Ricitos de oro, tres osos y la puta madre que parió a la termodinámica


Érase una vez un bosque muy, muy oscuro y frondoso, muy frondoso, donde solamente los rayos más ultravioletas e infrarrojos procedentes del Sol podían penetrar. Tan tenebroso era que hasta los rayos X tenían miedo y no se atrevían ni a atravesar el plomo disuelto en el agua de sus estanques contaminados.

En lo más profundo, que no hondo, de aquel bosque vivían en una casa de tamaño adecuado una familia de osos: papá oso polar, mamá osa negra y el osito panda. Nadie sabía muy bien por qué cada uno era de una especie y ni siquiera cómo se habían podido aparear sin que la cría hubiese salido con alguna tara. Tampoco papá oso polar sospechaba de mamá osa negra y ésta mucho menos del primero, pues estaba de sobra acostumbrada a sus largos paseos y ausencias en época de ventiscas polares. Él sabría lo que hacía con las focas, morsas y demás pelanduscas del frío. Por su parte, ella tampoco se quedaría con las patas traseras ociosas. De todas formas, la cosa no les había salido tan mal, pues siendo blanco papá oso polar y negra mamá osa negra, su retoño había salido panda, el muy jodido, más o menos mitad blanco y mitad negro, como la nocilla esa de mierda con dos sabores que no sabe ni a uno ni al otro.

El caso es que una tarde preciosa, sin radiación visible, los tres plantígrados decidieron salir a pegarse un garbeo. Así pues, dejaron la casita bien arregladita por dentro: las camas bien hechas, los muebles ordenaditos y la cena preparada encima de la mesa. Como mamá osa negra acababa de quitar  el puchero del fuego, prefirió dejar servidas las tres raciones en sus correspondientes tres cuencos de forma semiesférica: uno grandote para papá osote polarote, otro de tamaño intermedio para mamá osa negra y, por último, el pequeñito para el osito pandita de raíces genéticas sospechositas.

Pero hete aquí, o allí, o un poco más allá, que ahora no lo recuerdo bien del todo, que de repente apareció por el bosque de los rayos X cobardes una niñita encantadora, de angelical rostro, ojos bioluminiscentes a causa del exceso de radiación ultravioleta que había en el ambiente y cabello ensortijado formando largos tirabuzones con cartas y matasellos incluidos. Su pelo era de un color tan negro que todo el mundo le llamaba “ricitos de oro”, aunque nadie se lo explicaba del todo. Como era una tradición, todos tragaban y punto.

El caso es que Pilarín, que así se llamaba en verdad la niña, se fue a topar con la casa de los tres osos. Como el olor que salía por una de las ventanas era tan delicioso y estaba tan hambrienta, decidió hacer lo que cualquier niñita pequeña hubiese hecho, es decir, se acercó al felpudo, lo levantó y cogió la llave de la casa. La introdujo en la cerradura, le dio dos vueltas y  empujó. Pero la puerta no se abrió. En realidad lo que había sucedido era que la puerta estaba abierta inicialmente y ella la había cerrado con llave, pues recordó que los osos cierran con llave las puertas en sentido contrario a los humanos. Lo único que no cuadraba en la historia era la frase anterior, pues ¿cómo sabía que la puñetera casa pertenecía a unos osos? Bah, cosas del narrador, pensó.

Una vez en el interior se encontró en un salón-cocina, con una mesa dispuesta en el centro, sobre la que reposaban tres cuencos semiesféricos rebosantes de potaje. Decidida a aprovecharse de la situación, se subió en primer lugar a la sillota grandota de papá osote polarote, pero no estaba cómoda, pues la encontraba demasiado baja. Entonces optó por la silla de mamá osa negra y tampoco ésta le satisfizo debido a que le resultaba perfectamente ajustada a la altura justa del plato de comida. Finalmente, la sillita que más le gustó fue la del osito pandita bastardito, ya que era excesivamente alta y a Pilarín siempre le encantaba ver las cosas por encima del hombro.

Y llegó el momento de probar la comida. Comenzó por el platote del osote grandote polarote. No, demasiado caliente, por poco se quema los labios bioluminiscentes y la lengua bífida. A ver qué tal el plato de tamaño mediano y vulgar, como la mamá osa negra. Tampoco, demasiado frío, no le sentaría bien ni a un mileurista. Ya sólo restaba el platito del osito pandita hijo de sabe quién. ¡Ajá! Éste sí que estaba a la temperatura adecuada. Se lo zampó en menos que un fotón de radiación visible abandona un láser de helio-neón.

Con la barriga llena de potaje templado, le entró un sopor que para qué. Subió por las escaleras y se encontró delante de la puerta del dormitorio osil, pero extrañamente no había ni rastro del pipita Higuaín, ni de Ronaldo, y tampoco de Sami Khedira. Se ve que estos estaban protestando al árbitro o, peor aún, que el de los ojos saltones se hubiese ido al Arsenal y el argentino al Nápoles.


En este momento no recuerdo bien si Pilarín optó por una de las tres camas o prefirió acostarse en el suelo. De todas formas, no es importante para lo que quiero relataros a continuación. El caso es que no acababa muy bien de dormirse la niña cuando los tres osos aparecieron de nuevo por la casa, tras el paseo vespertino por el bosque de los rayos X cobardes. Y, claro, al ver el desaguisado, subieron al dormitorio, agarraron a la cría por los rizos de oro negros como el cuerpo negro más perfecto y la sacaron por la puerta a patadas. Por cierto, que la patada del oso polar no le gustó, era demasiado grande; la de la mamá osa tampoco, era demasiado “cariñosa”; en cambio, la del osito fue especialmente placentera, ya que no llegó ni a rozarla, a pesar del desgarrón que le recorría la columna vertebral y dejaba ver las costillas tercera y cuarta. Aun así, ricitos de oro tuvo tiempo de volverse y vociferar lo siguiente:

"Eh, papá osote polarote, a ver qué clase de trato le estás dando a tu mujer. ¿Acaso la tienes esclavizada o a dieta? Porque si no es así, a ver cómo explicas que su plato de potaje esté más frío que el tuyo y el de tu supuesto hijo. Todo el mundo sabe que eso no puede ser, que la termodinámica dice que la comida más grande se enfría más lentamente que la más pequeña. No es más que una consecuencia de la llamada ley del enfriamiento de Newton. Más o menos viene a decir que la temperatura de un cuerpo disminuye con el tiempo de forma exponencial, dependiendo de la diferencia de temperaturas entre dicho cuerpo y el medio que le rodea, así como de las características geométricas del cuerpo en cuestión. Así, para unos cuencos con comida, de forma semiesférica, la velocidad a la que se enfría depende inversamente del radio de los mismos. En consecuencia, si vuestros tres cuencos se llenaron de potaje al mismo tiempo, el más pequeño en tamaño, es decir, el del osito pandita ilegítimo, debería ser el primero en enfriarse, mientras que el tuyo, papá osote grandote y polarote sería el último. ¿Te has enterado? Mucho potaje pero de termodinámica nada de nada. Cero pa-ta-te-ro. ¡A rascarla!"



Me Kepler, no me Kepler; me Kepler, no me Kepler...

Poco a poco, nuestros protagonistas se van dado cuenta de que han abandonado la Tierra y que se enfrentan a un destino incierto. Resignados a su suerte, embarcan en misión de exploración a bordo de la goleta Dobryna, donde viaja el conde Timascheff en compañía del teniente Procopio, personaje que a pesar de su profesión encarna la razón científica junto con el singular profesor Rosetta. Así, en una de sus primeras y certeras intervenciones, el teniente advierte a Servadac, Ben-Zuf y el conde ruso, de que muy a pesar de sus temores, no se encuentran en caída libre hacia el Sol, sino describiendo una órbita en torno a éste. Su razonamiento resulta intachable, pues Procopio esgrime como argumento que, dado que llevaban viajando un mes y aún así no habían sobrepasado apenas la órbita de Venus, cuya distancia a la Tierra se estimaba en la época en unos 11 millones de leguas (la legua francesa equivale a unos 4,44 km), todavía les restaban al menos otros 27 millones de leguas más. Y aquí justamente residía la imposibilidad, ya que si el cometa Galia (en realidad, cualquier cuerpo celeste) se dirigiese directamente hacia el Sol animado por la fuerza gravitatoria de éste desde una distancia igual a la que se encuentra la Tierra (38 millones de leguas), únicamente emplearía unos 64,5 días (aquí podéis encontrar el cálculo, siempre que no queráis o no podáis imitar vosotros mismos al teniente Procopio, cosa que por supuesto me entristecería enormemente). Un ejemplo más de buena física en la novela del genio francés Jules Verne.

Igualmente sucede con la observación del capitán Servadac acerca de la temperatura de ebullición del agua. En efecto, el agua o cualquier otro líquido comienzan a hervir cuando la presión de vapor en la superficie de los mismos alcanza el valor de la presión atmosférica. Lo que sucede es que este valor de la presión atmosférica depende de la altitud. Así, a nivel del mar, es de 760 mm de mercurio o también denominada 1 atmósfera. Si se ascendiese hasta una determinada altitud, la cantidad de atmósfera que habría sobre nuestra cabeza sería menor y por lo tanto el peso de la columna de aire que soportaríamos se reduciría en consecuencia (este peso por unidad de área no es ni más ni menos que lo que denominamos presión atmosférica). Si echásemos un vistazo a cualquier libro de texto elemental sobre física, encontraríamos que la presión atmosférica sigue una ley de variación exponencial con la altitud, para una determinada temperatura. Pues bien, haciendo uso de la ley anterior y teniendo en cuenta que la presión de vapor del agua a 66 ºC es de unos 200 mm de mercurio, se obtiene que para una temperatura ambiente (no la del agua que tenemos al fuego para llevarla a ebullición) de unos 40 ºC (aproximadamente la temperatura que había en Galia en aquellos momentos) la altitud a la que deberíamos ascender para que se produjese el maravilloso fenómeno de la ebullición sería de 12.000 metros, casi lo mismo que afirma Verne en la novela. Más discutible resulta la capacidad de nuestros amigos para sobrevivir en estas condiciones, que pondrían en problemas muy serios incluso a los alpinistas mejor preparados, quienes deben portar en ocasiones máscaras de oxígeno y sufrir largos períodos de adaptación a las grandes alturas.

Digno de mención resulta, asimismo, el asunto de la temperatura en Galia a medida que los intrépidos aventureros se desplazan alrededor del Sol. Así, y siempre según la novela, allá por el 15 de enero (dos semanas después del terrible cataclismo) la temperatura había ascendido hasta los 50 ºC. Hacia el 18 del mismo mes, la distancia a Venus era de no más de un millón de leguas. Dos días después, aún había decrecido más. Pero a partir de ese momento, se fueron alejando. ¿Qué significaba todo esto? Pues, básicamente, dos cosas. Una, que las estimaciones de las temperaturas dadas por Verne se ajustan bastante bien (en esta ocasión) a las leyes conocidas de la física. Y dos, que si sabemos leer entre líneas, el cometa Galia había llegado a su perihelio (el punto más cercano al Sol para un cuerpo que orbita a su alrededor) a una distancia de Venus próxima a los 4 millones de kilómetros. Este es un dato fundamental para lo que os contaré un poco más adelante, ya que si el profesor Palmirano Rosetta estaba en lo cierto, Galia describiría una órbita elíptica en torno al astro rey, empleando en ella exactamente dos años, y llevándolo a colisionar irremediablemente de nuevo con la Tierra.

Pero, antes de afrontar esto último, permitidme que me detenga un poco más en el asunto de la temperatura. Resulta que para un objeto que recibe únicamente energía en forma de calor procedente del Sol y en el caso de que ambos se comportan según el modelo físico conocido como cuerpo negro, se puede establecer una relación entre la temperatura del objeto, la distancia a la que se encuentran uno del otro, el radio de nuestra estrella y su temperatura superficial. Si se hace uso de dicha relación matemática, se obtiene que a una distancia equivalente a la que se encuentra el planeta Venus, la temperatura debería ser de 69 ºC; a la distancia de Mercurio, 193 ºC; a la distancia de la Tierra, 17 ºC. Obviamente, estos valores no tienen en cuenta, entre otros factores, la posible presencia de atmósferas que pudiesen contribuir al aumento considerable de las temperaturas debido al efecto invernadero, como en realidad sucede con el planeta Venus, cuyo ambiente a nivel de superficie se encuentra muy por encima del valor estimado de 69 ºC. Sin embargo, sí que sería razonable afirmar que en un punto del vacío espacial no demasiado alejado del Sol, por ejemplo, a unos 500 millones de kilómetros, la temperatura habrá caído hasta los -115 ºC. En este punto, merece la pena destacar que Verne se hace eco de los trabajos de los sabios autorizados de su época. Así, cita explícitamente los resultados del “sabio francés Fourier”, cuando afirma que “en las regiones del cielo donde falta absolutamente el aire, la temperatura no puede descender por debajo de los 60 grados bajo cero.” Confieso mi total desconocimiento acerca de los argumentos esgrimidos por el “sabio francés Fourier” para sostener semejante afirmación. Probablemente, influido por estas opiniones de su época, Verne atribuye una temperatura tan poco probable de 6 grados bajo cero en un momento del periplo interplanetario cuando se encuentran “a 100 millones de leguas del astro radiante, distancia casi igual a tres veces la que separa la Tierra del Sol cuando pasa por su afelio.

A medida que Hector Servadac y el resto de protagonistas van adquiriendo conciencia exacta de su desesperada situación, deben ir simultáneamente solucionando las diferentes situaciones en las que se van encontrando. Así, mientras se alejan más y más del Sol hacia los confines del sistema solar, el frío comienza a amenazar sus vidas. En un determinado momento, cuando la temperatura aún no había descendido por debajo de los 2 grados bajo cero, uno de nuestros héroes, tras comprobar que el agua del océano aún permanece en estado líquido afirma que “por fortuna, el mar sólo se hiela a una temperatura inferior a la del agua dulce.” No quedan claras las razones que tiene Verne para asegurar lo anterior. Quizá esté pensando en que la densidad del agua del mar, por llevar sal disuelta, es más alta que la del agua dulce y sabido es que al añadir un soluto en un líquido se modifican tanto su punto de fusión como su punto de ebullición, disminuyendo el primero y aumentando el segundo. Esto último tiene una aplicación curiosa en la cocina que se me acaba de pasar por mi enferma quijotera. Conozco personas que cuando ponen agua en una cacerola para cocer un alimento, añaden la sal antes de que hierva el agua. ¡Mala idea! Lo único que conseguirán es que el proceso de ebullición se retrase, pues el agua necesitará alcanzar una temperatura superior a los 100 ºC. Por el contrario, resulta más conveniente dejar que el agua hierva y a continuación añadir la sal. Un ejemplo muy típico son los huevos cocidos. Atención a mi consejo culinario: poned en un cazo un huevo crudo cubierto de agua casi completamente, llevadlo a ebullición y justamente en ese preciso instante añadid una cucharada sopera de sal; cuando vuelva a hervir el agua dejad transcurrir 12 minutos exactamente (caprichitos tontos de la albúmina del huevo), poned el cazo bajo el grifo de agua fría, sacad el huevo e intentad retirarle la cáscara. Comprobaréis maravillados como sale en dos o tres trozos enormes en lugar de los 3000 de costumbre (sin sal en el agua) y que el huevo está perfectamente cocido, en su punto.

Retomando lo que decía unas líneas más arriba, quizá Verne pensara en el asunto de la densidad del agua de mar, pero también podría haber pensado en otras cosas que había afirmado antes y que tienen que ver con la presión atmosférica que reinaba en Galia. Aunque si hubiera hecho esto habría llegado a una conclusión bastante curiosa. Y es que resulta que mientras el punto de ebullición del agua disminuye considerablemente al reducirse el valor de la presión atmosférica, lo que explica la observación del capitán Servadac acerca de la ebullición del líquido elemento a 66 ºC, no sucede así con el punto de fusión, el cual permanece prácticamente constante e inalterable ante cambios bruscos de presión (ver figura).

Un poco más adelante, puede leerse en la novela:

A pesar del descenso de la temperatura el mar estaba todavía líquido. Esta circunstancia se debió a su absoluta inmovilidad porque no turbaba su superficie ni un soplo de aire. En tales condiciones, sabido es que el agua puede soportar cierto número de grados bajo cero sin congelarse. Pero un simple choque basta para que se produzca la congelación súbitamente.

El hecho descrito en el párrafo anterior le sirve a Verne para aleccionar a sus lectores sobre otro hecho científico probado, aunque dotándolo de un cierto sentido de la maravilla, narrándonos que Nina, una niña de nacionalidad italiana que viajaba también a bordo del cometa, en un determinado instante y ante la mirada atónita de todos, “lanzó una piedra y el mar de Galia se solidificó repentinamente en toda su superficie.” Espectacular, no me lo negaréis. Aunque parezca una exageración con evidentes tintes de finalidad dramática literaria, pues presenciar la congelación de todo un mar por una pedrada no debe tener precio, la verdad es que el fenómeno aludido por Verne es completamente cierto. En efecto, en determinadas condiciones, por ejemplo, cuando el agua es bastante pura y no se encuentra en estado de agitación, se puede conseguir sobreenfriarla, es decir, hacer que permanezca líquida incluso unos cuantos grados centígrados por debajo de cero. De esta manera, el agua alcanza un estado denominado metaestable que desaparece rápidamente ante cualquier tipo de perturbación (un golpe, por ejemplo). Echadle un vistazo a este vídeo, merece mucho la pena.

Y dado que esto se está alargando de forma harto preocupante, he dejado para el final el gran error de Verne en la novela. Recordaréis que os había dejado caer que, según las observaciones y los cálculos llevados a cabo por Palmirano Rosetta, el cometa Galia se dirigía con todos nuestros intrépidos viajeros a lomos del mismo, rumbo a una nueva colisión contra la Tierra (o lo que quedase de ella), cosa que acaecería en un tiempo exacto de dos años (teniendo en cuenta las perturbaciones que le causarán Júpiter, Saturno y Marte) a contar desde el mismo instante en que había acontecido el primer suceso, a saber, la noche del 31 de diciembre al 1 de enero. Hacia el 20 de enero habían alcanzado el perihelio de la órbita de Galia, habiéndose aproximado al planeta de Venus a una distancia menor de un millón de leguas (unos 4 millones de kilómetros). Según describe Verne en la novela, en boca del anciano Rosetta, el 15 del mes de enero del año siguiente a la hecatombe, “Galia pasaba por su afelio, a 220 millones de leguas del Sol”.

Tras un buen montón de aventuras y desventuras, como la captura de Nerina cuando se encontraban a 110 millones de leguas, inmersos en el cinturón de asteroides comprendido entre las órbitas de Marte y Júpiter o el desprendimiento de un enorme fragmento del mismo Galia que produjo una nueva reducción a la mitad (cortesía de la ley de conservación del momento lineal) del período de rotación del fragmento a bordo del cual aún viajaban el capitán Servadac y sus amigos. Temiendo que este suceso modificase su órbita, enseguida serían informados pertinentemente por el profesor Rosetta de que semejante acontecimiento no tendría influencia alguna sobre el tiempo estimado para el encuentro entre Galia y la Tierra. Y esto resulta especialmente curioso, pues aunque sí que es cierto que el período orbital de un cuerpo alrededor del Sol depende de la masa de aquél, su influencia es mínima mientras ambas masas no sean comparables en magnitud, cosa que no sucede para ningún cuerpo conocido en nuestro sistema solar (tan sólo Júpiter, el mayor de los planetas, posee una masa 1000 veces menor que la del Sol). Así pues, parece ser que el anciano Rosetta conocía a la perfección la tercera ley de Kepler cuando afirmaba que la colisión seguiría teniendo lugar en 2 años exactamente, ya que dicho tiempo, conocido como período orbital solamente depende de la masa del Sol (la masa del objeto que orbita es totalmente despreciable y no influye en el cálculo) y de la distancia media entre éste y el cometa Galia, en nuestro caso. Pues bien, según esa misma ley que tan bien parece aplicar el amigo Palmirano, si probamos a introducir en ella los datos proporcionados por la observación del mismo profesor: 26 millones de leguas para el perihelio y 220 millones de leguas para el afelio, la ecuación arroja como resultado que el período orbital debería ser de 5,83 años. Nada que ver con los 2 años exactos. ¿Encuentro con la Tierra? Nada de eso, ya que ésta se habrá desplazado de su cita nada menos que una distancia equivalente a la que recorrería en 0,83 años. O nuestros amigos pilotan el cometa o sólo encontrarán vacío, vacío y nada más que vacío, amén de la más que considerable duración del viaje, casi el triple de lo estimado inicialmente. Para que se cumpliese ese período bienal, la distancia media de Galia al Sol debería ser de tan sólo 238 millones de kilómetros (1,59 Unidades Astronómicas) y no de 3,24 UA como se afirma en la novela (la distanca se calcula como la mitad de la suma del afelio y del perihelio). La única solución que haría plausibles los números proporcionados por Verne en su novela consistiría en atribuir al cometa Galia una masa mucho mayor que la estimada por Palmirano Rosetta. De hecho, debería ascender hasta 7,5 veces la masa del propio Sol. Pero entonces, todos los fenómenos observados por Hector Servadac y su ordenanza Ben-Zuf al principio de la novela no tendrían ningún sentido. Y así, una vez más, y tal y como el cometa Galia hace al final del relato, hemos partido de hechos inexplicables y hemos regresado de nuevo a ellos. Esquivar cometas… Hummm. ¡Acojonante! Buena excursión, ¿eh?

Cómo viajar a bordo de un cometa y no morir en el intento


Las hazañas narradas en el post anterior corresponden, como era obvio, a la novela de Jules Verne titulada Hector Servadac, escrita entre 1874 y 1876. Considerada como una de las más fantasiosas del autor francés, el libro cuenta las peripecias del capitán del ejército galo Hector Servadac, su ordenanza Ben-Zuf, el conde Wasili Timascheff y otra serie de personajes de lo más variopintos que van apareciendo a medida que transcurren las páginas.

Todos los fenómenos extraños que observan Servadac y su compañero tras recuperarse de la explosión que los deja sin sentido se deben a un increíble suceso, como se descubrirá más adelante en la novela gracias a la aparición de un antiguo profesor del capitán francés, el huraño Palmirano Rosetta (traducción española de Palmyrin Rosette, en la edición original francesa), el cual, al hallarse perdido, arroja periódicamente mensajes al mar encerrados en botellas o sujetos a las patas de palomas donde describe sus descubrimientos y cálculos acerca de lo que él cree que está sucediendo y que no es otra cosa que un terrible cataclismo. Efectivamente, un cometa bautizado por el mismo profesor Rosetta como Galia ha colisionado contra la Tierra llevándose consigo a nuestros protagonistas (¿!) quienes se encuentran actualmente viajando hacia las profundidades del espacio interplanetario.

El texto, como era costumbre en Verne, rebosa de buena ciencia y muchas de las afirmaciones están rigurosamente basadas en el conocimiento científico de la época. Sin embargo, en esta ocasión, el escritor no contó con el asesoramiento técnico de su colaborador habitual, su primo Henri Garcet, fallecido unos años antes. Por ello, existe en la novela un error de bulto y que no desvelaré hasta el final. Permitidme que antes discuta algunos otros detalles no carentes de interés.

¿Por qué percibían nuestros sorprendidos amigos, el capitán Servadac y Ben-Zuf un horizonte mucho más cercano de lo habitual? Si echáis un vistazo a este artículo de la Wikipedia no tendréis dificultad alguna para deducir que si, efectivamente, el horizonte a bordo del cometa Galia se ha acortado hasta la cuarta parte aproximadamente del que sería observable en la Tierra (recordad los 10 km que divisaban Servadac y compañía en lugar de los 40 km esperados, en el post anterior), entonces el radio de aquél debe de ser la dieciseisava parte del radio terrestre, es decir, unos 400 km. Nuestros intrépidos protagonistas, en misión de exploración por su nuevo mundo recién adquirido, recorren una distancia estimada de unos 2320 km hasta regresar a su punto de origen. Como ellos mismos suponen una forma esférica para el cuerpo celeste a bordo del que viajan, deducen que su diámetro no debe ser superior a 740 km, un dato que encaja a la perfección con el valor estimado anteriormente con ayuda del horizonte.


En otro momento de la novela, el indescriptible Palmirano Rosetta hace uno de sus sorprendentes descubrimientos. Galia está constituido por un núcleo de telururo de oro (AuTe2), un mineral denominado calaverita en la Tierra, cuya densidad es conocida y resulta ser de aproximadamente 10 veces mayor que la del agua. En palabras del propio profesor (las negritas son mías):

Siendo la densidad de la Tierra de unos cinco kilogramos (sic), la de Galia es el doble de la de la Tierra, pues vale diez. Sin esta circunstancia, la gravedad, en lugar de ser una séptima parte de la de la Tierra, en mi cometa sería una decimaquinta parte.”

He aquí otro ejemplo de buena física. La gravedad de un cuerpo esférico resulta ser directamente proporcional al producto del radio del cuerpo por su densidad. Como ambos eran conocidos para el profesor, resultaba elemental deducir el valor de la intensidad del campo gravitatorio del cometa. Si la densidad de Galia es el doble de la terrestre y su radio la dieciseisava parte, se concluye que la gravedad del cometa será la octava parte de la que nos sujeta al suelo en nuestro planeta.

Pero don Palmirano incluso va más allá y es capaz de estimar la masa de su querido cometa, resultando ser de 211 trillones de kilogramos.

Con los datos anteriores en la mano, resulta muy sencillo entender algunas de las observaciones llevadas a cabo por Hector Servadac y su ordenanza. Al estar a bordo de un cuerpo celeste dotado de rotación propia no era de extrañar que el Sol saliera y se pusiera por el lado opuesto al que lo hace en la Tierra o que la duración del día fuese diferente. Un tamaño tan pequeño y una gravedad tan débil en su superficie conllevarían una evidente ligereza en los movimientos de nuestros amigos, a semejanza de lo que les sucede a los astronautas cuando se desplazan por el suelo lunar. Haciendo uso de las ecuaciones del movimiento parabólico, que conoce cualquier estudiante de los primeros cursos de física, se puede comprobar fácilmente que la distancia recorrida o la altura alcanzada en un salto varían en proporción inversa al valor de la aceleración de la gravedad. Por lo tanto, en Galia, un salto efectuado en las mismas condiciones que en la Tierra llevaría a su protagonista a una distancia y una altura siete veces superior (según el profesor Rosetta) u ocho (según mis cálculos). Si en nuestro planeta, un chacal puede dar saltos de 1,5 metros de altura, a bordo del cometa no tendría demasiadas dificultades para alcanzar los 10-12 metros, tal y como atestiguaron los dos soldados franceses.

¿Cuál era la explicación para la fatiga que sentían nuestros protagonistas al caminar? ¿Por qué se debilitaba su voz? ¿Qué le sucedía al agua para que hirviese a tan sólo 66 grados centígrados? Todo esto parecían problemas menores, sobre todo si se los comparaba con otras de las decenas de inquietudes que asaltaban al capitán Servadac. Efectivamente, antes de encontrarse con el profesor Rosetta, el oficial francés no sospechaba en absoluto que se encontraba viajando por el espacio a lomos de un intrépido cometa. Muy al contrario, aún creía que se hallaba en la Tierra. ¿Qué le había sucedido a nuestro planeta? ¿Había colisionado con algún otro cuerpo celeste? ¿Por qué cada vez hacía más calor? ¿Se habría interrumpido su movimiento de traslación alrededor del Sol y se precipitaría sin remedio hacia él? ¿Adónde se dirigían? ¿Cómo iban a sobrevivir? Nuevas aventuras y sorpresas aguardaban aún… (Continuará)



De Argelia al cielo...


El capitán del estado mayor del ejército francés destacado en Mostaganem (Argelia), Héctor Servadac, bebe los vientos por el amor de una misteriosa mujer. Desafortunadamente, sufre la feroz competencia del apuesto conde ruso Wasili Timascheff, actualmente embarcado a bordo de la goleta Dobryna. Ambos contendientes se han citado en un duelo con el fin de dirimir quién será el afortunado galán con derecho a cortejo de la dama en cuestión.

Mientras compone unos encendidos versos de amor, Servadac, en compañía de su ordenanza, el dicharachero Ben-Zuf, sienten una tremenda explosión que los hace caer inconscientes boca abajo con una espantosa violencia. Al cabo de dos horas y recobrada la consciencia, comienzan a observar extraños sucesos.

Al parecer, la distancia al horizonte se ha modificado de manera ostensible, acortándose. Las olas del mar se levantan hasta alturas enormes. El disco lunar parece desmesuradamente más grande. En el firmamento hace aparición un nuevo cuerpo celeste en forma de esferoide, inmenso y flamígero. El Sol se encuentra muy alto sobre el horizonte y, sorprendentemente, se levanta por el Oeste y se pone por el Este. Cuando nuestros dos protagonistas intentan caminar, experimentan una inusual fatiga, semejante a la que sienten los alpinistas; teniendo que respirar a un ritmo más elevado de lo habitual, como si el aire fuera menos denso y estuviera menos cargado de oxígeno. Extrañamente, también se ha debilitado su voz. La sensación que experimentan es de ligereza en todos sus movimientos.

En un momento determinado, se topan con un chacal que huye asustado. Lo observan detenidamente y contemplan atónitos cómo el animal es capaz de dar saltos de unos 30 pies de altura (unos 10 metros). Le arrojan una piedra, que resulta parecer muy ligera, alcanzando una distancia de más de 500 pasos. Tras encontrarse en su periplo explorador con un foso de agua de 10 pies (unos 3 metros) de anchura, lo atraviesan fácilmente de un solo salto.

Más aún, a medida que pasan las horas, Héctor Servadac y Ben-Zuf se dan cuenta de que el día se ha reducido prácticamente a la mitad, contando únicamente con 6 horas de luz diurna. Perplejos y sin entender lo que les está sucediendo, ascienden a una colina con el fin de averiguar en qué lugar se encuentran. Desde allí observan que, a pesar de estar situados “en la cresta de aquellas altas peñas, la línea del horizonte hubiera debido situarse a una distancia de 40 km y, sin embargo, la vista se detenía a los 10 km todo lo más, como si el volumen del esferoide terrestre hubiera disminuido considerablemente en pocas horas.”

Al cabo de hora y media de ponerse el Sol, apareció un gran resplandor por encima del horizonte. ¿Se trataba de la Luna? No, dedujo rápidamente el capitán Servadac, pues en aquella época del mes se encontraba en su fase de luna nueva. Además, brillaba con un inusitado resplandor, más de lo habitual, como si estuviera más próxima. ¿Qué había sucedido? ¿Había cambiado la inclinación del eje de rotación del planeta? Si tal cosa hubiese sucedido, no tendría por qué haberse modificado la duración del día ni tampoco el valor de la intensidad de la gravedad. ¿Se encontraban nuestros amigos sumergidos en una pesadilla sin explicación?

Pasaron rápidamente los días con aquellas veloces salidas y puestas de sol y viendo que el hambre apretaba, el capitán Servadac y su ordenanza decidieron buscarse el sustento. En la primera ocasión, al ponerse a cocinar notaron con asombro que el agua hervía a tan sólo 66 ºC, unos 34 grados por debajo de lo que acostumbraba el líquido elemento, lo cual supuso un alivio para ambos, pues aquello era consistente con una disminución del espesor en la capa atmosférica y concordaba con el descenso ya observado de la densidad del aire. “Un fenómeno idéntico se hubiera producido en la cima de una montaña de 11.000 metros de altura.”

Mientras tanto, la temperatura aumentaba constantemente y de forma progresiva, algo así como si se estuvieran acercando al disco solar. Por otro lado, en las cortas noches, intentando orientarse mediante la observación de las estrellas, pudieron contemplar cómo la estrella Polar se divisaba ligeramente por encima y muy cerca del horizonte. En cambio, la nueva estrella fija parecía ahora ser Vega, la estrella más brillante en la constelación de Lira. (Continuará)