Antes de seguir
adelante, querido lector, te pediría que volvieses a leer el título de este
post y, en caso de que te ofenda, por mínimamente que sea, debo rogarte que no
sigas adelante porque lo que te encontrarás será duro, sin pelos en la lengua. Podrás
estar o no de acuerdo con lo que estoy a punto de expresar en toda su crudeza,
pero también te digo que se trata de la pura realidad. Sí, puede que sea mi
realidad, distorsionada por mi propia forma de pensar y de ver las cosas desde
mi perspectiva individual, quizá nublada ya por mis más de dos décadas de
experiencia en la labor docente universitaria o mismamente por mi peculiar
forma de comportarme cuando era estudiante en la facultad. No obstante, creo mi
deber como profesional comprometido con la enseñanza y la educación de los
jóvenes, reflexionar, aunque sea en voz alta y delante de todos vosotros acerca
de los derroteros por los que tristemente se mueve la clase estudiantil más
privilegiada de la historia de este país.
Allá por el año 1990
comencé a impartir clases en la universidad, nada más licenciarme en física
fundamental en la universidad de Cantabria. Siempre fui un buen estudiante, de
los mejores durante mis estudios preuniversitarios y en todo momento tuve claro
que el estudio y el conocimiento del mundo que me rodeaba era lo que me gustaba
de verdad y a lo que aspiraba a dedicarme en el futuro. Durante mis años de
bachillerato lo peor fue siempre la asignatura de religión y ello a pesar de
estudiar en un colegio religioso. A continuación, y muy de cerca, la seguía la
física, que se me daba fatal y tenía un profesor realmente nefasto (en
matemáticas, sin embargo, era brillante). Pero había una diferencia entre la
religión y la física y es que ésta era la que me volvía loco de verdad, era la
herramienta que yo buscaba para explicar el universo, y eso tenía un atractivo
irresistible para mí. Así que a pesar de tener las peores calificaciones de
todas las asignaturas que cursaba, decidí ingresar en la facultad de ciencias
físicas de la universidad de Cantabria, en octubre de 1984. Y las notas
mejoraron y mucho. ¿Qué había pasado? ¿Eran mejores los profesores de la
facultad que los del colegio de los padres dominicos de Oviedo? No, seguía
teniendo profesores abominables, pero el que había cambiado era yo. Perseguía
un objetivo, una meta que quería alcanzar y por la que iba a luchar hasta el
límite de mi resistencia. Porque yo quería ser físico. Así de simple.
Hoy, en marzo de
2015, casi tres décadas después de aquellos cinco cursos de sacrificio, horas
interminables de estudio, clases diarias, prácticas de laboratorio y exámenes
agotadores (hasta 7 horas para resolver un único problema) me encuentro en el
papel opuesto, el de profesor universitario (además de investigador y
divulgador, aunque a algunos les duela y les corroa la envidia porque ellos son
incapaces de hacer las tres cosas al mismo tiempo con mediana dignidad), una
profesión cada día más incomprendida, desprestigiada y maltratada, y no
solamente por los políticos sino por una gran parte de la sociedad.
Recuerdo
perfectamente que durante mis años de universidad había profesores que me eran
simpáticos, otros me resultaban indiferentes y algunos más a quienes hubiera
estrangulado sin el menor remordimiento. Así y todo, jamás, repito, jamás se me
ocurrió culparles de mi éxito o fracaso en la asignatura que impartían. Cuando
yo aprobaba el examen, todo el mérito era mío y cuando suspendía el culpable
absoluto era yo también. ¿Cómo iba a ser el culpable el profesor, si con alguno
de ellos ni siquiera asistía a clase? (perdóneme, señor Amorós, pero es que sus
clases de mecánica estadística a las 8 de la mañana no estaban hechas para mí).
A pesar de todo, yo comprendía que aquello era mi trabajo y mi responsabilidad.
Al fin y al cabo era mayor de edad y podía elegir libremente al gobierno de mi
país. ¿Cómo iba a delegar mi responsabilidad en otros?
Pues bien, años
después, esto ya no es así, lamentablemente. Desde que yo estudiaba hasta hoy,
desde aquel ya lejano primer curso de 1990-91 en que empecé a impartir clases
hasta el actual de 2014-15 en el que me encuentro, el cambio experimentado ha
sido brutal, no digamos si se compara con mis años de facultad. No voy a caer
en aquella frase tan manida de que "todo
tiempo pasado fue mejor", aunque en realidad así lo piense y esté
convencido de ello, al menos en lo que concierne a la enseñanza y la educación.
En cambio, os contaré mi opinión y os expondré todo lo acaloradamente que sea
capaz las cosas que observo en mi aula a diario, las actitudes de mis
estudiantes, que no os confundáis, son exactamente las mismas que adoptan y
mantienen con el resto de los profesores que conozco (y no son pocos), tanto de
mi mismo departamento, como de otros, otras facultades y de otras comunidades
autónomas diferentes a la mía. Es un problema mucho más general de lo que la
gente ajena a la enseñanza se piensa y se puede llegar a creer. De hecho, así
nos va...
Soy consciente de que
la juventud es una etapa de la vida de las personas que hay que disfrutar y
pasar lo mejor que se pueda. Ahora bien, ¿qué es exactamente disfrutar? Porque,
cuando yo oigo hablar de esa palabreja, a mí me viene a la cabeza sentarme en
una butaca y coger un libro o ver una estupenda película, charlar con los
amigos de temas interesantes. Nunca se me pasa por la imaginación meterme en
una osera a oler a oso, bailar sin control con el cuerpo descoyuntado y
sudoroso mientras me apretujo contra una maraña de culos, tetas y sobacos
sudorosos que terminan en unas garras que sujetan un vaso con bebidas y otras
cosas estimulantes, hasta que el cuerpo resista. En fin, viejuno que es uno.
Como os iba contando,
hoy en día llego a mi aula y me encuentro una banda, un grupo de personas sin
motivación alguna, con una desidia antológica, sin ninguna gana de acabar lo
que han empezado, sin ilusión alguna o algo que se le parezca remotamente. Me
encuentro con estudiantes (aunque este vocablo pierde su significado cuando a
quien se refiere en raras ocasiones ha estudiado) que están matriculados en una
carrera, como es ingeniería, no habiendo cursado en el bachillerato la
asignatura de física. ¿Qué van a entender y/o sacar en claro cuando yo les
hable de mecánica, termodinámica, ondas, electromagnetismo, óptica o similar?
¿Cómo han sido tan insensatos? La respuesta es que resulta más cómodo
deshacerse, mientras se pueda, (y nuestro sistema educativo así lo permite) de
las asignaturas incómodas, complicadas y que requieren un esfuerzo superior a
la media. "Ya me preocuparé de la
física cuando llegue a la universidad, la culpa es del sistema, la culpa la
tiene mi instituto, que no ofertaba la asignatura o no había profesor para
impartirla". Todo gilipolleces y mentiras para autoengañarme y
descargar la responsabilidad en otros y no en mí. Si yo quiero irme a la
escuela de ingeniería dentro de uno o dos cursos, me tengo que matricular de
física en el bachillerato y si no puedo, me busco la vida de otra manera,
estudio por mi cuenta o asisto a una academia, pero no me voy a los dos años a
la universidad y le digo al profesor que lo que está contando no tengo que
saberlo porque nunca me lo han explicado. Es tu problema, exclusivamente tuyo,
majete. Y si no lo crees así, no vayas a la universidad hasta no estar
preparado para ingresar en ella, que cuesta mucho dinero a papá y mamá, que suelen
ser los que pagan en un 90 % de las ocasiones, si no más.
Cuando, a pesar de
todo lo anterior, el estudiante insensato decide de todas maneras matricularse
en la universidad en una carrera para la que no tiene base, ni matemática ni
física, medianamente aceptable, el sacrificio personal para superar el hándicap
también brilla por su ausencia. "Ay,
profesor, es que no entiendo nada de lo que cuenta, es que no tengo base".
¿Has estudiado, has consultado algún libro o has venido a las tutorías a que te
eche una mano? "No, es que me da
vergüenza, no sé qué preguntar porque no entiendo nada, es que me lo explicaron
muy mal el año pasado". Tonterías sin sentido, lo que te pasa es que
te escabulles de tu responsabilidad. Cuando yo terminé mi bachillerato e iba a
ingresar en la universidad me compré un libro de cálculo diferencial e integral
y me hice más de 2000 derivadas e integrales aquel verano. Nunca tuve problemas
fuera de los habituales para seguir una asignatura en la facultad. Vale, yo era
un rarito y un friki, pero sabía lo que quería y me esforzaba por alcanzarlo
cuanto antes, tenía ambición. Si quieres, puedes; es así de claro. Lo que tú
aprendas por tu cuenta es mérito tuyo y constituye una ventaja a la hora de
afrontar tus anhelos personales. No descargues el peso de tu labor en otros si
lo puedes solucionar por ti mismo.
Permitidme que os
cuente una cosa. Recuerdo un año que hice una encuesta a mis estudiantes de
ingeniería. Entre otras cosas, les preguntaba cuántas horas estudiaban en casa
al regrear de la facultad. No salía más de una hora en promedio. ¿Os lo podéis
creer? Yo estudiaba 6 horas todos los días, de 4 a 8 de la tarde y de 10 a 12
de la noche; los fines de semana no eran excepciones. "Ay, profe, es que ahora tenemos muchas
clases y no hay tiempo". Vale, pues estudia 3 horas diarias. "Jo, profe, que hay otras cosas que hacer, no
sólo estudiar". Perfecto, duerme menos.
Hace muchos años que
mis estudiantes no sacan un sobresaliente en mi asignatura y no es porque yo
sea un profesor duro, todo lo contrario. Los exámenes que hoy en día se ponen
en el primer curso de universidad son pruebas que en mi época se realizaban
cuando estabas en bachillerato (así, como suena, dejémonos de tonterías y
afrontemos la realidad) y así y todo la gente se ve incapaz de resolver las
cuestiones y problemas básicos y elementales. El primer curso de universidad se
ha convertido en el tercer curso de bachillerato. La generación mejor preparada
de la historia no sabe las leyes de Newton. Ya no te encuentras estudiantes
brillantes todos los años, como sucedía en mi generación, de hecho casi no
encuentras a ninguno. Hay una uniformidad absoluta, nadie destaca (salvo muy
escasísimas excepciones), nadie pone en aprietos al profesor con sus preguntas
ingeniosas o plenas de comprensión de la materia explicada, nadie intenta ir
más allá de donde yo les dejo, del mundo que les muestro en clase, ese mundo
fantástico que está ahí afuera, al lado de ellos y que parecen ignorar con
absoluta pasividad.
Las aulas se han
quedado mudas, salvo por la infame voz del profesor, que debería ser la menos
escuchada. Nadie pregunta nada, todos parecen entender lo que les cuento, no se
les ocurre ninguna excepción, ningún caso particular o general, ninguna
situación real donde se aplique la ley o concepto que les acabas de descubrir.
Todo es silencio, aceptación pasiva. Lo que importa es la belleza y pulcritud
de los apuntes, unas notas que nunca más se vuelven a mirar con los ojos del
espíritu crítico, escéptico, que no se completan con la sabiduría y experiencia
del material bibliográfico recomendado y mucho menos con esa herramienta
todopoderosa que es internet, con todos los extraordinarios medios que tienen a
su alcance. ¡Cuánto los hubiese disfrutado yo en mis años jóvenes!
Y luego llegan los
exámenes, una vez más, una y otra vez, como si fuera el colegio infantil. Uno,
dos, tres exámenes, y en cada uno de ellos entra una materia que sonrojaría a
cualquiera con dos dedos de frente. Hoy haremos un test sobre los dos primeros
temas, estudiad que es muy importante sacar buena nota. Y ¡zas! Otra vez la
misma desilusión. Les preguntas cosas que has repetido una y mil veces en clase
y ni aun así. Les repites convocatoria tras convocatoria (hasta tres veces
consecutivas lo he hecho) el mismo examen, sin cambiar una coma o un punto y
siguen sin saber hacerlo. Tampoco saben empollarlo de memoria, aunque solo sea
por aprobar, ¡joder! Hay que ser torpe y necio. He llegado a ver estudiantes
matriculados durante 10 cursos consecutivos de la misma asignatura. Y pienso:
qué padres tan generosos y comprensivos, que son capaces de entender que su
niño o niña emplee toda una década de su vida para aprobar una asignatura
básica de primer curso, aunque nunca se haya presentado a los exámenes. Eso sí,
a mi niño o niña que no le falten un ordenador, un iPad, un iPod y un
smartphone con los que puedan enviar SMS en clase, mientras el profesor se
cabrea porque hacen ruidito las teclas. Si mi niño o niña suspende es que el
profesor es un incompetente y no le sabe motivar. Con lo que vale mi niño/a y
lo que estudia, que está todo el día en la facultad y cuando llega a casa no
sale de su cuarto. Claro que tampoco entra desde el viernes por la tarde hasta
el domingo por la noche...
Ah, y que no se te
ocurra, a pesar de todo, exigir como profesor lo que en conciencia crees que
deberías porque si suspende un porcentaje poco razonable (para ellos, claro,
los supertacañones que están sentados en la poltrona y no saben lo que es dar
una puñetera clase o, peor aún, piensan que deben decirte cómo darla) entonces
se desata la ira de las clases dirigentes, te llaman a su pulcro despacho y te
sugieren amablemente que pongas el nivel, el listón un poquito más abajo del
suelo. Es que los chavales se deprimen si suspenden y se crean traumas que no
les dejan disfrutar de la discoteca el próximo fin de semana, se dedican
entonces a llamar por su smartphone a los amigos para contarles sus penas y la
factura sube que no veas.
No os creáis que con
la gente mayor pasa algo muy diferente. En los últimos tres cursos he impartido
también docencia en el máster de formación de profesorado de secundaria,
bachillerato y formación profesional. Es decir, les he dado clase a los
personajes que algún día pretenden ser los profesores de mi hija, que cumple
hoy 13 años. Y os tengo que decir que el panorama no es muy diferente. Les
encargas un trabajo a personas ya licenciadas, con un título superior y, se
supone, con una vocación docente a prueba de bombas. Pues no, se quejan,
intentan escaquearse y esforzarse lo menos posible, se retrasan en la entrega
con excusas miserables y faltas de creatividad (coño, dime que tienes cáncer
terminal, pero no que no pudiste porque no tuviste tiempo o ganas). Les he
dicho en más de una ocasión: yo no quiero que le deis clase a mi hija en el
instituto. Asqueado, abandoné. A los niños de 18 años se lo consiento, a los que
ya han cumplido los 25 no.
Soy de la opinión, y
nunca cambiaré, que la enseñanza y el aprendizaje deben mantener un cierto
equilibrio, pero no se pueden comparar. Más aún, no se puede dejar todo el
proceso bajo la responsabilidad del profesor. Si acaso, ésta debe ser mayor
cuanto más bajo sea el nivel educativo, pero debe ir disminuyendo
considerablemente a medida que llegamos a los niveles más altos, como el
universitario. Así, a mi criterio personal (repito, personal) la
responsabilidad en el rendimiento de un alumno universitario por parte del
profesor no va más allá de un 10 %; el otro 90 % recae en el estudiante. Tal y
como yo lo veo, la figura del profesor universitario debe ser la de un
motivador, un incitador al descubrimiento personal del estudiante, un
orientador que con su experiencia personal y profesional ayude y contribuya a
adquirir conocimiento, a adoptar una serie de actitudes por parte del
estudiante: buscar información, seleccionarla, elaborar un trabajo de
investigación autónomo o en grupo, saber dirigir el pensamiento y la razón por
caminos no transitados, originales.
La clase magistral
debe morir, no tiene sentido en la universidad. Cierto es que cuando se la
quitas a los estudiantes, éstos son los primeros que se sienten incómodos
(muchos profesores también, oh miserables ellos) y piensan que si no tienen
unos apuntes limpios y ordenados, no se les está enseñando nada útil. Ellos son
los primeros en levantar la voz y protestar si se les quiere dar una enseñanza
de calidad porque, no nos engañemos, han adoptado la posición cómoda, la que
menos esfuerzo requiere. Poco importa luego caer en una contradicción flagrante
y es que para qué quieres unos apuntes bonitos y completos si no miras para
ellos. Les das un sermón con consejos útiles para estudiar y comprender la
materia y te miran aburridos a ti y al reloj, con rostro de condescendencia,
como diciéndote: anda, pesado, termina de una vez que quiero salir de aquí
pitando. Y entonces descubres que cuando les estás diciendo lo más importante
de todo, lo que no está en los libros, lo que te ha enseñado la vida, que es la
que enseña de verdad, ellos están mirando por la ventana cómo pasa el motero de
turno haciendo zumbar los tímpanos. Y eso mola...
Dejemos de culpar a
los profesores de lo que solamente los estudiantes son responsables. ¿Acaso van
a ser todos los profesores mediocres? ¿Por qué todos obtenemos unos resultados
similares? De acuerdo que entre todos podemos resolver este problema y mejorar,
pero mientras los estudiantes no se conciencien de que aquello que vienen a
hacer en la universidad es una elección suya completamente libre y personal y
que allí están para formarse en lo que un día constituirá su trabajo, con el
que deberán sacar adelante a una familia y responsabilizarse de unos resultados
para con la sociedad, no habrá nada que hacer. Tendremos licenciados, tendremos
ingenieros, pero su título sólo servirá para colgar de la pared.
Vivimos en una época
difícil en la que además impera, no alcanzo a entender muy bien las razones,
una correción política deplorable que confunde churras con merinas. Abundan un
buenismo y unas ansias, por no decir ninguna clase de inconveniencia, de frase
provocadora, que llega a rayar en lo estúpido. Todo ha de sonar bien y no hay
que incomodar a nadie, que nadie se sienta incómodo por espetarle la verdad en
la cara. Pues no, señores, no ha de ser así, la universidad la pagamos todos
con nuestros impuestos y a mí, personalmente, incluso como asalariado en la
misma, me interesa que el centro docente e investigador más importante de
nuestro país funcione de la mejor manera posible, de forma excelente a poder
ser. No me parece bien que las aulas universitarias estén llenas de gente
(estudiantes y profesores) que no merece estar en ellas, personas que día tras
día me dan motivos para pensar que algo está fallando, funcionando muy mal en
esta sociedad falsa, cínica e hipócrita, que no se atreve a admitir lo que es
una evidencia a gritos: la universidad debe ser para el que se la gane, para el
que muestre un interés verdadero por aprender y enseñar a los demás, con su
esfuerzo personal, y no para el que crea que eso es tarea de otros y piense que
su responsabilidad termina en cuanto finaliza los trámites de matrícula.
Igualdad de oportunidades para todos, sí, por supuesto, pero cuando ya te han
dado más de una y no la has sabido o querido aprovechar, mejor quedarte en el
banquillo y dejar paso a otros que se lo ganen. Me pregunto por qué no nos
rasgamos las vestiduras cuando segregamos sin ningún pudor a los mejores
deportistas y les proporcionamos centros de alto rendimiento que cuestan un
dineral y, en cambio, insistimos en reunir toda clase de cerebros, mediocres y
brillantes, en el mismo recinto, que no cuesta menos, precisamente. ¿Por qué
razón nos empeñamos en poner el listón al nivel del menos cualificado, del
menos dotado intelectualmente? ¿Acaso la inteligencia y la creatividad no
merecen una medalla olímpica o una copa del mundo? ¿No basta ya de hipocresía y
contradicción? ¿O acaso se trata de algo peor aún? ¿No será que tenemos miedo? Bah, no me hagan mucho caso,
todo lo anterior no está ni pensado ni meditado debidamente y más bien es fruto de la cantidad de estupefacientes con la que me atiborro a
diario... ¡Salud!