Si
alguna vez se han detenido ante un escaparate de una óptica, puede que hayan
reparado en un dispositivo peculiar, como el que se muestra en la imagen que
encabeza este artículo. Se trata de un “termómetro de Galileo”. Consiste,
básicamente, en un tubo de vidrio cerrado en forma de preservativo y
parcialmente lleno de un líquido en cuyo seno se depositan unas pequeñas
ampollas cuasiesféricas que contienen, a su vez, líquidos de diferentes colores
y en cuya parte inferior cuelgan unas chapitas metálicas con la temperatura
grabada en ellas.
El
líquido que llena el tubo de vidrio se elige de tal forma que su densidad varíe
en proporción inversa con la temperatura, es decir, que cuando ésta disminuya
aquélla se incremente y viceversa. El etanol es un buen candidato, ya que su
densidad prácticamente se cuadruplica en el rango de temperaturas comprendido
entre 15 ºC y 30ºC. Obviamente, los “termómetros de Galileo” no están hechos
para medir cambios de temperatura grandes ni de forma precisa, sino más bien
son instrumentos de carácter estético o, si ustedes prefieren, que nos indican
si podemos encender o no la calefacción en invierno y apagarla en verano. Sin
más pretensiones.
El
principio físico en que se sustenta el funcionamiento de uno de estos
termómetros es muy sencillo: se trata del célebre y conocido principio de Arquímedes, en relación con la flotabilidad de los cuerpos sumergidos en
fluidos. Como el empuje vertical hacia arriba que experimenta un objeto inmerso
en un líquido es tanto mayor cuanto más grande sea la densidad de éste, y dado
que dicha densidad se modifica con la temperatura (como le sucede al etanol,
por ejemplo), entonces el frío de nuestro salón hará que el etanol disminuya de
volumen (o aumente su densidad), incrementándose el empuje sobre las ampollas
de colores y provocando que éstas asciendan por el tubo. Por el contrario,
cuando el calorcito de la calefacción haga subir la temperatura, el etanol se
dilatará, reduciendo su densidad y, consecuentemente, el empuje de Arquímedes,
y las ampollas descenderán hasta el fondo. Basta con diseñar estas ampollas de
vidrio y agua coloreada de tal manera que su densidad total sea igual a la del
etanol del tubo justamente a la temperatura que indica la plaquita que llevan
adosada en su parte inferior. Cuando la temperatura del etanol (que,
normalmente, coincidirá con la del exterior) sea tal que su densidad coincida
con la de la ampolla, ésta flotará suspendida completamente en el etanol y su
chapita nos indicará la temperatura. Las ampollas que flotan en la superficie y
las que descansan en el fondo poseen, respectivamente, unas densidades inferiores
y superiores a la del etanol a dicha temperatura.
Pero
dejemos la parte científica y vayamos a la histórica, que también es muy
interesante y, desde luego, mucho menos conocida. ¿Es correcto denominar al
instrumento discutido más arriba “termómetro de Galileo”? ¿Fue Galileo
realmente su auténtico inventor? Pues parece ser que no.
Efectivamente,
los documentos y testimonios que han llegado hasta nosotros, parecen indicar
que al genio de Pisa no se le puede atribuir la autoría, aunque sí ha quedado
constancia en sus “Diálogos sobre dos nuevas ciencias” de 1638 de que el germen de
la idea podría muy bien encontrarse en ellos. Allí, Galileo describe un
experimento en el que una bola de cera en equilibrio con un baño líquido,
asciende y desciende cuando se modifica la densidad de éste mediante
introducción en él de distintas sustancias que alteran su densidad o “gravedad
específica”. El propio Galileo afirma haber observado ascender desde el fondo
hasta la superficie del baño a la bola de cera, sin más que haber depositado y
disuelto unos cuantos granos de sal. Efectos análogos fueron observados,
asimismo, al modificar la temperatura del líquido del baño.
Anteriormente,
durante el período de 1602 a 1606, coincidiendo con su labor como profesor en
la universidad de Padua, Galileo construyó un termoscopio, también conocido
como termómetro de aire. No funcionó demasiado bien como tal, ya que no sería
hasta mucho después, en 1653, cuando se introdujo la práctica de cerrar el tubo
de vidrio para que las condiciones atmosféricas particulares no afectasen a las
medidas. En este sentido, el termoscopio de Galileo funcionaba más bien como un
barómetro.
Sin
embargo, aunque la idea del termómetro pudo muy bien encontrarse sutilmente en
los escritos de Galileo en 1638, no sería hasta varios años después de su
muerte, acaecida en 1642, cuando se describieron y se construyeron los primeros
termómetros como tales. El verdadero honor debe recaer en la “Accademia del Cimento” florentina,
fundada por el Gran Duque Fernando II y su hermano Leopoldo, constituida por un
grupo de académicos y técnicos cuya labor (enfocada exclusivamente a la
realización de experimentos científicos) se extendió a lo largo de una década,
de 1657 a 1667.
En
el Museo Galileo de Florencia se encuentran varias clases de “termómetros de
Galileo”, diseñados e inventados por Fernando II y Leopoldo y sus
colaboradores, datados hacia los años 1660, casi 20 años tras la muerte de
Galileo. Estos fantásticos instrumentos fueron construidos por habilidosos
técnicos especialistas de la Accademia,
como Francesco Folli da Poppi, Vincenzo Viviani y Benedetto Castelli. No lo
olviden cuando decidan adquirir una de sus versiones más modernas. Eso sí,
tengan en cuenta que lo más probable es que el vendedor de turno ni conozca la
denominación incorrecta de “termómetro de Galileo”, ni mucho menos la más
adecuada de “termómetro florentino”. Simplemente, mi consejo es que se refieran
a él como “ese cacharro de ahí, el del escaparate”. Tampoco conviene ir de enteradillos en este mundo de cenutrios.
Referencia original:
Peter Loyson Galilean Thermometer Not So Galilean, Journal of Chemical Education 89 (2012) 1095-1096.
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