El que te la chupa ajos no come

Probablemente no haya en toda la historia del cine un tema tan tratado como es el de los vampiros, esos seres que una vez fueron humanos mortales, para convertirse posteriormente en criaturas no-muertas, es decir, a medio camino entre el cachondo y divertido más acá y el misterioso más allá.

El mito vampírico se remonta a la más lejana antigüedad y hoy en día está tan desvirtuado que resulta realmente complicado esclarecer sus orígenes reales. Pero no temáis, no os aburriré aquí con un montón de datos e informaciones sobre los orígenes del vampirismo, sino que me centraré más bien en analizar ciertos detalles que me parecen interesantes desde el punto de vista científico. Dejadme antes que introduzca un poco el tema.

La imagen que casi todos tenemos de los vampiros se corresponde con la que nos han ido transmitiendo tanto el cine como la literatura. En el primero destacan las películas de la mítica productora británica Hammer, que durante las décadas de 1960 y 1970 filmó hasta 16 cintas sobre vampiros, casi siempre centradas en el personaje del conde Drácula y muchas de ellas protagonizadas por el famoso Christopher Lee. Podéis encontrar gran cantidad de información sobre el tema en el estupendo libro Hammer: la casa del terror, de Juan M. Corral, publicada por Calamar Ediciones en 2003. En la segunda, es obligatorio mencionar la inmortal novela de Bram Stoker, quizá la obra más influyente en toda la historia del tema. Ya es archisabido que el escritor irlandés se inspiró muy probablemente en personajes históricos como Vlad Tepes, un príncipe de Valaquia que vivió en el siglo XV, y en la noble transilvana Erzsébet Báthory, conocida como la “condesa sangrienta”, por su afición a bañarse en sangre humana de las más de 600 jóvenes a las que contrataba a su servicio y asesinaba durante el siglo XVI.

A partir de la novela de Stoker, a los vampiros les han sido atribuidas toda clase de hazañas y poderes sobrenaturales. Son criaturas que se alimentan de sangre fresca, a poder ser humana, aunque en ocasiones pueden sobrevivir a base de sangre animal, como hacen los protagonistas de Entrevista con el vampiro (Interview with the vampire, 1994); otras veces absorben el “fluido vital”, como en Fuerza vital (Lifeforce, 1985). Pueden infectar a otras personas al morderlas y convertirlas, a su vez, en otros vampiros. Se pueden transformar a voluntad en murciélagos, lobos e incluso en humo o vapor fosforescente, como en Drácula, de Bram Stoker (Dracula, 1992). Se pueden ahuyentar utilizando crucifijos o cualquier otra forma de cruz, cabezas o flores de ajo (en Cataluña y Levante no hay vampiros debido a la gran afición por el alioli) y hasta el delicado aroma de las rosas (así, así, nada de mariconadas). Proyectan sombra, pudiéndola mover a voluntad (vaya una gilipollez, yo también la muevo a voluntad) y no se reflejan en los espejos. A semejanza de los superhéroes, están dotados de una descomunal fuerza, invulnerabilidad, rápida capacidad de curación y regeneración. Para acabar con ellos, es necesario exponerlos a la luz solar, empalarlos con una estaca atravesándoles el corazón o decapitarlos, tras lo cual suelen trocarse en un montoncillo de cenizas humeantes.

Consideremos algunas de estas curiosas propiedades de los vampiros y otras las dejaré para que vosotros mismos las podáis reflexionar o leer en los cientos de referencias que hay por el ancho y proceloso océano de la información. Me refiero en concreto a enfermedades como la rabia o la porfiria, que podrían dar cuenta de ciertos comportamientos atribuidos a las criaturas de la noche.


En primer lugar, hablaré sobre la capacidad de transformarse en otras criaturas como murciélagos o lobos o en vapor (lo de la fosforescencia me lo saltaré). Bien, semejante propiedad debe verificar la ley de conservación de la masa-energía. Quiere esto decir que si un objeto o cuerpo de una cierta masa, como puede ser un vampiro, se convierte en un animal con una masa diferente, la diferencia entre ambas no puede desaparecer de cualquier forma. El ejemplo más sencillo es el del murciélago. Pongamos que el conde Drácula, bajo su aspecto humanoide, pesa unos 80 kg y que para asustarnos se transforma en un murciélago de 1 kg. ¿Qué ha pasado con los 79 kg de materia que faltan? ¿Se han perdido? ¿Dónde han ido a parar? Según la famosa ecuación de Einstein, la materia y la energía son equivalentes y, por lo tanto, esos 79 kg deberían haber dado lugar a un fogonazo de 1700 megatones (la décima parte del arsenal nuclear de todo el planeta). Pero esto no es todo. Efectivamente, ¿qué ocurrirá cuando quiera volver  a recuperar su "estado" de conde Drácula? ¿De dónde sacará la masa necesaria? No le queda más remedio que sintetizarla a partir de una cantidad equivalente de energía. Pero es que aunque dispusisese de dicha cantidad de energía, la operación no resulta tan sencilla, pues a pesar de que la ecuación de Einstein predice tanto la conversión de masa en energía como viceversa, a la hora de la verdad resulta mucho más favorecida la primera. En las detonaciones nucleares tenemos la prueba. Es en ellas donde una pequeña cantidad de masa se libera en forma de energía con una violencia desatada. Por otro lado, la prueba de la segunda transformación se encuentra en los aceleradores de partículas, donde éstas son aceleradas hasta enormes velocidades (energía cinética) y tras hacerlas colisionar se producen partículas nuevas, es decir, materia nueva a partir de energía.

Casi que a la vista de las líneas anteriores, es preferible que nuestro succionador enemigo decida vaporizarse, pues dicha operación únicamente requeriría absorber una cantidad de energía correspondiente al calor de sublimación del cuerpo humano (no-humano, en este caso).

Me referiré a continuación a la extraordinaria capacidad de estos seres para no reflejar su imagen en los espejos. Normalmente, un espejo consta de dos superficies, una de ellas opaca al estar recubierta con una capa de estaño o de mercurio y la otra reflejante por estar cubierta con una capa de plata. Cuando una persona normal se mira en el espejo, se ve porque la luz que refleja su cuerpo rebota en la superficie del espejo y vuelve hacia sus ojos. Para que alguien o algo no se reflejase, tendría que suceder una de las dos cosas siguientes: o bien ese alguien (el vampiro) es capaz de absorber toda la luz que incide sobre él, no dejando escapar fotón alguno hacia el espejo, o bien la luz reflejada por el vampiro que llegase al espejo fuese toda ella absorbida por el mismo. En el primer caso, el vampiro sería completamente negro, cosa que no se observa en las películas. En el segundo, se da una contradicción flagrante, ya que no hay ninguna razón para que el espejo absorba la luz procedente del cuerpo del vampiro y no la de cualquier otra persona u objeto, no reflejándose tampoco ninguno de éstos.

Por último, quisiera terminar tratando el asunto de la reproducción de los vampiros. No me refiero a si echan polvetes o no, ponen huevos, depositan esporas o similar, sino más bien a la forma y las consecuencias de transmitir su estigma por el mundo, contagiando a seres humanos normales. Para ello, voy a seguir un razonamiento similar al llevado a cabo por Costas Efthimiou, en su artículo Cinema Fiction vs Physics Reality: Ghosts, Vampires and Zombies, y que podéis encontrar gratis en este sitio.

Cogeré a Vlad Tepes (Vlad Draculea) como primer vampiro de la historia y supondré que su aventura como chupador de sangre comenzó a finales del siglo XV, cuando el mundo contaba con unos 450 millones de habitantes. Suponed que semejante cabronazo mordiese a su primera desdichada víctima el mismo día de su muerte, el 14 de diciembre de 1476. En ese momento, habría en el mundo 2 vampiros y 449.999.999 humanos mortales. La siguiente vez que decidiesen salir de juerga y alimentarse de sangre y, suponiendo que cada uno de ellos picase, cual hercúleo mosquito, a una sola persona, nos encontraríamos con un planeta habitado por 4 vampiros y 449.999.997 afortunados. La orgía sangrienta iría creciendo rápidamente, con 8 vampiros y 449.999.993 humanos, 16 vampiros y 449.999.985 humanos y así, sucesivamente. Y la cosa aún iría peor si en lugar de atacar cada vampiro a una sola persona, lo hiciese a otras dos o tres, cuatro, etc. Resulta muy sencillo generalizar, y así me lo he permitido yo mismo, los resultados del profesor Efthimiou obtenidos en su cálculo (él lo hizo con una sola mordedura por vampiro y con una frecuencia mensual, es decir, al parecer únicamente se aventuran fuera de sus ataúdes con la menstruación, un misterio aún por desvelar). Pues bien, llamando N a la población mundial inicial y m al número de víctimas mordidas por un solo vampiro en cada incursión nocturna, se obtiene que la cantidad de ataques requeridos por las hordas vampíricas para acabar con la especie humana viene dada por la sencilla expresión log(N+1)/log(m+1), donde “log” representa el logaritmo neperiano del número que aparece entre paréntesis. Con 450 millones de potenciales víctimas y un ataque por vampiro y por mes, la raza humana desaparecería de la faz de la Tierra en tan sólo 29 meses. Con dos ataques por vampiro, nos extinguiríamos en 19 meses; con tres en 15 meses; con cuatro en 13 meses; con un frenesí devorador de 5 víctimas por vampiro, nuestra esperanza de vida sería de un año, como máximo. Por supuesto, los resultados anteriores son igualmente válidos cambiando la palabra “meses” por “días” si los vampiros decidiesen divertirse cada noche. Ni siquiera con una población mundial como la actual (unos 7000 millones) conseguiríamos subsistir más de 34 meses, tan sólo cinco más que en el ejemplo de arriba.


Evidentemente, he usado para todo este análisis un modelo demasiado simple, dejando evolucionar libremente un sistema formado por predadores (los vampiros) y presas (los humanos), despreciando cantidad de factores que podrían influir en el crecimiento o decrecimiento del número de individuos (tasas de natalidad y mortalidad, por ejemplo). Aun considerando modelos más sofisticados, conocidos como problemas de Volterra, las conclusiones finales no diferirían sustancialmente. Por ejemplo, un comportamiento típico que suele aparecer cuando se estudia la dinámica de una cierta población de predadores y presas consiste en que, a medida que crece el número de los primeros, desciende consecuentemente el de las segundas. Esto trae como consecuencia que paulatinamente comience a descender, asimismo, la cantidad de predadores al no poder alimentarse todos. Una vez estabilizada la situación, las presas comienzan a reproducirse de nuevo, pues no hay suficientes predadores que acaben con ellas. Al crecer de forma incontrolada la cantidad de alimento, los predadores vuelven a proliferar y el ciclo se repite una y otra vez. Sin embargo, la pega de este argumento es que la población mundial nunca ha experimentado estos ciclos en su población a lo largo de su historia.


Así pues, surgen las siguientes cuestiones: ¿somos todos vampiros o, al menos, seres híbridos como Blade? ¿Existen Van Helsing, Buffy y otros cazadores de vampiros capaces de controlar la expansión incontrolada de éstos? ¿Se alimentan los vampiros solamente cada 1000 años? ¿Estamos todos locos o qué? ¿Cómo se puede divagar sobre semejantes chorradas? ¿No será todo mucho más sencillo y, aplicando la navaja de Occam, deberíamos concluir que los vampiros no existen? Mientras tanto, permaneced alerta, cerrad vuestras puertas y protegedlas con ristras de ajos, no frecuentéis los senderos oscuros y solitarios y llevad siempre encima un crucifijo. Después de todo, puede que las matemáticas y la física no siempre estén en lo cierto. ¡Ñam, ñam…!



¿Podrían existir dos planetas Tierra en la misma órbita?

En 1969, Gerry y Sylvia Anderson, los célebres productores de series televisivas de éxito como Thunderbirds, UFO y Space 1999, se introdujeron en el mundo de la gran pantalla con un proyecto de lo más curioso. Se trataba de Journey to the far side of the Sun, también conocida como Doppelganger (término proveniente del vocablo alemán dopplegänger, utilizado para designar el doble fantasmagórico de una persona viva). En esta película, se abordaba el tema de una “contra-Tierra”, es decir, la existencia de un planeta en la misma órbita que el nuestro, pero situado en el lado opuesto del Sol. El coronel Glenn Ross, el astronauta más capacitado de la época, es puesto al mando de una nave espacial con rumbo a nuestro planeta gemelo, en compañía del científico John Kane. Tras un periplo de tres semanas, lo cual arroja una velocidad media de nada menos que 600.000 km/h, nuestros intrépidos protagonistas se estrellan contra la dura superficie rocosa del doppleganger planetario. Allí son rescatados por los mismos que aparentemente les habían enviado tres semanas atrás en su misión de exploración, quienes quedan enormemente perplejos. Sin embargo, Ross y Kane afirman haber alcanzado su destino y no encontrarse en la Tierra. ¿Qué ha sucedido?

Pues será mejor que veáis la película si queréis averiguarlo porque yo no pienso contároslo, que después me acusáis de destripar argumentos. Hace tiempo que había oído hablar de esta película y durante un viaje de ocio a Escocia la encontré en una tienda de saldo, con lo que no dudé ni un momento en adquirirla. Una vez de vuelta, tumbado en el sofá de casa, pude al fin disfrutarla.

En fin, después de las típicas y absurdas chorradas de casi siempre, empecemos con el asunto que nos ocupa. ¿Resulta creíble la hipótesis de la existencia de un planeta X situado en la misma órbita que otro? ¿Qué sucedería si tal cosa fuese posible?


La cuestión anterior ha llamado la atención de físicos y matemáticos desde que sir Isaac Newton enunciara su célebre ley de la gravitación universal, hace ya unos cuantos añitos. Las leyes de Kepler de los movimientos planetarios establecían que los planetas debían describir órbitas elípticas en torno al Sol, empleando un tiempo en recorrer su camino que resultaba ser directamente proporcional a la distancia promedio a la estrella. Esto significaba que cuanto más lejos se encontrara el planeta del Sol, tanto mayor sería el tiempo invertido en recorrer la elipse correspondiente. Por ello, Mercurio posee un año de 88 días terrestres, Venus de 224 días, Marte de 686 días, y así sucesivamente. Pero lo anterior solamente funciona hasta cierto punto, pues Kepler suponía que sobre cada planeta únicamente actuaba la influencia gravitatoria del Sol y no la de todos los demás cuerpos del sistema solar. Así, siempre sería posible situar un satélite entre la Tierra y el Sol, por ejemplo, que mantuviese una posición fija respecto a nuestro planeta y no que girase más rápidamente que la Tierra (como afirmaba Kepler) por estar más cerca que ella del Sol. ¿Por qué sucedería esto? Pues por la sencilla razón de que parte del tirón atractivo gravitatorio del Sol sobre el satélite se vería compensado por el debido a la Tierra, que lo ejercería en el sentido opuesto al primero.


El problema del movimiento de dos cuerpos era perfectamente conocido y estaba resuelto de forma analítica ya en el siglo XVII. En cambio, cuando se introducía un tercer cuerpo, las ecuaciones se complicaban excesivamente, no siendo posible hallar una solución general en forma cerrada. Sería con la llegada de los computadores, mucho más tarde, cuando los análisis numéricos comenzasen a proliferar. Sin embargo, hace ya casi tres siglos que se conocen soluciones aproximadas al conocido como problema de los tres cuerpos. Había sido el célebre matemático Leonhard Euler quien había analizado la situación particular en la que uno de los tres cuerpos era mucho menos masivo que los otros dos (por ejemplo, los casos de la Luna o el de una nave o colonia espacial  con respecto al sistema Sol-Tierra) y siempre que las órbitas, en lugar de elípticas, fuesen circulares. Así, Euler fue capaz de encontrar tres puntos, todos ellos situados sobre la misma línea recta, en los cuales se verificaba que la posición del tercer cuerpo (el de masa mucho menor que los otros dos) permanecería fija con respecto a los dos cuerpos principales, debido a la compensación de las fuerzas atractivas de ambos con la fuerza centrífuga propia de la trayectoria circular. Posteriormente, Joseph Louis Lagrange, en 1772 encontró otros dos puntos más en los que se verificaban las mismas condiciones que en los tres hallados por su maestro. Estos dos puntos se encontraban a mitad de distancia entre los dos cuerpos masivos, uno por encima y otro por debajo de la línea que une ambos y formando con ellos sendos triángulos equiláteros. Posteriormente, a estos puntos se les denominaría troyanos, pues fueron hallados asteroides situados en sus proximidades en la órbita de Júpiter (en el cinturón de asteroides, situado entre las órbitas de Marte y Júpiter) y que habían sido bautizados con nombres de héroes en la guerra de Troya. Actualmente, a los cinco puntos encontrados por Euler y Lagrange se les suele conocer de una forma no muy original como L1, L2, L3, L4 y L5. También como puntos de Euler-Lagrange o, simplemente, puntos de Lagrange.


Si tomamos el caso particular del sistema Sol-Tierra, L1 se encuentra entre ellos, a una distancia aproximada de 1,5 millones de kilómetros de la Tierra; L2 a la misma distancia pero más allá de nuestro planeta; L3 se sitúa unos 188 km más allá del radio de la órbita terrestre (150.000.000 km), en el lado opuesto del Sol al que se halle la Tierra; L4 y L5 están a algo más de 20 millones de kilómetros por delante y por detrás de la Tierra, respectivamente, y unos 450 kilómetros más cerca del Sol que ésta.

Los puntos de Lagrange y la hipotética existencia de un planeta en la misma órbita que la Tierra han sido tratados en no pocas ocasiones, tanto en el cine como en la literatura de ciencia ficción. Así, se pueden encontrar films menores como L5: First city in space, donde una colonia humana se encuentra habitando, 100 años en el futuro, una ciudad situada en el punto L5 de la órbita terrestre; asimismo en el episodio nº 151 de Star Trek: la próxima generación, titulado “Los supervivientes”. Larry Niven y Jerry Pournelle tratan el tema en su novela La paja en el ojo de Dios (The mote in God’s eye, 1974) y su secuela El tercer brazo (The gripping hand, 1993); los puntos de Lagrange del sistema Tierra-Luna aparecen en la novela de Arthur C. Clarke Naufragio en el mar selenita (A fall of moondust, 1961); los 26 libros de las crónicas de Gor, de John Norman, describen la vida en el planeta Gor, situado al otro lado de nuestro Sol; Isaac Asimov en Engañabobos (Sucker bait, 1954) narra las peripecias de una expedición enviada al planeta Troas, situado en uno de los puntos de Lagrange de un sistema binario de estrellas localizado en el cúmulo globular M13, en busca de una misión anterior que ha desaparecido de forma misteriosa. Finalmente, nuestro Pascual Enguídanos, oculto por el seudónimo de George H. White (lo extranjero siempre vende más y mejor) abordó el tema en su serie Más allá del Sol, donde unos platillos volantes parecen provenir de un planeta situado al otro lado del Sol y no con muy buenas intenciones.

Volviendo una vez más a la física, hay que decir que los puntos de Lagrange fueron considerados, al principio, como meras curiosidades matemáticas. Fue con el descubrimiento de los asteroides troyanos cuando se les empezó a dar importancia y actualmente se conocen cuerpos celestes situados en los puntos lagrangianos de multitud de sistemas, como Sol-Júpiter (el cinturón de asteroides), Sol-Marte, Tierra-Luna, Sol-Neptuno, Saturno-Tetis, Saturno-Dione, etc. Cuando estos puntos se estudian con detenimiento, se observan cosas realmente curiosas. Quizá la más llamativa sea la que tiene que ver con la estabilidad de los mismos. En efecto, los puntos L4 y L5 son estables, pero siempre y cuando se cumpla que el cociente entre las masas de los dos cuerpos mayores sea mayor que 24,96. Por ejemplo, el sistema Sol-Tierra presenta un valor para el cociente anterior de 333.333; el sistema Tierra-Luna de 81; el Sol-Júpiter de 1053 y el sistema binario en M13 de la novela de Asimov citada más arriba de 1,5 . Todos los puntos L4 y L5 de sus órbitas, excepto en el último caso, (lo siento, amigo Asimov) son confortablemente estables y seguramente esta sea la razón por la que se han encontrado troyanos en las inmediaciones de estas regiones para muchos cuerpos del sistema solar. Un caso especial lo constituye el sistema Tierra-Luna, ya que la proximidad del Sol complica considerablemente los cálculos matemáticos. A finales de la década de 1960 se descubrió que en este caso los puntos L4 y L5 dejan de ser estables, convirtiéndose en órbitas con períodos de unos 89 días en torno de los antiguos puntos de Lagrange.


Por otro lado, los tres primeros (L1, L2 y L3) son, decepcionantemente, inestables. Esto quiere decir que los cuerpos situados en ellos no permanecerán indefinidamente en esas posiciones, sino que acabarán saliendo despedidos de sus órbitas tarde o temprano. Así, L1 y L2 poseen períodos de estabilidad de tan sólo 23 días, lo que hace necesario corregir frecuentemente desde la Tierra la posición de satélites que estuviesen allí estacionados, como fue el caso del viejo ISEE-3 (International Sun-Earth Explorer-3) a finales de los 70 y principios de los 80 del siglo pasado o como, más recientemente, el SOHO (SOlar and Heliosferic Observatory), en órbita en el punto L1 y manteniendo una privilegiada vista continua del Sol o del WMAP (Wilkinson Microwave Anisotropy Probe), situado en L2 y siempre mirando al espacio profundo con el fin de muestrear el fondo cósmico de microondas. Por su parte, L3, el punto donde los autores de ciencia ficción siempre sitúan la contra-Tierra también presenta un período de estabilidad, en este caso de 150 años. Esto podría hacer posible la existencia de unas hipotéticas bases invasoras extraterrestres, pero nunca de un planeta X, pues éste ya habría sido lanzado fuera de su órbita hace mucho, mucho tiempo. Lástima, era una idea tan bonita y romántica…



De objetos faliformes superpoderosos, materia nonodimensional y ascensores hipersónicos

Siglo XXII. La nave espacial de asistencia médica Nightingale vaga por el cosmos infinito a la espera de ser reclamada ocasionalmente por alguna colonia que requiera sus servicios. La tripulación está formada por seis personas: el capitán Marley, piloto de la nave; el copiloto Nick Vanzant, la jefa médica Kaela Evers, sus dos promiscuos ayudantes, folladores empedernidos en condiciones de microgravedad, con los riesgos que esto conlleva, y un técnico en computadoras encargado de cuidar adecuadamente al ordenador de a bordo, Encanto.

En un momento dado, al principio de la película, la Nightingale recibe una señal de socorro, que parece provenir de una distancia aproximada de unos 3500 años luz. Su origen es la colonia Pohl 6822, ubicada en Titán 37, una explotación minera perteneciente a una luna expulsada de su órbita y clasificada oficialmente como “cuerpo a la deriva”.

Aparentemente, según la computadora de a bordo, la sensual Encanto, la señal de socorro se ha degradado y ha tardado cinco días en llegar a la nave. ¿Qué clase de señal es, cuál es su naturaleza para poder recorrer 3432 años luz en tan corto espacio de tiempo (paradójicamente, tan largo para los tripulantes de la Nightingale)? Evidentemente, no puede tratarse de ninguna señal de tipo electromagnético, ya que entonces, se propagaría a la velocidad de la luz, empleando los correspondientes 3432 años y haciendo completamente inútil el esfuerzo del capitán Marley y sus compañeros.

Por otro lado, debido a la enorme distancia que los separa de Titán 37, la Nightingale dispone de un sistema de propulsión para casos de emergencia. Éste no es otro que el inefable y consabido “salto dimensional”, sea lo que sea semejante engendro de la tecnología humana de la época. Dándole caña de la fina al motor dimensional, ponen rumbo a la luna lunera, viaja que te viaja, viajera. Parádojicamente, en la pantalla de ordenador donde Encanto traza la ruta a seguir se puede ver que la distancia hasta el objetivo son 27 MPsc, de lo que yo deduzco que se trata de 27 megaparsecs, es decir, unos 88 millones de años luz. Algo huele mal (y yo no he sido…).

Como eso de los motores y los saltos dimensionales tiene más peligro que una canción de Shakira, nuestros héroes de Médicus Cosmi, deben introducirse en las confortables UED’s, las unidades de estabilización dimensional, entre cuyos efectos secundarios se encuentran la potenciación del vigor sexual y el estreñimiento persistente. Una vez bien colocaditos, la nave comienza a aumentar su velocidad mediante la “aceleración de plasma” (sic), hasta que se produce el típico despliegue de rayos, centellas y demás efectos pirotécnicos para dar sensación de velocidad.


Llegados a destino, la Nightingale se encuentra inesperadamente en las proximidades de una estrella gigante azul, un monstruo con una fuerza de gravedad 10 veces superior a la de nuestro Sol. Golpeada por una roca, la nave de nuestros amigos comienza a perder combustible saltimbanqui-dimensional. La única solución es repararla y aprovisionarse del combustible perdido. Casualmente, éste abunda en la explotación minera de Titán 37.

No os quiero destripar demasiado el argumento, pero dejadme que siga unas pocas líneas más porque es que me lo está pidiendo el cuerpo a rabiar. Veréis, resulta que también casualmente (y ya van unas cuantas casualidades) por los alrededores de Titán 37 deambula un viejo conocido de la jefa médica, a bordo de una nave pequeñita que, por supuesto, solicita permiso para acceder a la Nightingale. El misterioso personaje trae consigo un extraño objeto faliforme que parece poseer poderes mágicos: mejora la salud, la fuerza, rejuvenece, regenera tejidos e incluso cura heridas mortales. Y aquí viene lo bueno. Tras una serie de peripecias, aventuras, desventuras y otros momentos de acción y tensión sin límite, la doctora Evers decide intentar averiguar la naturaleza física del misterioso artilugio. Para ello, cómo no, decide acudir a los sabios y sesudos análisis de Encanto. Y, claro, ésta responde de forma que cualquiera con un mínimo de preparación y algún que otro curso universitario a medio concluir puede comprender fácilmente. Os reproduzco a continuación las conclusiones a la que llega Encanto:

Análisis del objeto desconocido. El cálculo de la masa atómica respecto al peso cuántico sugiere la presencia de materia isotópica extradimensional […] La materia isotópica parece de naturaleza nonodimensional.

Después de tan meridiana y transparente explicación, lo que no alcanzo a comprender es la intervención subsiguiente de la doctora Evers. Ni corta ni perezosa y sin el más mínimo rubor va y suelta la siguiente frase:

Define materia nonodimensional.

¡Hay que tocarse los perendengues! Pero si esto lo sabe cualquiera. ¿Una doctora en medicina del siglo XXII y no conoce los prefijos latinos ni los griegos? ¿Nunca ha visto un pentágono, un heptágono o a un nonagenario? ¡Caray! Materia nonodimensional es aquélla que presenta nueve dimensiones. Está clarísimo.

Obviamente, Encanto es una computadora lo suficientemente avanzada como para entender de sensaciones propiamente humanas y, ante la cara de extrañeza de Kaela, completa su análisis:

Las matemáticas pueden demostrar la existencia de esta materia, pero me temo que el lenguaje humano carece de vocabulario para describirla.

Esto es lo que faltaba. Ahora resulta que el problema radica en el lenguaje humano. Las nueve dimensiones salen de las matemáticas, pero no podemos hablar de ello porque nos faltan palabras. Y en el DRAE casi 100.000. Será por falta de vocabulario...

Como colofón, nuestra querida computadora de a bordo tiene a bien informarnos sobre el propósito de la indescriptible e inefable (nunca mejor dicho) materia nonodimensional:

El efecto es creación espontánea de nueva materia tridimensional.

Aunque eso ya lo podían haber hecho Yerzy Pelanosa y Danika Lund, los dos promiscuos ayudantes de la doctora Evers, folladores empedernidos en condiciones de microgravedad y que andaban insistentemente dale que te pego a la búsqueda de crear un nuevo bebé de materia tridimensional (la de toda la vida).


En fin, dejemos las majaderías anteriores y volvamos a lo que nos ocupa. Con la intención de hacerse con el preciado combustible, el copiloto Nick Vanzant, bien animado gracias a un buen casquete interracial en microgravedad con la doctora Evers, se dirige presto y dispuesto hacia la galería, enfundado en su brillante traje espacial. Al llegar a la misma boca de descenso, se topa con un ascensor. En ese momento, Nick se dirige a la computadora de a bordo, Encanto y le pregunta:


¿Sabes a qué profundidad estaban excavando?

A lo que aquélla responde:

Según el último informe, a 3200 metros.

Respuesta de Nick:

Un largo descenso.

Y la réplica de Encanto:

En realidad, no, Nick.


El ascensor emprende, entonces, un viaje vertiginoso a toda velocidad hacia las partes más inferiores de la excavación minera. Nick no da crédito y su rostro refleja los efectos del alucinante descenso. Veinte segundos más tarde, el elevador se detiene bruscamente.


Cualquiera que haya estudiado algo de física elemental se habrá topado en más de una ocasión con los típicos problemas sobre ascensores. Si sobre el suelo de un ascensor se coloca una báscula de baño y nos subimos en ella, notaremos que cuando el ascensor comienza a elevarse, es decir, acelera hacia arriba, la balanza indica un peso superior al que mostraría si el ascensor permaneciese en reposo (dicho de otra manera, el peso que marcaría si estuviésemos en el cuarto de baño en nuestra casa). Nuestro peso aparente ha aumentado en una cantidad igual al producto de nuestra masa por la aceleración con la que se desplaza el ascensor. En cambio, si el ascensor acelerase en sentido descendente, nuestro peso aparente disminuiría justo en esa misma cantidad, haciendo que la balanza marcase menos que cuando el ascensor estaba quieto.

Haciendo unas cuentas sencillas, se llega a concluir que si el ascensor ascendiese con una aceleración igual a la de la gravedad, nuestro peso aparente se duplicaría, mientras que en caso de movimiento descendente con la misma aceleración de la gravedad, nuestro peso aparente sería nulo y no ejerceríamos reacción alguna sobre la báscula. Nos sentiríamos en estado de ingravidez. Nuestras partes más fláccidas parecerían elevarse sin necesidad de estimulantes artificiales ni naturales.

Ahora bien, ¿qué tipo de viaje realiza nuestro copiloto follador en su veloz ascensor? Evidentemente, se pueden dar varias alternativas.

Supongamos que el ascensor lleva a cabo un movimiento uniforme, es decir, con velocidad constante. En este caso, no hay más que dividir la distancia recorrida entre el tiempo empleado para obtener la rapidez con que ha descendido el pasajero. Nada menos que a 576 km/h. Ahora se entiende la frase de Encanto.

Sin embargo, este no es un caso muy realista, ya que estamos despreciando las aceleraciones de arrancada y de parada del ascensor. Supongamos que estos dos procesos son bastante rápidos pero uniformes, digamos de aproximadamente un segundo cada uno de ellos. Las ecuaciones de la cinemática del movimiento rectilíneo uniformemente acelerado predicen que dichas aceleraciones deben ser de unos 168, 42 m/s2, o lo que es lo mismo, unas 17 veces superiores a la aceleración de la gravedad terrestre. La velocidad a la que tiene lugar el resto del viaje asciende a algo más de 606 km/h y, tanto en la puesta en marcha como en la parada, el ascensor recorre unos 84 metros.

Resulta obvio que cuanto menor sea el tiempo de aceleración del ascensor, tanto mayor será el cambio de velocidad experimentada por el pasajero. Así, por ejemplo, si en lugar de emplear un segundo (como en el caso anterior) este tiempo se rebajase a la mitad, la velocidad alcanzada por el ascensor sería de 591 km/h, pero a expensas de una aceleración de arranque o de frenada de 328, 21 m/s2; nada menos que más de 33 veces la aceleración de la gravedad terrestre.

Se pueden generalizar los resultados siempre que se consideren los movimientos de aceleración como uniformes y suponiendo que los tiempos de puesta en marcha y de frenada son idénticos. En este caso, las matemáticas indican que la aceleración experimentada por el viajero a bordo del ascensor nunca puede ser inferior a 32 m/s2 y esto en el caso más favorable que corresponde a que la mitad del viaje se lleva a cabo acelerando continuamente y la otra mitad frenando de forma uniforme. En definitiva, las aceleraciones más leves son siempre superiores a tres veces la aceleración de la gravedad en la superficie de la Tierra.


¿Y a qué cuento viene todo esto? Pues a varios, en realidad. Como ya os habréis dado cuenta los más avispados de vosotros, realizar un viajecito en un ascensor descubierto (la jaula está formada por rejillas abiertas al aire de Titán 37, dotado de una atmósfera con una presión equivalente al 80 % de la terrestre) a casi 600 km/h no debe de ser lo que se entiende por un paseíto agradable. Más bien se parecería a un horrible garbeo en medio de un superhuracán  en el que el aire se moviese a esa misma velocidad. Pero eso no es todo, ya que debido a que la aceleración de bajada (en el momento de la arrancada) siempre es superior a 32 m/s2 y este valor es muy superior a la aceleración de la gravedad terrestre, lo que sucederá es que el suelo del ascensor dejará de ejercer una fuerza de reacción sobre los pies de Nick Vanzant, es decir, el ascensor acelerará más que el propio Nick. La consecuencia será un buen coscorrón contra la parte superior de la jaula contenedora.

En alguna otra ocasión, os he comentado que el ser humano puede llegar a tolerar aceleraciones elevadas durante cortos lapsos de tiempo. Hace unos años, algunos de vosotros recordaréis que el piloto de F1 Robert Kubica se estrelló a 230 km/h. Las estimaciones oficiales de BMW fueron que sufrió una desaceleración de unos 750 m/s2. Anteriormente, en 2003, el piloto de fórmula “Indi” Kenny Bräck protagonizó otro terrible accidente, de cuyas secuelas tardó nada menos que 18 meses en recuperarse. Se cree que ostenta el récord mundial al haber experimentado durante la colisión una desaceleración de 2140 m/s2. Otro de estos gloriosos registros lo alberga David Purley, también piloto de F1. En 1977, en el circuito británico de Silverstone, impactó contra un muro a 173 km/h, deteniéndose su monoplaza en tan sólo 66 cm y alcanzando una desaceleración de 1800 m/s2. A la vista de estos resultados, sólo puedo decir:

<< Nick, tranquilo, tú puedes >>.

Sin embargo, sí quiero dejar una puerta abierta a la plausibilidad de lo que se refleja en la película. La única forma de que no tuviese lugar tan fea escena (la del coscorrón, me refiero) consitiría en suponer que la aceleración de la gravedad en Titán 37 fuese, en todos los casos, superior a las aceleraciones experimentadas por el ascensor pero eso, en según los casos, no parece tampoco, en principio, demasiado realista. De hecho, Titán 37 es una “luna a la deriva” y, por tanto, podemos suponer que al no ser un planeta, su gravedad debe ser considerablemente menor (las mayores lunas del sistema solar raramente superan los 1,4-1,6 m/s2). Quizá si se tratase de un supersatélite de un superplaneta…