La inmortalidad ¡vaya timo! (reseña)

Dice el venezolano Gabriel Andrade, autor de La inmortalidad ¡vaya timo! (Laetoli, 2011), que algunas personas, tanto filósofos como científicos, han intentado durante tiempo demostrar, lógicamente los primeros y empíricamente los segundos, que el ser humano es inmortal, en el sentido más amplio de la palabra. Y, precisamente de esto, es de lo que trata el libro cuya reseña aquí os traigo en esta ocasión.

Se trata de un libro breve, como todos los de la ya extensa colección ¡vaya timo!, en el que se pretende no profundizar en cada uno de los temas que tratan, sino más bien establecer y dar a conocer los precedentes históricos de los mismos y los argumentos más conocidos (o no) con el fin de suscitar el interés del profano, a la vez que se proporcionan una serie de referencias bibliográficas donde poder llevar a cabo un estudio más profundo por parte del lector interesado.

En esta ocasión, y a diferencia de otros títulos que yo mismo he leído y reseñado en este blog, el libro de Andrade me ha resultado un tanto más espeso en su lectura que otros de la misma colección, pero no ha sido por incompetencia de su autor (todo sea dicho) sino más bien por la propia naturaleza del tema tratado. Y esto es porque la inmortalidad, la existencia de un alma, ya sea material o inmaterial y dependiente o independiente del cuerpo, es un asunto con evidentes implicaciones, tanto filosóficas como físicas (en el sentido científico de la palabra) y también religiosas, como no podía ser de otra forma. Son precisamente los argumentos filosóficos los que se hacen más duros, aunque no hasta el nivel de hacerte desistir de la lectura, y en ocasiones difíciles de seguir, a no ser que seas un fan incondicional de la filosofía. Tampoco ayuda en exceso la excesiva verborrea utilizada por el autor en algún que otro capítulo, que provoca cierto tedio a la hora de digerir los poco agradables trabalenguas que provocan los aludidos razonamientos filosóficos.

Por lo demás, el texto se hace agradable y fácil en su lectura, en especial cuando se rompe el ritmo formal y académico con los relatos de casos reales sobre reencarnaciones, experiencias de vidas pasadas, experiencias cercanas a la muerte, contactos con el más allá, espiritismo, ouijas, apariciones fantasmales, ectoplasmas, etc. Las explicaciones a estos fenómenos, no todos bien conocidos aún, son siempre plausibles desde un punto de vista meramente científico. Y si uno aplica la navaja de Ockham, por supuesto, siempre resultará más creíble una explicación simple de los mismos, sin necesidad alguna de acudir a la supuesta presencia de seres o fenómenos sobrenaturales cuya existencia o bien no puede ser demostrada o, simplemente, resulta absurda y/o ridícula como poco, cuando no un timo en toda regla del que se suelen beneficiar económicamente ciertos individuos sin escrúpulos, a pesar del sufrimiento humano que pueden llegar a generar.

En definitiva, una lectura interesante, amena casi siempre y que nos puede proporcionar una visión general del problema, tanto filosófico como científico, de la existencia de la inmortalidad del ser humano. Recomendable, cien por cien.


Las matemáticas y la "solución final" de los nazis

Auschwitz, Belzec, Bergen Belsen, Buchenwald, Chelmno, Dachau, Mauthausen, Sobibor, Treblinka. Diez palabras que estremecen, que encogen el corazón; nueve lugares de entre otros muchos más que, a buen seguro, todos hemos escuchado en innumerables ocasiones. Los campos de concentración y de exterminio repartidos por la geografía de Polonia y Alemania simbolizan como nada la condición más ruin, baja y despiadada de la raza humana y representarán ya para siempre el abominable acontecimiento que la historia denomina Holocausto.

Cuando el 1 de setiembre de 1939 Adolf Hitler decidió invadir Polonia desencadenó el acontecimiento detonante de la Segunda Guerra Mundial. Durante los siguientes casi 6 años, hasta finales de abril de 1945, cuando la Alemania nazi finalmente se rindió a los aliados, Hitler y sus perros rabiosos intentaron llevar a cabo el mayor exterminio que ha conocido la corta historia del ser humano sobre la faz de este planeta. Atribuyendo al pueblo judío la responsabilidad de las humillantes condiciones impuestas a Alemania tras perder la Primera Guerra Mundial y culpándoles de una conspiración a nivel mundial, emprendió su total eliminación sistemática y premeditada. Y casi lo consiguió.


Desde 1882 hasta 1939 (año de la invasión de Polonia) la población judía en todo el mundo seguía un crecimiento prácticamente lineal, es decir, el número de individuos se podía ajustar a una función que matemáticamente se podía representar por una línea recta. De hecho, esta conclusión se alcanza de forma relativamente simple con tal de que uno sepa manejar un software de cálculo simbólico como MATLAB, por ejemplo. Haciendo uso de los algoritmos implementados en el programa, resulta casi directo comprobar la afirmación anterior: la población judía global (expresada en millones de individuos) anterior a la Segunda Guerra Mundial se ajusta bastante bien a una recta de pendiente positiva cuando se representa en función del tiempo (expresado en años).

p = 0,16 a - 293

donde p representa la población judía (en millones de individuos) y a el año. Así, en 1939 se obtiene p = 17,24. De haber persistido esta tasa de crecimiento, en el año 2010 la población judía mundial habría alcanzado los 28,6 millones de personas. Obviamente, esto no tiene por qué ser así, necesariamente, pero nos sirve para hacernos una composición de lugar.


En cambio, cuando se considera el período bélico, desde setiembre de 1939 hasta abril de 1945, la población pasó de los, aproximadamente, algo más de 17 millones de judíos a algo menos de 11 millones. La guerra, el hambre, el frío, las enfermedades, todas ellas en menor medida y, por encima de todas, los nazis y su macabra "solución final" acabaron finalmente con las vidas de más de 6 millones de personas. Aproximadamente, un 36 % de los judíos fueron asesinados.


Haciendo uso, una vez más, del mismo software aludido anteriormente, se llega a la conclusión de que ahora la población judía se ajusta mucho mejor a un polinomio de tercer grado como el siguiente:

p = 1,9 10-5 a3 - 0,12 a2 + 233 a - 1,5 105

La idea de intentar el ajuste a una función cúbica está basada en el análisis visual de los datos de población, unos datos que parecen mostrar de forma sutil, cuando se amplía la escala, la existencia de un punto de inflexión, característico de esta clase de polinomios. Ahora bien, no se pueden descartar otras explicaciones y cabe la posibilidad de que este punto de inflexión no esté haciendo otra cosa que indicarnos un cambio en el régimen de crecimiento de la curva de población. Quizá su razón de ser responda a un período de transición causado por la pérdida de toda una generación durante la guerra que ha sido incapaz de reproducirse durante los años inmediatamente posteriores a la contienda. Puede que nunca lo sepamos. En todo caso y siempre que el modelo cúbico anterior resultase válido, vale la pena considerar lo siguiente: en caso de mantenerse un crecimiento sostenido de la población siguiendo el polinomio de tercer grado escrito más arriba, la población judía global no volverá a alcanzar los valores existentes en 1939 hasta dentro de, aproximadamente, otros 30 años a partir de ahora, es decir, en el año 2041. Por lo tanto, habrán necesitado más de 100 años para recuperar las cifras inmediatamente anteriores a la Segunda Guerra Mundial. ¿Quién pagará esta factura con unos intereses de más de un siglo? Baste decir que cerca del 85 % de los miembros de las SS que trabajaron en Auschwitz y que sobrevivieron a la guerra han quedado impunes...



Fuentes:

Lasting Effects of the Holocaust on the Global Jewish Population D. Spence, S. Botterill, E. Comber and M. James. Journal of Special Topics, Vol. 9, No. 1, 2010.


Sería un enorme marrón que algo así impactase contra la Luna...

El profesor Alex Kittner, en compañía de sus dos hijos, se dispone a pasar una noche de observación astronómica en el jardín de su casa. El espectáculo lo brindará una impresionante lluvia de estrellas fugaces. Repentinamente, algo inesperado sucede: al parecer, oculto entre los meteoros, viaja un extraño fragmento de origen desconocido. Anonadado, el mundo entero (al menos, aquella parte de él donde es de noche y se puede contemplar el fenómeno) asiste al terrible cataclismo. La enorme roca se dirige directamente contra la superficie lunar. Desde un observatorio, la doctora Maddie Rhodes intenta averiguar la naturaleza del cuerpo que acaba de impactar en la Luna. Tras un análisis preliminar, determina que posee un diámetro de 19 km.

Mientras tanto, en Alemania, un grupo de jóvenes excursionistas descubre, durante un paseo por el bosque, el cráter de un meteorito que acaba de caer a tierra. Haciendo gala de un loable espíritu cívico, el profesor que les acompañaba decide avisar al doctor Roland Emerson, quien decide acudir al lugar del impacto. En el fondo del cráter puede verse el fragmento de roca, de unos 10 centímetros, enormemente magnetizado. Emerson intenta recogerlo del suelo pero le resulta completamente imposible. Más tarde, ya en el laboratorio, descubre que se trata de los restos de una estrella enana marrón. Según el mismo Emerson, materia muy muy comprimida, tanto que estima que la roca que colisionó con la Luna (y que ha quedado alojada en su interior) posee una masa aproximada de doce mil trillones de toneladas, es decir, pesa el doble que la Tierra. Obviamente, se le ha ido la olla y ha mezclado churras con merinas, ya que las estrellas enanas marrones poseen unas densidades comprendidas entre los 10.000 y 1.000.000 de kilogramos por metro cúbico, es decir, entre 10 y 1.000 veces la densidad del agua. Más bien parece que nuestro científico de pacotilla, quien se cree con méritos suficientes como para merecer el premio Nobel (¡¡JUAS!!) se está refiriendo a otro tipo de estrella: lo que los astrofísicos denominan una enana blanca o, mejor aún, una estrella de neutrones, cuyas densidades pueden alcanzar del orden de varios billones de kilogramos por metro cúbico. Y para haberse apercibido de esto no se necesita ningún título universitario, con uno de la ESO bastaría. Si no me creéis, tan sólo tenéis que utilizar los datos que el propio Emerson conoce (19 km de diámetro y masa doble de la terrestre). Suponiendo de forma aproximada que el trozo de enana marrón es esférico y tiene un radio de 10 km, su densidad (cociente entre masa y volumen) asciende a 3 billones de kilogramos por metro cúbico. De enana marrón, nada, monada. Y aún no he terminado contigo, mi querido aspirante a Nobel. Si te hubieses detenido a pensar un poco te habrías dado cuenta de que levantar el trocito de meteorito caído en el bosque requeriría de algo más que un pico y una pala, pues una piedrecita de 10 cm pesaría aproximadamente un millón y medio de toneladas. Ahora explícame, doctor Emerson, cómo has podido llevártela hasta tu fantásticamente dotado laboratorio. Y todo ello, sin falta de recordarte lo que le sucedería a un fragmento de estrella de neutrones cuando se lo saca de su ambiente extraordinariamente gravitatorio (echadle un vistazo al primer capítulo de mi libro "Einstein versus Predator").

Bien, dejando de lado cuestioncillas sin importancia como las anteriores, la pregunta que surge es la siguiente: ¿qué le ocurriría a la Luna si un objeto con una masa doble que la de la Tierra impactase contra su superficie y quedase incrustado dentro de aquélla? Veamos, analicémoslo desde el punto de vista de un estudiante de primer curso de universidad, con unos rudimentarios conocimientos de física básica. Cuando dos cuerpos chocan, si la fuerza de interacción debida al propio choque resulta mucho mayor que el resto de fuerzas externas a los dos cuerpos (las gravitatorias, en este caso) se puede afirmar que el momento lineal total de ambos cuerpos permanece constante en el tiempo (a este principio los físicos lo denominamos conservación del momento lineal). Empleando álgebra elemental no resulta nada complicado concluir que cuando la masa de uno de los dos objetos (el fragmento de enana marrón) es mucho mayor que la del otro (la Luna) la velocidad con que sale despedido el conjunto formado por ambos (uno alojado en el interior del otro) es prácticamente igual a la que poseía inicialmente (antes de la colisión) el de mayor masa. Esto se comprende fácilmente si pensamos en un ejemplo mucho más cotidiano: una boñiga de vaca impacta contra el parabrisas de un camión a toda velocidad; ¿a qué velocidad se desplaza el camión "tó cagao" después del tortazo? Sé que lo captáis, lo sé, lo sé.

A la vista de lo anterior, ¿cómo es que entonces la Luna se queda prácticamente en el mismo sitio? Más aún, si el trozo de falsa enana marrón es tan pequeño, ¿cómo es que no atraviesa la Luna y sale por el otro lado, como si nada? ¿No sucede algo similar cuando se dispara una bala, por ejemplo, contra una manzana?

Los párrafos previos hacen referencia a la miniserie de televisión Impact (Impact, 2008), que no será recordada precisamente por los amantes de la buena ciencia ficción y mucho menos por su fidelidad a la ciencia conocida. Plagada de gazapos, errores garrafales (no os perdáis la escena de la doctora Rhodes en la que muestra al presidente de los Estados Unidos una órbita lunar elíptica con la Tierra situada en el... ¡¡¡centro!!!) y otras lindezas que no quiero tratar aquí (podéis verlas en el vídeo de mi intervención en Amazings Bilbao 2011) lo cierto es que me da pie a contaros algunas cosas realmente interesantes e ilustrativas.

Allá voy. Veréis, resulta que cuando el falso y tramposo trozo de enana marrón golpea la superficie lunar, abre en ella una enorme grieta de proporciones épicas y consigue alojarse cerca del centro de nuestro satélite, el efecto que produce en él no es otro que desviarlo de tal forma que su órbita comienza a hacerse más y más elíptica, es decir, la elipse descrita por la Luna adquiere un valor de su excentricidad cada vez mayor, lo cual conducirá finalmente a una trayectoria de colisión con la Tierra. Las soluciones propuestas, como no podía ser menos, consisten en utilizar artefactos nucleares con el fin de expulsar a nuestro satélite hacia una órbita más segura o incluso enviarla hacia el espacio exterior. Sí, ya sé que me diréis que en caso de colisión inevitable sería razonable la última solución, pero es que quedarnos sin Luna tampoco parece una gran idea, ya que se cree que la influencia del único satélite natural que poseemos es decisiva, entre otros muchos factores que no enumero aquí, a la hora de mantener las oscilaciones del eje de rotación de nuestro planeta, permitiendo de esta manera unas variaciones relativamente suaves en el clima de la Tierra.

En un alarde de irresponsabilidad absoluta, los científicos proponen utilizar nada menos que 1.100 cabezas nucleares de 20 megatones cada una (lo que equivale a un nada despreciable porcentaje del arsenal nuclear terrestre), mientras que los militares (nunca los había visto tan modositos) proponen una alternativa de tan sólo 87 bombas. Por supuesto, el presidente autoriza esta segunda opción, pero finalmente fracasa y el mundo parece condenado a la extinción.

Y entonces es cuando surge la idea feliz de todas las películas malas. En efecto, el profesor Kittner aún guardaba un as en la manga. Resulta que tiempo atrás, antes de enviudar, mientras trabajaba para la NASA, había ideado un dispositivo muy peculiar, basado en antigravedad. Por cierto, llegado este momento de la película, hay un tremebundo follón en el que se mezclan caóticamente conceptos de antigravedad con magnetismo, que mis cachondas neuronas no alcanzan a comprender muy bien. Parece ser que con ayuda de un cohete que debe ser lanzado desde la misma superficie lunar, el objetivo consiste en alcanzar el centro de la Luna, donde está alojada la enanita marrón y, estableciendo una "polaridad inversa", expulsar a ésta del interior de su huevito calentito. Y aquí viene otra de las joyas de la corona. El director de la misió les comunica a los intrépidos astronautas (que resultan ser, oh casualidad, Kittner y Emerson) que debido al aumento de la masa de la Luna (ahora el doble que la Tierra) tendrán muchas dificultades para moverse por su superficie, ya que allí ya no pesarán seis veces menos que en la Tierra (como era habitual antes de la colisión) sino el doble. No debe de tener muy fresca su formación científica del instituto, pues de sobra es sabido que la gravedad en la superficie de un planeta, satélite, estrella o lo que sea, no depende únicamente de la masa de éste, sino también de su radio. Cuando el cálculo se hace correctamente, es decir, cuando se atribuye a un objeto del tamaño de la Luna una masa doble de la terrestre, resulta que su gravedad se hace 160 veces mayor o, lo que es lo mismo, casi 27 veces más grande que la existente en la superficie de la Tierra. A ver quién es el guapo que se mueve con gracilidad cuando su cuerpo pesa 2.000 kg.

Finalmente, haré un breve comentario sobre la excentricidad, cada vez más y más pronunciada, de la supuesta órbita en la que va cayendo la Luna. Cuando se aplican las leyes de la física a la colisión de un asteroide, por ejemplo, contra la superficie de otro cuerpo celeste, como puede ser la Tierra o la Luna, se demuestra que la excentricidad de la órbita que sigue el objeto golpeado depende fundamentalmente de tres factores, a saber: a) el cociente entre las masas de ambos, b) el cociente entre sus velocidades (con respecto al Sol, cuando se trata de la Luna y el fragmento de enana marrón) y c) el ángulo que forman éstas entre sí. Un análisis numérico de la expresión resultante aplicado a la Tierra y al mayor de los asteroides conocidos, Ceres, de 950 km de diámetro, y con una masa 6.400 veces menor que la terrestre, suponiendo que se acercase a nosotros a una velocidad tres veces mayor que la de nuestro planeta alrededor del Sol, produciría un cambio máximo (en caso de colisión frontal) en la excentricidad de 0,00125, apenas un 7 % del valor actual (0,0167). Un impacto más real, como el que acabó con los dinosaurios, provocado por un asteroide o cometa de tan sólo 10-15 km que se aproximaba a unos 80 km/s, habría producido un cambio en la excentricidad de la órbita terrestre de algo menos de una cienmillonésima. En el caso tan peculiar que nos ocupa, un análisis análogo parece indicar que la Luna, en lugar de adquirir una nueva órbita elíptica mucho más excéntrica que la condujese a una colisión inevitable contra nuestro planeta, adoptaría más bien una órbita de tipo hiperbólico y, casi con toda probabilidad, abandonaría el sistema solar.

Supongo que no os desvelo nada del otro mundo si os digo que, al final, todo sale bien, que el método pseudocientífico del profesor Kittner funciona a la perfección y el molestoso pedazo de enana marrón sale viento en polvorosa del interior de la Luna. Eso sí, nos la deja hecha unos zorros, toda rota y destrozada. Mientras tanto, desde la Tierra, mujeres, ancianos y niños contemplan el nuevo cielo, un cielo con una hermosa Luna en cuarto menguante vista desde Alemania y, simultáneamente, maravillosamente llena desde Estados Unidos. ¡Qué jodía la Luna esta!


Fuentes:

Asteroid impact and eccentricity of Earth's orbit Pirooz Mohazzabi and James A. Luecke. American Journal of Physics, Vol. 71, No. 7, 2003.


Aliens y la radiación en el espacio


La teniente Ripley, junto con el lindo gatito Jonesy, son los dos únicos supervivientes de la tripulación de la nave comercial Nostromo. Una cruel y despiadada criatura xenomorfa de sangre corrosiva ha terminado con los otros seis miembros, incluido el ciborg Ash. En una memorable escena final, Ripley se enfrenta al monstruo alienígena, que ha logrado infiltrarse en el módulo de emergencia Narcissus, y consigue expulsarlo al exterior, donde se pierde para siempre en el vacío del espacio. Exhausta, Ripley programa el rumbo de la nave y se introduce con Jonesy en la cápsula de animación suspendida, donde permanecerá hasta ser rescatada.

El párrafo anterior describe las últimas escenas de una de las películas que han marcado el género de la ciencia ficción: Alien, el octavo pasajero (Alien, 1979). Fue tal el éxito cosechado que, hasta la fecha, se han rodado tres secuelas: Aliens, el regreso (Aliens, 1986); Alien 3 (Alien 3, 1992) y Alien resurrection (Alien Resurrection, 1997).

Al comienzo de la primera de ellas, la Narcissus vaga por la desoladora inmensidad del espacio cuando, repentinamente, es rescatada por empleados de la misma compañía responsable de la misión original de la nave Nostromo. Cuando Ripley recupera la consciencia todo parece extrañamente anacrónico. Ante su atónita mirada, el representante de la compañía, Carter Burke, le revela que ha permanecido perdida durante nada menos que 57 años. Obviamente, no ha envejecido desde entonces, gracias al proceso de animación suspendida.

Detengámonos por un momento aquí y analicemos algunos aspectos involucrados en las afirmaciones anteriores. Veamos, una nave que permanece en el espacio interplanetario (interestelar, intergaláctico o lo que sea) debe por fuerza estar sometida a un bombardeo constante de rayos cósmicos. A pesar de su denominación, los rayos cósmicos no son rayos propiamente dichos, sino que están constituidos mayormente por partículas como protones (núcleos de hidrógeno), núcleos de helio, electrones y otras.

Aunque suele atribuirse su descubrimiento al físico de origen austríaco Victor Hess en 1912, parece ser que el italiano Domenico Pacini también lo hizo simultáneamente. Sin embargo, al primero se le otorgó por ello el premio Nobel en 1936, dos años después del fallecimiento de Pacini (el Nobel no puede concederse a título póstumo).


Al principio se creía que los rayos cósmicos que se detectaban en la Tierra procedían de la desintegración radiactiva que tiene lugar bajo la corteza, pero fue gracias a los trabajos de Hess a bordo de globos sonda cuando se descubrió que a medida que se asciende por encima de la superficie terrestre esta misteriosa radiación ionizante aumenta considerablemente, poniendo de manifiesto la indudable procedencia extraterrestre. De hecho, en la actualidad se piensa que el origen de los rayos cósmicos reside en los catastróficos procesos que acaecen durante las explosiones de supernova (esto no está demasiado claro y resultados recientes pueden poner en duda dicha teoría) e incluso de núcleos galácticos activos.

La atmósfera de la Tierra y su campo magnético nos protegen de los rayos cósmicos, pero ahí afuera, en el espacio, la cosa es mucho más preocupante de lo que se suele pensar. Estas partículas logran alcanzar energías varias decenas de millones de veces superiores a las alcanzadas en los aceleradores de partículas más potentes que poseemos. Es por esto que las naves espaciales diseñadas para misiones de larga duración deberían contemplar necesariamente la necesidad de un blindaje magnético capaz de soportar el incesante bombardeo al que estarían expuestos los astronautas. Sin embargo, no todo resulta tan sencillo, pues un blindaje supone un aumento de peso del todo inasumible. Valga como ejemplo que para detener un protón de una energía cinética similar a la que poseen los rayos cósmicos más habituales (en 1938 el francés Pierre Auger descubrió los denominados rayos cósmicos de alta energía) se precisa una lámina de aluminio de 3 metros de espesor. Diseñar una nave interplanetaria con estos parámetros es completamente imposible.

Dicho lo anterior, parece razonable suponer que la Narcissus, a bordo de la cual viajaba Ripley, por tratarse precisamente de un vehículo de pequeño tamaño, no debería poseer un sistema demasiado sofisticado de blindaje (de hecho, si no asumimos esto no habría post, así que no seáis ladillas, ¿de acuerdo?). Así pues, toda una incesante lluvia de protones, consistente en unos 10.000 por cada metro cuadrado y durante cada segundo, están incidiendo sobre nuestra desdichada teniente Ripley (y también Jonesy, no le olvidemos).

En el mejor de los casos, pues no se sabe a ciencia cierta, mientras nuestros dos amigos se encuentran en estado de animación suspendida no parece ser demasiado preocupante el asunto, ya que la actividad celular se mantiene en suspenso y, en particular, las funciones de auto-reparación celulares, encargadas de subsanar los nocivos efectos de la radiación. Pero ¿qué ocurrirá en el momento en que se despierten, tras ser rescatados? En ese mismo instante, el cuerpo humano (y el gatuno) se comportará como si hubiese recibido una sola dosis equivalente a la acumulada a lo largo de los 57 años transcurridos a la deriva. Y teniendo en cuenta el flujo promedio de protones, así como su energía media, se llega a la conclusión de que la dosis efectiva recibida, tanto por Ripley como por Jonesy, asciende a algo más de 6 Sv (sieverts). Una dosis como ésta acarrea normalmente deterioros graves en el sistema nervioso, infecciones, diarreas y náuseas severas, entre otros efectos. La muerte no es descartable, sobre todo para un gato. Al menos Jonesy siempre podrá sonreír, aún le restan otras seis vidas... 


Fuentes:

Cumulative GCR Dose of Nostromo Survivors. P. Hague, C. Davis and F. Tilley. Journal of Special Topics, Vol. 9, No. 1, 2010.