El escorbuto: la pequeña gran historia de una enfermedad terrible (3ª parte)


En la época durante la que se desarrolla nuestra pequeña gran historia, los médicos y sus ayudantes eran muy poco respetados dentro de la jerarquía naval y las autoridades no le prestaban demasiada atención a la salud de los tripulantes ni comprendían o apreciaban del todo la utilidad de la presencia médica a bordo de las grandes embarcaciones.

Mientras duraba la travesía, al ayudante del médico le tocaban todas las tareas más arduas e ingratas. Él era quien se encargaba de hervir las gachas y el agua de cebada, lavaba las toallas y las vendas, mezclaba y aplicaba la escayola, rellenaba y transportaba los baldes de agua para los pacientes, limpiaba la enfermería y a menudo le tocaba vaciar los cubos usados para recoger las deposiciones. Estaba a la entera disposición del médico naval las veinticuatro horas del día. También era tarea suya despertar a los enfermos cada mañana.

La enfermería era una celda húmeda, atestada, con un olor nauseabundo, situada debajo de la línea de flotación del barco. Los aires fétidos se acumulaban y la única iluminación provenía de unas pequeñas lámparas. Los pacientes yacían suspendidos en hamacas dispuestas en varias filas, con poco más de dos palmos entre uno y otro. Cuando las condiciones del mar estaban revueltas, solían golpearse entre sí.

Nuestro héroe, el médico escocés con el que finalizábamos la entrada anterior, James Lind, tenía más vocación de médico que de cirujano, y su mayor interés era la comprensión de las causas y los remedios de la enfermedad, incluso por encima del tratamiento de las secuelas físicas propiamente dichas. A finales de 1746, Lind entregó sus diarios médicos y quirúrgicos y aprobó el examen de cirujano. Le ascendieron a ocupar plaza en el HMS Salisbury, que patrullaría el canal de la Mancha y el Mediterráneo.

Como médico naval, se le ocurrió un plan sorprendente para afrontar el escorbuto, que refleja su mentalidad práctica y analítica. Lind hizo gala de una asombrosa originalidad y una capacidad admirable de superar los confines del pensamiento preponderante de la época (dominado por una jerga rimbombante, pedante y sin mucho sentido ni valor científico), al diseñar un experimento para probar y evaluar la efectividad de los antiescorbúticos habituales. Tuvo suerte de que el capitán del Salisbury, George Edgecombe, fuera miembro de la Academia Británica de las Ciencias, la Royal Society, y compartiera su interés científico.

El 20 de mayo, con la complicidad de un capitán de mente abierta, aunque no necesariamente con el de sus pacientes, Lind apartó y aisló a doce marineros con síntomas avanzados de escorbuto y diseñó un régimen alimenticio común para todos ellos. Durante un lapso de dos semanas, dividió a los marineros escorbúticos en seis parejas y complementó el régimen alimenticio de cada pareja con varios remedios y alimentos antiescorbúticos. Este experimento fue una de las primeras pruebas controladas de la historia de la medicina o de cualquier rama de las ciencias clínicas. Los dos afortunados que habían recibido las naranjas y limones se habían recuperado casi por completo cuando se terminaron las raciones de fruta, al cabo de una semana. Los que habían consumido sidra también respondieron favorablemente, pero al cabo de las dos semanas no habían recobrado fuerzas suficientes para regresar a sus labores. Investigadores modernos han demostrado que la sidra contiene pequeñas cantidades de ácido ascórbico y puede servir de medida preventiva, especialmente si no está demasiado purificada, pasteurizada o se ha conservado durante un período muy prolongado. Su conclusión fue que los efectos más benéficos e inmediatos se lograron mediante el uso de naranjas y limones. Estos cítricos fueron el remedio más efectivo contra la enfermedad en alta mar.


A pesar de las conclusiones de James Lind, años más tarde aún se seguía afirmando que el agua de mar era un remedio efectivo y viable para el escorbuto, según artículos publicados por varios médicos profesionales de la época. Sin embargo, el experimento de Lind había demostrado sin lugar a dudas que no tenía efecto alguno. El elixir de vitriolo era el medicamento antiescorbútico más habitual empleado por la Armada Británica en aquellos tiempos, de modo que el resultado obtenido por el doctor escocés que demostraba su ineficacia fue todo un logro. Lind empezó a escribir un ensayo sobre las pruebas realizadas a bordo del Salisbury, con sus comentarios sobre el escorbuto. Con el tiempo, se decidió a convertir el ensayo en un libro completo que se publicaría en Edimburgo en el año 1753.

Como ya hemos dichos, Lind tenía un interés evidente en la medicina preventiva, más que en la curativa; su argumento era que si se podía prevenir una enfermedad, ya no haría falta curarla. No cabe duda de que gran parte de lo que habían escrito los pensadores médicos hasta la fecha eran disparates, que no podían basarse más que en las opiniones personales o las modas. La crítica realizada por Lind de la abundancia de teorías descabelladas fue una reconfortante innovación, que contrastaba con el embrutecedor empecinamiento del pensamiento médico de la época, mientras que la insistencia del médico escocés en la necesidad de obtener pruebas antes de aceptar la validez de una teoría debería haber sido la norma a seguir.

A pesar de todo lo razonable y lógica que nos pueda parecer en los tiempos actuales la forma de proceder de Lind, lo cierto es que su teoría acerca de cuáles eran las causas reales del escorbuto resulta tan absurda y descabellada como cualquiera de las que había criticado él mismo con tanta elocuencia. La base de su compleja y rebuscada hipótesis era que el escorbuto se debía al taponamiento de la transpiración natural del cuerpo, lo que provocaba un desequilibrio en la alcalinidad del organismo. Lind aseguró que este desafortunado desequilibrio se debía a la humedad que prevalecía en alta mar y a bordo de los buques. De haber sido otro médico quien hubiese propuesto esta teoría, es más que probable que Lind la hubiese descartado como un montón de tonterías sin sentido. Sin embargo, cabe también la posibilidad de que se sintiera en la obligación de "producir" una teoría rimbombante para que la propia comunidad científica dominante le tomara en serio, dado el lenguaje complejo e impreciso que ésta empleaba, como ya dijimos más arriba.

Las contradicciones en los argumentos y las explicaciones de Lind eran evidentes y flagrantes. Afirmaba que cualquier ácido poseía la capacidad de curar el escorbuto, a pesar de que sus propias pruebas y resultados habían demostrado fehacientemente que tanto el vitriolo como el vinagre no tenían el menor efecto sobre los pacientes escorbúticos. Aunque Lind había dado con el remedio para la enfermedad, fue sencillamente incapaz, bien por falta de recursos, de conocimiento o de contribuciones cientificas de sus coetáneos, de deducir la causa real de la enfermedad. Su práctico remedio se perdió entre las nubes de teorías, incluida la suya. En los años que siguieron a la publicación del tratado de Lind, se publicaron varias obras de otros médicos que contradecían directamente sus recomendaciones, incluso en cuanto al remedio a emplear. Había doctores más respetados que él y con una mayor influencia y todo ello, en una época en la que el estatus social y la autoridad estaban por encima de la valía profesional y la ciencia, constituía un impedimento para el éxito de cualquier teoría medianamente heterodoxa basada en pruebas y evidencias empíricas. Los contactos influyentes jugaban un papel decisivo en la aceptación de las teorías y Lind jamás fue elegido miembro de la Royal Society. Tampoco ayudaba demasiado la falta de canales de comunicación, haciendo difícil que incluso los miembros informados de la comunidad científica confiaran en los hallazgos de sus compañeros. No existía publicaciones científicas con un sistema fiable de revisión, ni conferencias, ni muchos intentos de confirmar las teorías mediante reproducción de los experimentos. No debe extrañar, entonces, que durante bastantes años después de la publicación del tratado de Lind, el escorbuto continuase constituyendo un problema muy grave.

Lind había reconocido de forma certera que la falta de alimentos frescos estaba directamente relacionada con el escorbuto pero, al mismo tiempo, también recomendó mejorar la calefacción, las horas de descanso y la ventilación a bordo, medidas que habrían beneficiado a los marineros en general y reducido el consumo de ácido ascórbico de sus organismos, como hoy sabemos muy bien. Como medida más significativa, Lind defendió un período de cuarentena para los marineros recién enrolados y para los que procedieran de la cárcel, a fin de evitar que los nuevos reclutas llevaran a bordo enfermedades infecciosas y pudieran contagiarse. También sugirió que la práctica de embarcar el doble de los tripulantes necesarios para maniobrar la embarcación contribuía a la mortandad por enfermedades infecciosas.


Finalmente, en 1758 fue nombrado director médico del Royal Naval Hospital en Haslar, el mayor y más moderno centro médico del país. Por lo general, los marineros escorbúticos ocupaban una tercera parte de las salas de Haslar, pero durante algunos períodos determinados llenaban casi todo el hospital. Durante la Guerra de los Siete Años y la Guerra de la Independencia norteamericana, Lind atendía entre trescientos y cuatrocientos pacientes de escorbuto por día, en ocasiones muchos más.

Lind desarrolló un método para evaporar el agua del zumo recién exprimido y crear un concentrado que se podría guardar a bordo con una mayor comodidad. Lind jamás sometió su rob a un régimen de pruebas, de nuevo contradiciéndose a sí mismo con la idea que mantenía en lo referente a no utilizar nada cuyo efecto no hubiese sido probado y demostrado de forma práctica. Desafortunadamente, Lind no comprendió la naturaleza caprichosa del ingrediente clave, el ácido ascórbico, y sus intentos de conservar la fruta y las hortalizas en escabeche, mediante la evaporación o la ebullición destruyeron las propiedades antiescorbúticas existentes antes de la conservación. Hubo que esperar hasta nada menos que 1951, cuando R.E. Hughes llevó a cabo un experimento que demostraba que aunque las uvas espinas frescas contenían unos cincuenta o sesenta miligramos de ácido ascórbico por cada cien mililitros (más aún que el zumo de limón recién exprimido), su contenido en vitamina C se reducía prácticamente a cero tras calentar la fruta y conservarla durante apenas treinta días.

A pesar de que el rob, o concentrado de limón de Lind, recién preparado, contenía una gran cantidad de la preciada vitamina, de unos doscientos cuarenta miligramos por cien mililitros, ya había perdido la mitad del ácido de los limones empleados para prepararlo. Es decir, de no haberlos convertido en rob, la misma cantidad de limones habría contenido casi quinientos miligramos por cien mililitros. Después de un mes de conservación, tan sólo permanecía poco más de diez por ciento del ácido ascórbico, dejando el concentrado con la misma cantidad que un solo limón fresco.

En la década siguiente, la de 1760, se había llegado a una especie de consenso entre los profesionales de la medicina naval de que gran parte de los remedios establecidos contra el escorbuto, como el untar pasta de mercurio en las heridas abiertas, el consumo de ácido sulfúrico como suplemento alimenticio, añadir ácido clorhídrico al suministro de agua potable, o incluso la más respetada de todas las panaceas, la sangría, no estaban contribuyendo en nada positivo al debate. En el año 1764, tras varias décadas en las que se publicaron tratados, estudios, ensayos y proclamaciones sobre el escorbuto, sus causas y sus remedios, y tras varios experimentos en los hospitales navales de Haslar y Plymouth, que no brindaron resultados concluyentes, el Ministerio de Marina Británico propuso evaluar los antiescorbúticos en alta mar.

El Almirantazgo encargó a John Byron el mando de un navío que realizaría labores de exploración en el sur del Pacífico, a la vez que se controlarían los efectos de las provisiones frescas sobre la incidencia del escorbuto entre los tripulantes. Byron encargó coclearia y cocos para la tripulación y él aseguraba que aunque la primera había resultado tremendamente útil, los segundos les habían salvado de una muerte segura.

En 1772, cuando se publicó la tercera y última edición de su tratado sobre el escorbuto, James Lind tenía cincuenta y seis años. El exceso de trabajo y la falta de resultados concretos en sus pertinaces intentos de comprender la enfermedad le habían hecho perder toda esperanza de desenmarañar el misterio.  Aunque sabía que las verduras frescas y los cítricos curaban la dolencia, jamás concluyó que la falta de estos productos fuera su causa. Nunca creyó que el escorbuto fuera una enfermedad de carencia y jamás comprendió por qué las verduras y los cítricos resultaban beneficiosos, llegando incluso a criticar a la única persona que había entendido y concluido que el escorbuto se debía a una carencia en la dieta: Johan Friedrich Bachstrom.

Lind acabó sabiendo menos sobre el escorbuto que cuando no era más que un modesto médico naval, a bordo del Salisbury. Sin embargo, esta falta de experimentos científicos rigurosos y precisos debe interpretarse en su justa medida. Al fin y al cabo, la forma de pensar y actuar de James Lind era un mero reflejo de la sociedad y pensamiento de su época. Ni siquiera él pudo escapar por completo de las modas médicas y científicas del tiempo que le tocó vivir... (continuará)



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