Por qué es imprescindible promover vocaciones científicas y tecnológicas

NOTA: Lo que estás a punto de leer requiere valor y tragaderas. Puede que te entusiasme, aunque lo más seguro es que tu cabreo vaya en aumento progresivamente a medida que avances en el texto. Todo es responsabilidad tuya. Conste que te he advertido.





Hace unas semanas, deambulando por Twitter, llegó a mi conocimiento un artículo titulado “¿Hay que promover vocaciones científico-tecnológicas?”, firmado por mi buen amigo Juan Ignacio Pérez. Lo cierto es que me llamaron poderosamente la atención algunas de las ideas y conclusiones a las que llegaba su autor. En varias ocasiones, a lo largo de estos años, he intentado discutir con él por Twitter cuestiones de todo ámbito y le he visto también intentarlo con otros, pero siempre he creído que no le gustaba porque resulta obvio que no es un formato muy adecuado ni que se preste a la discusión pausada y reflexiva y siempre he optado por callarme y dejarlo pasar. No obstante, en este caso y en este tema concreto, no he sido capaz de olvidarlo sin más y, por tanto, he decidido hacerlo a través de un post en mi blog. Espero sinceramente que el señor Pérez no se muestre ofendido, nunca ha sido mi intención la ofensa sino más bien todo lo contrario, esto es, expresar mis propias ideas y opiniones de forma razonada, civilizada y desde el gran cariño que le tengo. Para ello, me ha resultado más cómodo y fácil explicar las cosas citando textualmente (en color rojo) antes párrafos del artículo arriba aludido. Así pues, aunque resulte un tanto paradójico comenzaré por la conclusión general, expuesta al final del citado artículo, y que no es otra que la siguiente:

“No se trata tanto de promover unos estudios de atractivo limitado, sino de generar una cultura que valore el conocimiento en general y el conocimiento científico-tecnológico, en particular.“

Los estudios de atractivo limitado a los que hace mención son los tradicionalmente conocidos como “de ciencias”, esto es, las carreras de física, química, biología, matemáticas o las ingenierías. En términos generales, puedo llegar a estar de acuerdo con ello. Sin embargo, los párrafos que precedían a este, me resultaron un tanto desconcertantes. Para explicarme, procederé a citar textualmente algunos de ellos y los iré comentando. Excuso decir que todo cuanto refiero a continuación es exclusivamente opinión personal. No tengo certeza absoluta de cuanto me dispongo a decir, pero creo que la poca historia que conozco y la intuición de futuro que creo poseer me llevan a concluir que el título que le he puesto a este artículo es el correcto y adecuado. Juzgad por vosotros mismos, al fin y al cabo opinar suele ser bueno si se hace como es debido.

Bien, sigo con la siguiente afirmación del señor Pérez:

“Dudo, sin embargo, que iniciativas de esa naturaleza sean convenientes; también dudo de que tengan éxito; y es más, me parece que pueden tener efectos contrarios a los deseados.”

Insisto, las iniciativas a las que se refiere su autor son aquellas que tienen que ver con promover los estudios de carreras “de ciencias”. Por supuesto, no se me ocurre discutir el hecho de que promocionar ciertas cosas tenga el efecto contrario al perseguido, la gente es bastante necia, eso lo tengo clarísimo. Sin embargo, creo firmemente que no por ello se puede dejar de hacer. Porque entonces tendremos también que dejar de promover otras cosas que presentan claros beneficios para la sociedad en general y cada individuo en particular. Y estoy pensando, por ejemplo, en las campañas de la DGT para intentar paliar esa sangría que son las muertes por accidente de tráfico o estoy pensando en las campañas contra los fumadores, de las que tanto beneficio hemos sacado aquellos que no deseamos comernos el humo de otros. ¿Han generado más accidentes de tráfico las campañas de la DGT y más fumadores las campañas antitabaco? Siendo así, incluso, ¿debemos dejar de hacerlas?

Continúo, un poco más adelante, el señor Pérez afirma:

“No sabemos qué nos deparará el futuro ni qué tipos de trabajos serán necesarios dentro de unos años.”

Cierto, no se puede conocer el futuro, al menos como nos lo venden los adivinos y otros chiripitifláuticos del mundo de la farándula casposa. Las leyes de la física (sí, de la física, una de esas ciencias de interés limitado) no lo permiten. No obstante, y por eso os decía más arriba que mis limitados conocimientos de historia y mi probablemente equivocada intuición me dicen que sí podemos acercarnos a predecir con mayor o menor acierto lo que nos deparará el futuro. Expongo algunas cosas que con gran porcentaje de acierto, ocurrirán casi seguro (algunas más se pueden encontrar aquí): el final del Sol, el calentamiento global, el surgimiento de la inteligencia artificial, el impacto de un asteroide o cometa contra nuestro planeta, el agotamiento de algunas fuentes de energía. ¿Qué es lo que nos permite asegurar, con más o menos confianza, todo lo anterior? Pues la ciencia, precisamente. La misma ciencia que nos ha permitido vivir más y mejor, tener una sociedad más justa y democrática, haber alcanzado otros mundos, vislumbrar siquiera el origen de la vida y del universo donde habitamos. ¿Tengo que seguir?


Existen en el mercado editorial no pocos textos escritos por gente muy capaz, que predicen cómo y cuáles serán algunos de los trabajos del futuro (para muestra, un botón, pero hay más). No pocos de ellos guardan una relación muy estrecha con la ciencia. ¿Quién soy yo para llevarles la contraria? Más aún, cuando haya que diseñar estrategias enfocadas a la posible solución del cambio climático, o las encaminadas a desviar o interceptar un asteroide en curso de colisión con la Tierra, o tengamos que buscar una forma de generar energía limpia, barata y que no se agote, por poner solamente tres ejemplos, ¿acudiremos a los abogados, a los graduados en historia, a los poetas, a los periodistas, a los artistas, cocineros, a los sociólogos? ¿O lloraremos y nos lamentaremos por no tener muchos científicos e ingenieros? ¿Quiénes serán los encargados de salvar y recuperar la civilización? ¡Ojo! No pretendo afirmar que no sean necesarias en un mundo de seres humanos actividades exclusivamente humanas como la literatura, el arte o la historia. Pero será la ciencia la que ponga solución o, al menos, lo intente en las terribles situaciones anteriores y en muchas otras. Y para llegar a esta conclusión no es necesario ser una pitonisa.

“No acabo de ver por qué las autoridades deben favorecer unos conocimientos en detrimento de otros (siempre que se favorece algo, se hace en detrimento de lo que no es ese algo) ni siquiera aunque se piense que los que se favorecen son más necesarios que los otros.”

Este párrafo no sé muy bien cómo interpretarlo. O sea, que cuando favorecemos una cosa estamos desfavoreciendo todo lo que no sea esa misma cosa. Y todo a pesar de que pensemos que esa cosa que se favorece es más necesaria que todo lo demás. Buf, parece un trabalenguas. Sin embargo, me viene inmediatamente a la cabeza el feminismo (y ahora es cuando me llueven las hostias como si fuera esto el Diluvio Universal). En conclusión, que si favorecemos a las mujeres estamos perjudicando a todo lo que no son mujeres (entre ello los hombres, los niños, los coches, las hortalizas, las piedras, el chocolate y muchas cosas más). Favorecer el feminismo va en detrimento de todo cuanto no es feminismo aunque se piense que el feminismo es más necesario que el no feminismo. Esto está feo, ¿no? No lo sé, no lo tengo muy claro. Igual sí favorecer los lugares libres de humos va en contra de los fumadores pero ¿qué cojones? Que se jodan. Quizá favorecer a los que conducen bien y con precaución y responsabilidad perjudique a los macarras y los cabrones que van haciendo rally por las carreteras, jugándose tanto su vida como la de otros, pero ¿qué cojones? Que se jodan. No sé si me explico… ¿Por qué no vamos a favorecer los conocimientos científicos? ¿Estamos con ello perjudicando o animando a que la gente no tenga conocimientos no científicos? ¿Estamos perjudicando a las personas que quieran cursar unos estudios “de letras”? Sinceramente, yo creo que no. Y aunque así fuera, me reafirmo en lo que dije un poco más arriba, esto es, ASTEROIDE. 

“Nunca deberíamos dejar de reivindicar el interés del conocimiento por sí mismo, al menos a la hora de ensalzar su valor.”

Completamente de acuerdo, pero lo uno no quita lo otro. Favorecer, promover, promocionar las ciencias ¿no es reivindicar el interés del conocimiento? Nada más que decir. Circulen.

“Es muy posible que el simple hecho de que se formule de forma tan explícita la necesidad e importancia de promover unas determinadas vocaciones sea suficiente para que los supuestos interesados recelen de su atractivo real. Esa forma de abordar el asunto puede ser, de hecho, disuasoria.”

“Si vuelvo la vista atrás y miro a quien era yo hace cuarenta años, si algún adulto o autoridad me hubiese animado a estudiar ciencias, o hubiese oído en la radio que era muy importante promover vocaciones científicas, lo más probable es que hubiese optado por estudiar historia o algo similar.”

Acabáramos, la educación y todo el sistema educativo han volado por los aires. Si por promover algo lo que vamos a conseguir es todo lo contrario, entonces dejemos de educar a nuestros hijos y de enseñar a nuestros estudiantes porque solamente conseguiremos rechazo y que hagan todo lo opuesto a lo que les estamos pidiendo. Sin duda, recelarán del atractivo real de la educación, el conocimiento y la cultura. Nada que no sepamos todos los profesores y padres del mundo, es decir, que nuestros hijos y alumnos siempre tenderán a desobedecer. Está bien, puedo vivir con ello y seguiré intentándolo de todas formas. Porque pienso que es lo correcto y que es por su bien, aunque puedo equivocarme, por supuesto, que en esto de la pedagogía hay tantas opiniones y tesis como pedagogos.

El segundo párrafo aún me solivianta más, si cabe. Propongo entonces lo siguiente: para fomentar las vocaciones científicas, recomendemos sibilinamente las vocaciones de ciencias sociales, arte, y demás. O hagamos lo que hacen nuestras ínclitas cadenas de televisión con programas como MasterChef, donde se promueven las vocaciones culinarias o con programas como Mujeres y Hombres y Viceversa o Gran Hermano, donde se promueve… bueno, no sé qué es lo que se promueve, pero lo que sí sé es que muchos chavales quieren ir a esos programas y ganarse así un buen empleo. No me parece a mí que promover esos programas sea disuasorio para muchos chavales de hoy. Por cierto, si animamos a que la gente no fume, no consuma alcohol y a que conduzca con prudencia y responsabilidad, ¿los estaremos disuadiendo de que lo hagan? Puede que sea muy progre o moderno ir contra el consenso o llevar la contraria por costumbre, pero yo pienso que lo anterior a lo único que puede conducir es a caer en el negacionismo de muchas cosas (cambio climático, evolución de las especies, y más).

“en realidad sí creo que quienes opten por esos estudios tendrán más oportunidades en sus vidas […] me parece importante que haya más mujeres en esos sectores profesionales.”

En estas aseveraciones también estoy de acuerdo, aunque me da la sensación de que se contradicen con otras anteriores. Si no fuese así, ¿cómo lo vamos a conseguir? ¿Sin promoción? ¿Cómo haremos para que haya más mujeres en esos sectores profesionales? ¿Fomentando el hecho de que “el conocimiento es atractivo per se”? En un mundo ideal puedo coincidir, eso sería lo deseable, que sin fomentar ni promover nada todo el mundo hiciese lo correcto. No obstante, vivimos en el mundo real y si queremos que el machismo y el dominio de los hombres no sea tal en las profesiones científicas y tecnológicas, lo que debemos hacer es lo que ya muchos y muchas están haciendo (incluido el propio Juan Ignacio Pérez) y que no es otra cosa que adoptar la discriminación positiva. ¿Acaso no se intenta ya por todos los medios tener igual número de ponentes masculinos y femeninos en los eventos que se organizan por toda la geografía nacional? ¿Y no vivimos mejor así? Pues eso…

“Es fundamental eliminar ese carácter genial que se atribuye a las gentes de ciencia.”

“Por razones similares debe eliminarse la connotación sacerdotal de la vocación científica. Los científicos no vivimos para la ciencia, simplemente la practicamos o nos dedicamos a tareas relacionadas.”

Vale, los científicos no somos genios, pero sí que somos gente capaz de entender las cosas “de letras” y también las “de ciencias”. Los que no son científicos ya me entran más dudas sobre que sean capaces de entender la ciencia o su lenguaje y sus métodos. En cambio, si comprendes la física, la química, la biología o las matemáticas, puedes comprender cualquier otra cosa. La ciencia prepara para los problemas complejos, forma la mente y potencia el talento. Y esto puede doler a quien ya sabéis, pero es la realidad, guste o no. Vale, cuantificar lo anterior puede resultar muy difícil o imposible, pero está claro que superar unos estudios de ciencias requiere un esfuerzo mucho mayor que unos estudios de letras. Y si no, que hagan la prueba los estudiantes de carreras “de letras”. Por lo general, estos odian la ciencia y suelen mostrarse hostiles hacia ella; en cambio, los estudiantes de ciencias o los profesionales de la ciencia y la tecnología gustan de leer y estudiar cosas “de letras”. Son más cultos, si se quiere expresar así.


No, por supuesto que los científicos no vivimos por la ciencia pero está claro que esta requiere más esfuerzo y constancia que otras actividades profesionales. A propósito de esto, me viene a la cabeza la conversación que tuve hace un par de semanas con una compañera de la universidad. Me comentaba que el aparcamiento de una facultad de letras que está al lado de la nuestra siempre está prácticamente vacío por las tardes. No entendí muy bien lo que me quería decir…

“no todo el mundo está dotado para ello”

Obvio, ya lo dije antes. De acuerdo, la gente “de ciencias” suele ser especialmente dotada, en general, cosa que no ocurre con muchas de las personas “de letras”. Por supuesto, siempre hay excepciones. Parece que el señor Pérez y yo estamos de acuerdo en esto. Y no solamente nosotros, probad a leer el libro de Carlos Elías “La razón estrangulada” y veréis que mis opiniones son juegos de niños inocentes y cándidos en comparación.

“Es imperativo que la gente de todas las edades y ámbitos sociales se familiarice con el hecho científico.”

Vale, volvemos otra vez al punto de partida. ¿Cómo se hace esto? Sí, sí, ya lo sé: reivindicando el interés del conocimiento por sí mismo. Pero os recuerdo que esto también lo he dicho ya, esto sería en un mundo ideal, no en el que vivimos. ¿Para qué organizamos entonces y asistimos a eventos de divulgación científica si no es para contribuir a que la gente se familiarice con el hecho científico? Claro que esto también se consigue, en parte, en los colegios e institutos de nuestro país, pero los eventos de divulgación son muy importantes en esta labor. Y en este momento, tengo que romper una lanza en favor de los que como yo mismo nos dedicamos a la divulgación científica blanda (más conocida como popularización). Si el objetivo es que gente de todas las edades y ámbitos sociales se familiarice con el hecho científico, eso no se logra con divulgación dura ni con charlas-espectáculo en las que se recita poesía o se cantan con letras más o menos ingeniosas y brillantes, cosas que únicamente somos capaces de comprender los muy fans o los profesionales de la ciencia o su divulgación. Se hace bajando al barro y yendo a lo básico, a lo curioso, al sentido de maravilla de las personas, a su capacidad para sorprenderse, para soñar. Si esto no es así, siempre correremos ese riesgo del que el señor Pérez nos advierte: que la gente desconecte y salga disuadida de dedicarse o, al menos, querer comprender menos el mundo en que viven. No será por promover, promocionar o fomentar, sino por hacer todo eso pero hacerlo mal. Se divulga por y para los demás, no para lucirse uno personalmente. Y cada vez veo más de esto último en el mundo de la divulgación científica. Lamentablemente.

Casi estoy terminando. Si has llegado hasta aquí, intrépido lector, te mereces todo lo bueno que te pase. No quiero irme sin proponer yo mismo mi pequeña, mi diminuta e insignificante contribución a la hora de alcanzar lo que predico y que no es otra cosa que la de fomentar las vocaciones científicas y tecnológicas. Porque pienso, acertada o equivocadamente, que si hay más personas que se dedican a la ciencia, nuestro mundo será mejor y podremos resolver no pocos problemas que nos acechan y que el futuro próximo nos deparará con toda seguridad, como ya dije hace unos cuantos párrafos.

Quiero finalizar, pues, comentando otra idea que aparece a lo largo del libro “La razón estrangulada” de Carlos Elías y con la que comulgo al cien por cien. Para Carlos, la culpa de que la ciencia esté en declive y cada vez menos chavales elijan dedicarse a las profesiones relacionadas con ella se encuentra en los medios de comunicación, en la prensa escrita, en la televisión y el cine. Es aquí donde se ofrece continuamente una imagen completamente distorsionada de lo que es el mundo de la ciencia y de los científicos, contribuyendo a crear estereotipos que perjudican, cuando no ridiculizan tanto a una como a los otros. Por otro lado, están los políticos y los gobernantes, los encargados de tomar las decisiones importantes, tanto en materia social como científica. Y, desgraciadamente, aquí viene el gran problema en opinión de Carlos Elías, pues esos gobernantes y políticos, generalmente, son economistas, abogados, licenciados en historia o filosofía. Muy pocos tienen estudios o preparación científica y cuando la tienen parecen haberla olvidado hace años. Esta gente que, como decía anteriormente, suele estar predispuesta en contra de la ciencia, es la que decide por todos nosotros y en no pocas ocasiones se equivoca de pleno, con unas consecuencias desastrosas que hipotecan el futuro de mucha gente durante años. Ellos son los encargados de tomar las medidas dedicadas a paliar y/o solucionar el cambio climático (escuchando o ignorando a los expertos científicos), a decidir si invertir en energía nuclear, a desviar unos fondos u otros al estudio del origen de la vida o el universo, a aprobar unas leyes que establezcan las materias a estudiar en el Bachillerato, etc., etc., etc. Si no, ¿cómo me explicáis que en los Bachilleratos “de letras” no se cursen materias como la física, la química, la biología o las matemáticas, mientras que en los “de ciencias” haya que cursar obligatoriamente filosofía, literatura o historia? Porque los que gobiernan, los que deciden, los que mandan son “de letras”. No por obvio resulta menos cierto y doloroso.

Así pues, ¿hay que promover las vocaciones científicas y tecnológicas? Si aún no te ha quedado claro, puedo darte otra docena de razones, pero con las que he expuesto hasta ahora, creo que es más que suficiente. No solamente hay que promoverlas, sino que lo considero imprescindible.  Hasta que logremos poder hacerlo en igualdad de condiciones en los medios de masas como la televisión, donde yo creo que está la clave de todo este asunto. Si se creasen programas espectáculo como MasterChef (recuerdo, siendo chaval, un programa concurso en TV en el que se fomentaban vocaciones musicales, con chavales concursando con unos conocimientos impresionantes) pero para chavales que se dedicasen a hacer trabajos científicos, a buscar y fomentar el talento científico, jóvenes inventores, con ideas brillantes y aptitudes para el trabajo científico y tecnológico, rodeando a esos chavales de grandes figuras científicas (¿habéis visto los brincos que dan los concursantes de MasterChef cuando les llevan a Martín Berasategui o a los hermanos Roca?), si creásemos ídolos con los que se identificasen nuestros hijos y estudiantes, ¿no se lograría el objetivo de vivir en un mundo mejor, más racional, más justo y responsable? Es mi opinión, claro.

Un científico en el supermercado (reseña)

Me gusta mucho leer y suelo leer muchas cosas: ensayo, divulgación, filosofía, novelas. Mi promedio desde hace años es de 50 libros anuales, esto es, aproximadamente un libro a la semana. Suelo leer más de un libro simultáneamente y antes de terminar ya tengo decidido cuál o cuáles van a ser los siguientes en pasar por la trituradora de mi cerebro. Procedo así, sea bueno o malo, mejor o peor, pero solamente rompo esta regla cuando un amigo publica un libro, porque los amigos son lo más importante después de la familia.

José Manuel López Nicolás es amigo mío desde hace ya unos cuantos años. Él dice que soy mala gente pero que a mí me lo perdona todo. Esto también es de ser amigos y las pocas veces que nos vemos, disfrutamos (creo) el uno del otro, nos reímos, charlamos, y también compartimos penas, yo más que él porque es un tipo fuerte y yo un alfeñique. Casi nunca estamos de acuerdo porque él suele equivocarse a menudo y, no obstante, cuando, tristemente, nos tenemos que despedir solemos darnos un beso (casto, ¿eh?) porque los hombres también se besan aunque sean heterosexuales y hay que hacerlo más. Siempre le echo de menos porque le necesito...

Sin embargo, no estoy aquí, en mi blog, casi un año después de la última vez para contar mis tribulaciones, sino para reseñar su penúltimo libro, Un científico en el supermercado, que acaba de ver la luz gracias a Planeta de Libros. Un libro que, creo yo, marcará un camino a seguir en la divulgación en nuestro idioma. Y esto es muchísimo, os lo aseguro.

Un científico en el supermercado se lee como una novela, y esta es su segunda mejor virtud. Porque la primera es su categoría, lo que hay dentro: su inmensa capacidad de aglutinar no pocas disciplinas científicas como la física, la química, la biología, la matemática y muchas de sus ramas tales como la nanotecnología, la genómica, la proteómica, etc., etc.

Resulta muy fácil leer el libro de José pero os puedo asegurar que no es nada sencillo escribir de esa forma que solamente él sabe. Por sus poco más de 300 páginas desfilan el marketing pseudocientífico que a buen seguro conocéis todos los que leáis su blog Scientia, la quimiofobia que nos invade, la alimentación de los astronautas, los peligros y riesgos del consumo irresponsable de las bebidas energéticas, la cosmética, la homeopatía, la ciencia del deporte de élite en lo referente a la ropa, las pelotas de tenis, las raquetas. José es capaz de triturar sin piedad a los personajes famosos que anuncian sin pudor, sirviéndose de su imagen pública, productos con escasa o ninguna utilidad, haciéndonos creer en fundamentos científicos sin ninguna base que los sustente. No los nombra pero resultan todos ellos fácilmente reconocibles e identificables. Justo por esta razón resultan más dañinos y peligrosos, lo cual da idea de su poder mediático y de influencia.

Un científico en el supermercado está escrito en un estilo que no suele ser habitual en la divulgación actual: en forma de diálogos o conversaciones con diferentes personajes. Unas veces son amigos o compañeros de trabajo del autor, otras veces su dicharachera hija Ruth y, cómo no, su peculiar y parlanchina abuela. Las charlas con estos personajes son las disculpas que introduce José en el texto para compartir con nosotros todo su saber y su conocimiento, su experiencia como investigador y científico, pero también como consumidor y persona. Tan pronto diserta sobre alimentación, pesticidas, antibióticos, aceite de palma, productos sin lactosa o gluten, detox, suplementos vitamínicos, enriquecidos con vitaminas, naturales  y ecológicos, el azúcar libre o añadida, como se pasa a la alimentación del futuro próximo (insectos, medusas o carne sintética). Y, de repente, se sale con un curso multidisciplinar acelerado sobre la ciencia en el arte o el cine, en los toros o en las procesiones de Semana Santa, de las que presume con orgullo ser aficionado herniado. Él vale para todo, incluidas las matemáticas del sorteo de la lotería de Navidad, o los distintos tonos de color en el pelaje de los gatos, las curiosas técnicas para beber de felinos y perros, elefantes o caballos. Aquí entra todo. En este sentido, Un científico en el supermercado es una pequeña gran enciclopedia científica.

Hacedme caso y leed esta joya porque puede que no volváis a encontrar otra, a no ser que a José le dé por volver a la carga con otro de sus trabajos. No os perdáis, en especial, el capítulo 11 porque es una maravilla, un sentido homenaje a la forma en que trabaja la ciencia, tanto básica como aplicada. Ojalá todo el mundo fuese consciente de esto. Un científico en el supermercado constituye un compendio de pequeñas cosas que hacen que el conjunto sea mucho más que la suma de las partes, nos muestra el camino para ser cultos (porque la Ciencia es Cultura, con mayúsculas), constituye un arma muy poderosa en manos de los ciudadanos, una herramienta que puede evitar que seamos manipulados o engañados y, sobre todo, que nos hará más libres para tomar nuestras propias decisiones. Un pequeño GRAN libro que os hará contemplar el mundo con otros ojos y ya nunca volveréis a ver igual. Estáis atrapados...