El profesor Alex Kittner, en compañía de sus dos hijos, se
dispone a pasar una noche de observación astronómica en el jardín de su casa.
El espectáculo lo brindará una impresionante lluvia de estrellas fugaces.
Repentinamente, algo inesperado sucede: al parecer, oculto entre los meteoros,
viaja un extraño fragmento de origen desconocido. Anonadado, el mundo entero
(al menos, aquella parte de él donde es de noche y se puede contemplar el
fenómeno) asiste al terrible cataclismo. La enorme roca se dirige directamente
contra la superficie lunar. Desde un observatorio, la doctora Maddie Rhodes
intenta averiguar la naturaleza del cuerpo que acaba de impactar en la Luna.
Tras un análisis preliminar, determina que posee un diámetro de 19 km.
Mientras tanto, en Alemania, un grupo de jóvenes excursionistas
descubre, durante un paseo por el bosque, el cráter de un meteorito que acaba
de caer a tierra. Haciendo gala de un loable espíritu cívico, el profesor que
les acompañaba decide avisar al doctor Roland Emerson, quien decide acudir al
lugar del impacto. En el fondo del cráter puede verse el fragmento de roca, de
unos 10 centímetros, enormemente magnetizado. Emerson intenta recogerlo del
suelo pero le resulta completamente imposible. Más tarde, ya en el laboratorio,
descubre que se trata de los restos de una estrella enana marrón. Según el mismo Emerson, materia muy muy comprimida, tanto que
estima que la roca que colisionó con la Luna (y que ha quedado alojada en su
interior) posee una masa aproximada de doce mil trillones de toneladas, es decir, pesa el
doble que la Tierra. Obviamente, se le ha ido la olla y ha mezclado churras con
merinas, ya que las estrellas enanas marrones poseen unas densidades
comprendidas entre los 10.000 y 1.000.000 de kilogramos por metro cúbico, es
decir, entre 10 y 1.000 veces la densidad del agua. Más bien parece que nuestro
científico de pacotilla, quien se cree con méritos suficientes como para
merecer el premio Nobel (¡¡JUAS!!) se está refiriendo a otro tipo de estrella:
lo que los astrofísicos denominan una enana blanca o, mejor aún, una estrella de neutrones, cuyas densidades pueden alcanzar del orden de varios billones de
kilogramos por metro cúbico. Y para haberse apercibido de esto no se necesita
ningún título universitario, con uno de la ESO bastaría. Si no me creéis, tan
sólo tenéis que utilizar los datos que el propio Emerson conoce (19 km de
diámetro y masa doble de la terrestre). Suponiendo de forma aproximada que el
trozo de enana marrón es esférico y tiene un radio de 10 km, su densidad
(cociente entre masa y volumen) asciende a 3 billones de kilogramos por metro
cúbico. De enana marrón, nada, monada. Y aún no he terminado contigo, mi
querido aspirante a Nobel. Si te hubieses detenido a pensar un poco te habrías
dado cuenta de que levantar el trocito de meteorito caído en el bosque
requeriría de algo más que un pico y una pala, pues una piedrecita de 10 cm
pesaría aproximadamente un millón y medio de toneladas. Ahora explícame, doctor
Emerson, cómo has podido llevártela hasta tu fantásticamente dotado
laboratorio. Y todo ello, sin falta de recordarte lo que le sucedería a un
fragmento de estrella de neutrones cuando se lo saca de su ambiente
extraordinariamente gravitatorio (echadle un vistazo al primer capítulo de mi libro "Einstein versus Predator").
Bien, dejando de lado cuestioncillas sin importancia como
las anteriores, la pregunta que surge es la siguiente: ¿qué le ocurriría a la
Luna si un objeto con una masa doble que la de la Tierra impactase contra su
superficie y quedase incrustado dentro de aquélla? Veamos, analicémoslo desde
el punto de vista de un estudiante de primer curso de universidad, con unos
rudimentarios conocimientos de física básica. Cuando dos cuerpos chocan, si la
fuerza de interacción debida al propio choque resulta mucho mayor que el resto
de fuerzas externas a los dos cuerpos (las gravitatorias, en este caso) se
puede afirmar que el momento lineal total de ambos cuerpos permanece
constante en el tiempo (a este principio los físicos lo denominamos conservación del momento lineal).
Empleando álgebra elemental no resulta nada complicado concluir que cuando la
masa de uno de los dos objetos (el fragmento de enana marrón) es
mucho mayor que la del otro (la Luna) la velocidad con que sale despedido el
conjunto formado por ambos (uno alojado en el interior del otro) es
prácticamente igual a la que poseía inicialmente (antes de la colisión) el de
mayor masa. Esto se comprende fácilmente si pensamos en un ejemplo mucho más
cotidiano: una boñiga de vaca impacta contra el parabrisas de un camión a toda
velocidad; ¿a qué velocidad se desplaza el camión "tó cagao" después
del tortazo? Sé que lo captáis, lo sé, lo sé.
A la vista de lo anterior, ¿cómo es que entonces la Luna se
queda prácticamente en el mismo sitio? Más aún, si el trozo de falsa enana
marrón es tan pequeño, ¿cómo es que no atraviesa la Luna y sale por el otro
lado, como si nada? ¿No sucede algo similar cuando se dispara una bala, por
ejemplo, contra una manzana?
Los párrafos previos hacen referencia a la miniserie de
televisión Impact (Impact, 2008), que no será
recordada precisamente por los amantes de la buena ciencia ficción y mucho
menos por su fidelidad a la ciencia conocida. Plagada de gazapos, errores
garrafales (no os perdáis la escena de la doctora Rhodes en la que muestra al
presidente de los Estados Unidos una órbita lunar elíptica con la Tierra
situada en el... ¡¡¡centro!!!) y otras lindezas que no quiero tratar aquí
(podéis verlas en el vídeo de mi intervención en Amazings Bilbao 2011)
lo cierto es que me da pie a contaros algunas cosas realmente interesantes e ilustrativas.
Allá voy. Veréis, resulta que cuando el falso y tramposo
trozo de enana marrón golpea la superficie lunar, abre en ella una enorme
grieta de proporciones épicas y consigue alojarse cerca del centro de nuestro
satélite, el efecto que produce en él no es otro que desviarlo de tal forma que
su órbita comienza a hacerse más y más elíptica, es decir, la elipse descrita
por la Luna adquiere un valor de su excentricidad cada vez mayor, lo cual
conducirá finalmente a una trayectoria de colisión con la Tierra. Las
soluciones propuestas, como no podía ser menos, consisten en utilizar
artefactos nucleares con el fin de expulsar a nuestro satélite hacia una órbita
más segura o incluso enviarla hacia el espacio exterior. Sí, ya sé que me
diréis que en caso de colisión inevitable sería razonable la última solución,
pero es que quedarnos sin Luna tampoco parece una gran idea, ya que se cree que
la influencia del único satélite natural que poseemos es decisiva, entre otros
muchos factores que no enumero aquí, a la hora de mantener las oscilaciones del
eje de rotación de nuestro planeta, permitiendo de esta manera unas variaciones
relativamente suaves en el clima de la Tierra.
En un alarde de irresponsabilidad absoluta, los científicos
proponen utilizar nada menos que 1.100 cabezas nucleares de 20 megatones cada
una (lo que equivale a un nada despreciable porcentaje del arsenal nuclear
terrestre), mientras que los militares (nunca los había visto tan modositos)
proponen una alternativa de tan sólo 87 bombas. Por supuesto, el presidente
autoriza esta segunda opción, pero finalmente fracasa y el mundo parece
condenado a la extinción.
Y entonces es cuando surge la idea feliz de todas las películas malas.
En efecto, el profesor Kittner aún guardaba un as en la manga. Resulta que
tiempo atrás, antes de enviudar, mientras trabajaba para la NASA, había ideado
un dispositivo muy peculiar, basado en antigravedad. Por cierto, llegado este
momento de la película, hay un tremebundo follón en el que se mezclan
caóticamente conceptos de antigravedad con magnetismo, que mis cachondas
neuronas no alcanzan a comprender muy bien. Parece ser que con ayuda de un
cohete que debe ser lanzado desde la misma superficie lunar, el objetivo
consiste en alcanzar el centro de la Luna, donde está alojada la enanita marrón
y, estableciendo una "polaridad inversa", expulsar a ésta del
interior de su huevito calentito. Y aquí viene otra de las joyas de la corona.
El director de la misió les comunica a los intrépidos astronautas (que
resultan ser, oh casualidad, Kittner y Emerson) que debido al aumento de la
masa de la Luna (ahora el doble que la Tierra) tendrán muchas dificultades
para moverse por su superficie, ya que allí ya no pesarán seis veces menos que
en la Tierra (como era habitual antes de la colisión) sino el doble. No debe de tener muy fresca su formación científica del instituto, pues de sobra es sabido
que la gravedad en la superficie de un planeta, satélite, estrella o lo que
sea, no depende únicamente de la masa de éste, sino también de su radio. Cuando
el cálculo se hace correctamente, es decir, cuando se atribuye a un objeto del
tamaño de la Luna una masa doble de la terrestre, resulta que su gravedad se
hace 160 veces mayor o, lo que es lo mismo, casi 27 veces más grande que la
existente en la superficie de la Tierra. A ver quién es el guapo que se mueve
con gracilidad cuando su cuerpo pesa 2.000 kg.
Finalmente, haré un breve comentario sobre la excentricidad, cada vez más y más pronunciada, de la supuesta órbita en la que va cayendo la
Luna. Cuando se aplican las leyes de la física a la colisión de un asteroide,
por ejemplo, contra la superficie de otro cuerpo celeste, como puede ser la
Tierra o la Luna, se demuestra que la excentricidad de la órbita que sigue el objeto
golpeado depende fundamentalmente de tres factores, a saber: a) el cociente entre
las masas de ambos, b) el cociente entre sus velocidades (con respecto al Sol,
cuando se trata de la Luna y el fragmento de enana marrón) y c) el ángulo que
forman éstas entre sí. Un análisis numérico de la expresión resultante aplicado
a la Tierra y al mayor de los asteroides conocidos, Ceres, de 950 km de
diámetro, y con una masa 6.400 veces menor que la terrestre, suponiendo que se
acercase a nosotros a una velocidad tres veces mayor que la de nuestro planeta
alrededor del Sol, produciría un cambio máximo (en caso de colisión frontal) en
la excentricidad de 0,00125, apenas un 7 % del valor actual (0,0167). Un impacto
más real, como el que acabó con los dinosaurios, provocado por un asteroide o
cometa de tan sólo 10-15 km que se aproximaba a unos 80 km/s, habría producido
un cambio en la excentricidad de la órbita terrestre de algo menos de una
cienmillonésima. En el caso tan peculiar que nos ocupa, un análisis análogo
parece indicar que la Luna, en lugar de adquirir una nueva órbita elíptica
mucho más excéntrica que la condujese a una colisión inevitable contra nuestro
planeta, adoptaría más bien una órbita de tipo hiperbólico y, casi con toda
probabilidad, abandonaría el sistema solar.
Supongo que no os desvelo nada del otro mundo si os digo
que, al final, todo sale bien, que el método pseudocientífico del profesor
Kittner funciona a la perfección y el molestoso pedazo de enana marrón sale
viento en polvorosa del interior de la Luna. Eso sí, nos la deja hecha unos
zorros, toda rota y destrozada. Mientras tanto, desde la Tierra, mujeres,
ancianos y niños contemplan el nuevo cielo, un cielo con una hermosa Luna en
cuarto menguante vista desde Alemania y, simultáneamente, maravillosamente
llena desde Estados Unidos. ¡Qué jodía la Luna esta!
Fuentes:
Asteroid impact and eccentricity
of Earth's orbit Pirooz Mohazzabi
and James A. Luecke. American Journal of Physics, Vol. 71, No. 7, 2003.