos 7 y 8, respectivamente). Sin embargo, y con la mayor y más humilde de las precauciones, dado que no soy ninguna eminencia en el campo de la química, me centraré en otra cuestión, y ésta no es otra que la que tiene que ver con la cantidad de oro que hay en todo nuestro planeta, ya sea extraído de las minas o el que se puede hallar disuelto en el agua de nuestros vastos océanos.



Veréis, resulta que ese metal brillante, objeto de la codicia humana, que es el oro ya fue descrito por los egipcios hace más de 4500 años. Sus propiedades físicas y químicas le hacen ser considerado como uno de los metales preciosos más apreciados por el ser humano a lo largo de la historia. Pero no quiero hablaros aquí tampoco de historia, sino de números. Bien, uno de los ejercicios que llevo a cabo todos los años en mis clases de la universidad durante la primera semana de curso consiste en proponer a mis estudiantes algunos problemas de Fermi. Ya os he hablado de ellos en alguna otra ocasión. Estos problemas consisten en hacer estimaciones de cosas tan aparentemente imposibles de lograr como pueden ser el número de cabellos de una cabeza medianamente poblada, cuántas letras contiene un libro de tamaño medio, el tamaño del recipiente donde podría estar contenida toda la sangre humana o el número de átomos que hay en un cuerpo humano. Los problemas de Fermi son de una extraordinaria ayuda para un científico, pues permiten, además de eliminar óxido de la maquinaria cerebral, desarrollar el sentido crítico y el espíritu escéptico, cualidades ambas tan escasas en los tiempos que vivimos. No es lo mismo tener 10.000 cabellos que tener un millón; es muy distinto creer que en el cuerpo humano hay un trillón de átomos que saber que se encuentran casi diez mil cuatrillones. En cada caso, el orden de magnitud es muy distinto.

Con el asunto del oro podemos hacer algo semejante a un problema de Fermi de los citados anteriormente. En efecto, partiendo de que conocemos la producción anual de oro, que resulta ser de unas 2.700 toneladas métricas, que la densidad del oro es 19,3 veces mayor que la del agua y suponiendo que la raza humana ha estado extrayendo el metal amarillo a un ritmo constante durante un lapso razonable de tiempo como puede ser unos 200 años, resulta que en todo el mundo puede haber aproximadamente 540.000 toneladas de oro. Si todo este oro pudiese juntarse en un cubo macizo, éste tendría unas aristas de algo más de 30 metros de longitud. Todo el oro del mundo cabría en un edificio macizo de 10 plantas. Aunque hubiésemos supuesto una cantidad dos veces más grande de oro, el cubo sólo hubiese aumentado su arista hasta los 38 metros.


Sumerjámonos ahora en las profundidades del océano. Aunque paradójico, no sé si sabréis que en el mar no sólo hay agua, sino también materia sólida disuelta. Esta materia sólida puede alcanzar hasta un 3 % de la masa total. Haciendo una nueva estimación, esta vez de la cantidad total de agua en la Tierra, llegamos a que ésta puede ascender hasta los 1.500 trillones de litros. En esta inmensa masa de agua se encuentran disueltos elementos como el sodio, cloro (ambos forman la sal común o cloruro sódico), magnesio, azufre, potasio, etc. Pero resulta que también podemos hallar plata y oro. Y aquí viene el problema, pues existen estimaciones para todos los gustos de la cantidad de oro disuelta en los océanos, unas más optimistas y otras menos. Yo me quedaré con la que proporcionaron en 1990 dos científicos del MIT y que fue publicada en el volumen 98 de la revista Earth and Planetary Science Letters. Estas dos personas, Kelly Kenison-Falkner y John Edmond, midieron concienzudamente las concentraciones de oro disuelto, tanto en el océano Atlántico como en el Pacífico norte y hallaron que, en promedio, tan sólo ascendían a, aproximadamente, 1 gramo de oro por cada 100 millones de toneladas de agua. Por lo tanto, si se pudiese extraer de alguna manera todo el oro de los océanos de nuestro planeta, únicamente nos haríamos con unas 15.000 toneladas, esto es, el 2,78 % de la producción mundial de oro a lo largo de toda la historia que estimamos unas líneas más arriba. Al capitán Nemo y sus fieles les va a hacer falta un poco de paciencia para poder construir su deslumbrante ciudad sumergida. Al fin y al cabo, no es oro todo lo que reluce...