Peter, estás muy gordo, hijoputa


Peter Griffin es el gordinflón hijo de puta, cabeza de familia de una singular familia estadounidense asentada en la ciudad de Quahog, Rhode Island. Tiene una esposa, Lois, ama de casa un tanto dada a determinadas tendencias maníacas, y tres hijos: el mayor, Chris, lerdo sin remedio, es la viva imagen de su progenitor, incluso en la fisonomía de la barbilla, en forma de testículos caricaturizados, y cuyo labio inferior, faliforme y puntiagudo cual pene de toro, sobresale por debajo de la nariz; su hija, Meg, presubnormal profunda, es objeto constante de burla y chanza hasta de su propia familia, cosa absolutamente comprensible, pues resulta un personaje patéticamente ridículo y descorazonador para cualquier cabeza con dos dedos de frente; finalmente, el pequeñín de la familia, Stewie, un cuasi bebé que camina sin dificultad obsesionado con la más natural de las ideas: liquidar a su madre utilizando las armas y métodos más audaces que su cabeza en forma de balón de fútbol americano cosido con cabellos a modo de cordaje es capaz de pergeñar. También les hace compañía una mascota: el perro antropomorfo Brian, todo un intelectual y el encargado de poner una neurona sana en la familia.

Los personajes aludidos en el párrafo anterior protagonizan una serie de TV conocida en el mundo entero: Padre de Familia. Célebre por su desparpajo, con unos guiones soeces hasta el límite, destila un sentido del humor socarrón y provocativo no apto para menores o cerebros sensibles. Justo lo que me gusta.

Aunque en alguna otra ocasión he visto por ahí comentarios sobre el vídeo que os dejo aquí debajo, siempre he querido escribir mi propia versión del mismo. Y hoy, como estoy un poco pachuchilla, me he decidido a dar el paso. Siento no ser demasiado original.

Bien, si ya habéis tenido tiempo de observar con atención la escena, voy a aprovechar para soltar unos cuantos párrafos que pueden resultar sumamente atractivos y motivantes para los chavales de hoy en día, que tan aburridos, abúlicos, holgazanes y zampabollos se pueden encontrar en las aulas de nuestro país y de otras naciones del ancho mundo de mierda en el que habitamos.

Una de las cosas más políticamente incorrectas que se pueden ver en los patios de los colegios es que algunos niños rodeen o aíslen al gordito de turno, al chaval rollizo y entrado en tocinos que hay en todas las clases de todos los cursos, desde el principio de los tiempos y le den caña sin piedad. Yo misma fui una de esos muchachos y aquí estoy, igual de gorda que siempre y metiéndome entre pecho y espalda una cerveza negra cada vez que se presenta la ocasión, como hace Peter Griffin en su bien amada Almeja Borracha. Pero, aunque estoy segura de que no me discutiréis casi ninguno de vosotros lo cruel de la situación, igualmente pongo mi barbilla testicular en el fuego y afirmo sin rubor que tampoco habréis caído en la cuenta de que un gordo cabrón bien puede valer para estudiar las leyes de la gravitación. Así pues, me aflojo el cinturón, suelto la faja reductora y os lanzo a todos contra la pared con mi barrigón de la ciencia ahora mismo.

Lo cierto es que otro de esos grandes cabronazos que ha dado la historia fue el mismísimo Isaac Newton. Tuvo este señor la mala idea de enseñarnos que todos los cuerpos del universo se atraen entre sí con una fuerza que resulta ser directamente proporcional a las masas de dichos objetos e inversamente proporcional al cuadrado de sus distancias mutuas. Esta ley, que parece una de las grandes gilipolleces de la historia resulta que explica dos cosas que todo el mundo (ya sea hombre o mujer) experimenta a diario, esto es, tanto las pelotas como las tetas cuelgan pendulonas, tanto más cuanto más lechosas se encuentren, y apuntan sin remedio hacia el centro de nuestro planeta, fenómeno que únicamente es evitable bien a base de antigravedad (aún no disponible en las proximidades de la Tierra) o bien con implantes de silicona, respectivamente.

Supongamos que Stewie cogiese una piedra bien afilada y la lanzase hacia la cabeza de su madre o, equivalentemente y de forma más merecida, de su hermana Meg. Obviamente, el pedrusco se verá atraído hacia el suelo debido a la gravedad de nuestro planeta y describirá una trayectoria parabólica que el fratricida deberá tener en cuenta si es que quiere acertar y hacer diana en la mollera deseada. Una evidencia experimental es que a medida que se incrementa la velocidad del proyectil, lo mismo sucede con la distancia recorrida por el mismo. Si pudiésemos optar por lanzar desde una altura arbitraria elegida a voluntad y con una velocidad suficiente observaríamos que la piedra podría incluso rodear la Tierra y no volver a caer al suelo; más aún, se puede demostrar que tan sólo tres tipos distintos de trayectorias pueden ser descritos por el objeto arrojado: una elipse (considerando la circunferencia como un caso particular), una parábola y una hipérbola. Todas ellas reciben el nombre genérico de órbitas.



Consideremos el caso sencillo de una órbita con forma circular, que es el que suele tratarse en las clases de enseñanza secundaria y que, sin embargo, siguen sin entender la mayoría de alumnos universitarios (Chris Griffin podría constituir un buen ejemplo de éstos). Si se describe el movimiento de un satélite, como la Luna, en torno a un planeta como la Tierra, tomando como punto de vista el de un selenita, la forma habitual de describir la situación es diciendo que la fuerza de atracción gravitatoria que experimenta nuestro satélite está compensada exactamente por la fuerza centrífuga que lo mantiene en su curva alrededor del planeta. Cuando se lleva a cabo esta operación directa se obtiene la velocidad a la que orbita el primero en función de su distancia al segundo, dependiendo el valor únicamente de la masa de éste y nunca de la de aquél.

Si se aplica la conclusión anterior al caso de Peter Griffin y la manzana que le arroja Brian, resulta elemental deducir que no se pueden elegir independientemente el radio y la velocidad orbitales, ya que dependen el uno de la otra. Como además la masa de la manzana no interviene en la expresión, la escena muestra acertadamente la física subyacente y es que todos los demás objetos, como el televisor, el libro y el vaso (con masas diferentes) que describen circunferencias de igual radio que la de la manzana, deben hacerlo a la misma velocidad y, por tanto, no pueden colisionar nunca unos con otros.

Pero sigamos un poco más. Si habéis sido niños felices y en vuestra infancia ha habido algo más que consolas de videojuegos o televisión, alguna vez vuestros papases y mamases os habrán llevado a la feria y mientras cabalgabais en el tiovivo a lomos de un cerdito risueño, caballo de crines al viento o cisne de plegadas alas, bien pudisteis tener la vulgar ocurrencia de daros cuenta de que todo movimiento circular uniforme (con velocidad constante, a diferencia del que describes cuando te pillas un buen pedo, que es uniformemente acelerado) es periódico, es decir, que se repite una y otra vez en el tiempo. Además, se puede calcular su valor muy fácilmente, pues no hay más que dividir la longitud de la circunferencia entre la velocidad.

Vale. Ahora mirad de nuevo la escena del vídeo y cronometrad el tiempo que emplea la manzana en dar una vuelta completa al seboso panzón de Peter. Para ser más rigurosos (y ésta es una buena costumbre en el laboratorio cuando hagas las prácticas por las que pagas una matrícula de una asignatura experimental, como es la física) lo más correcto es contar unas cuantas órbitas y dividir el tiempo total entre el número de ellas (yo he contado 8 órbitas, para un tiempo total de 18 segundos). Resulta un tiempo por órbita, que llamamos período, de 2,25 segundos, aproximadamente. Ya sólo necesitamos estimar la distancia a la que orbita la manzana de Peter. Para ello he cogido la cinta métrica y me he rodeado mi propia barriga. Como el gordo cabrón está bastante más tocinoso que yo le añado unos cuantos centímetros y obtengo 126 centímetros, siendo bastante generoso. El siguiente paso es el último y más audaz: supongo que Peter es esférico y calculo su radio, que resulta ser de 20 centímetros. Estimando "a ojo" que la manzana dista otros 20 centímetros del ombligo de Peter, ya puedo introducir los valores en la ecuación y sacar la masa de éste: ¡¡¡ 7,5 millones de toneladas !!! Brian tiene razón: Peter está gordo. Y no sólo gordo, también está denso, ya que si calculáis el cociente entre su masa y el volumen de una esfera con el mismo radio que su vientre cervecero, sale ni más ni menos que 2,2 1011 kg/m3. ¡¡¡ Varias decenas de veces mayor que la densidad de una estrella enana blanca !!!

Otro detalle a tener en cuenta es la suavidad con la que Brian deja la manzana en las proximidades de Peter con el fin de que aquélla entre en órbita. La velocidad mínima con la que es preciso lanzar desde la superficie de un planeta un satélite, si es que se pretende que éste describa órbitas circulares, recibe el nombre de primera velocidad cósmica. En el caso de la Tierra, su valor es de 28.500 km/h.

Sustituyendo en la ecuación correspondiente los parámetros obtenidos para la masa y el radio de Peter Griffin, se comprende el comportamiento del perro: 5,7 km/h. No se le puede dar un empujón demasiado fuerte a la manzana o fácilmente alcanzará la velocidad de escape (8 km/h) y se alejará del gordinflón para perderse por siempre, quizá en las profundidades de Quahog.

Y, finalmente, los guionistas no tuvieron en cuenta el detalle más bonito de todos que hubiera sido otorgarle a Peter unos preciosos anillos afrutados, a imagen y semejanza de Saturno. Efectivamente, esto debería ser así, si se tiene en cuenta el concepto de límite de Roche, es decir, la distancia mínima a la que un cuerpo puede acercarse a otro de mayor masa sin que las fuerzas de marea producidas por éste lo reduzcan a escombros en órbita. Este parámetro depende del tamaño del cuerpo mayor, así como de las densidades de ambos. Una manzana bien puede considerarse un cuerpo deformable, no demasiado rígido, con una densidad aproximadamente igual a la del agua. En este caso, el límite de Roche para Peter es de algo menos de 300 metros, o lo que es lo mismo, la manzana estaría licuada, el libro reducido a letras y la tele... en fin, la tele hecha un asco. Como siempre...



¿Por qué no vemos viajeros del tiempo?

En 1985 Arthur C. Clarke escribía: "el argumento más convincente contra la posibilidad del viaje en el tiempo es la llamativa ausencia de viajeros". Al fin y al cabo, parece bastante razonable suponer que si existiesen verdaderamente las máquinas del tiempo, más temprano que tarde se podrían replicar y enseguida comenzarían a pulular los viajeros del tiempo por todos lugares y épocas.


En 1992, Stephen Hawking enunciaba su conjetura de la protección de la cronología. Básicamente, lo que afirmaba era que los viajes en el tiempo estaban prohibidos por las leyes físicas (al menos, a nivel macroscópico). De no ser así, deberíamos estar invadidos por hordas de turistas procedentes del futuro, cosa que no observamos en absoluto.

La proposición de Hawking se basaba en ciertos argumentos extraídos tanto de la teoría general de la relatividad como de la mecánica cuántica. Si se consideraba la geometría del espaciotiempo tal y como se hace habitualmente en la relatividad, lo que técnicamente se denomina una variedad diferenciable cuatridimensional de Hausdorff (esto sólo lo digo para darle apariencia de rigor al resto del post...), entonces se llega a la conclusión de que cualquier máquina del tiempo imaginable (bien sea un agujero de gusano de Morris-Thorne, las cuerdas cósmicas de Gott, la curvatura espacial de Alcubierre o un tubo de Krasnikov) permitiría al viajero del tiempo aventurarse hacia el pasado solamente, como mucho, hasta el momento de la construcción de la máquina. Esto significa que, a menos que alguien haya desarrollado ya secretamente una máquina del tiempo, entonces, para visitarnos a nosotros, los viajeros del futuro tendrían que utilizar máquinas del tiempo naturales o construidas por civilizaciones extraterrestres mucho tiempo atrás. Como no tenemos constancia de la existencia de ninguno de estos artefactos o estructuras que nos permitiesen recorrer lo que se denominan, en la jerga de los científicos que se dedican a estudiar estos temas, curvas cerradas de tipo tiempo, parece que la conclusión lógica es que deben estar prohibidas por las leyes que gobiernan el universo.

Y no os vayáis a pensar que solamente la física se ha encargado de rebatir la existencia del viaje en el tiempo. Han surgido respuestas incluso desde el mundo de la economía. M.R. Reinganum, economista, propuso en 1986 que si los viajeros del futuro nos hubieran visitado podrían perfectamente haber usado información privilegiada para hacer derrumbarse los intereses de las entidades financieras. Debido a que lo que observamos habitualmente parece todo lo contrario, los viajeros deben forzosamente no existir. Pensad tan sólo en los oscuros deseos de fama y fortuna sin fin que logra Biff Tannen con ayuda del almanaque de resultados deportivos en Regreso al futuro II (Back to the Future II, 1989) o los ingeniosos protagonistas de la película más desconcertante sobre viajes en el tiempo jamás filmada: Primer (Primer, 2004).

En cambio, si cruzamos la calle y nos dirigimos a la acera de enfrente (en el sentido estricto de la expresión...) vemos que los escritores de ciencia ficción han imaginado, desde siempre, una gran variedad de fenómenos físicos que podrían ser la causa de la aparente imposibilidad de observar viajeros del tiempo procedentes del futuro, en el caso de que existiesen. Entre algunas de esas causas se pueden citar, por ejemplo, efectos colaterales del viaje, que les harían invisibles o incluso sufrir amnesia, como los protagonistas de la serie Perdido en el tiempo (Quantum Leap, 1989-1993), quienes únicamente pueden permanecer en nuestro tiempo durante periodos arbitrariamente cortos. También otros motivos, que tienen que ver con que su manifestación física es poco clara o imperfecta, de tal modo que solamente son visibles o audibles como fantasmas, espíritus o fenómenos paranormales.

Algunas de estas ideas se pueden encontrar, por ejemplo, en "The Founding of Civilization", el relato publicado en 1968 por el autor ruso R. Yarov, en el que una ley física impide a los viajeros del tiempo detenerse en cualquier instante. Así, las máquinas viajan constantemente, sin parar. Los afortunados testigos de sus fugaces presencias las interpretan de muy distintas maneras: los más supersticiosos, como ovnis, naves espaciales extraterrestres, espectros y otras criaturas sobrenaturales; por contra, los más escépticos solamente ven fenómenos atmosféricos un tanto inusuales.

En "El zorro y el bosque", de Ray Bradbury, se utiliza un dispositivo de bloqueo psicológico para asegurar que los viajeros del tiempo no puedan transmitir información tecnológica ni dar a conocer detalles acerca del viaje en el tiempo a los habitantes del pasado. Algo similar se puede leer en la obra de 1942 "Mi nombre es Legión", del siempre sorprendente Lester del Rey.

Podríamos continuar durante párrafos y párrafos enumerando cientos de propuestas y soluciones a la aparente paradoja de la ausencia de viajeros del tiempo. De hecho, bien se podría escribir una extensa monografía sobre el tema. Pero no es éste el objetivo de este post (aunque no lo parezca, ¡JUAS!). Bien, dejando a un lado todos los argumentos anteriores y suponiendo por un momento que tanto las máquinas como los viajeros del tiempo existiesen, la pregunta que inevitablemente se nos plantea es: ¿podemos imaginar, con cierta base científica, algún motivo por el que no tengamos pruebas de que aquellas hayan sido utilizadas? Os expongo, a continuación, siete de ellos que se pueden encontrar en el libro de David Toomey citado en la fuentes.


El viaje en el tiempo requiere el uso de agujeros de gusano naturales o preexistentes que nunca han sido descubiertos.

Las curvas cerradas de tipo tiempo existen en algún lugar del universo, pero no han sido encontradas. Es posible que tengan una vida muy breve, que sean extraordinariamente raras o que estén fuera del alcance de nuestros telescopios.


El viaje en el tiempo es inaceptablemente caro o peligroso.

Es posible que se descubran curvas cerradas de tipo tiempo, pero que se encuentren a unas distancias tan grandes que viajar hasta ellas por el espacio ordinario sea prohibitivamente caro. Por otra parte, aunque se demostrase que el viaje en el tiempo es económicamente viable podríamos considerar que no vale la pena correr el riesgo que representa para nuestras vidas. Tal vez una civilización suficientemente avanzada decida intentarlo, se produce un accidente y se pone fin al intento para siempre.


En 1980 G. Fulmer señalaba la posibilidad de la existencia de alguna limitación física aún desconocida que impidiese el viaje en el tiempo: quizá el gasto de energía de la máquina dependiese matemáticamente de la cuarta potencia del tiempo que uno pretendiese recorrer, haciendo posibles únicamente viajes muy breves. Cabría la posibilidad de que esto se descubriese dentro de muchos años y, en consecuencia, aún no hayan tenido tiempo de alcanzarnos sus efectos.

El gran Robert Heinlein usa el argumento anterior en su novela "Puerta al verano", con una ley algo menos restrictiva (inversa con el cuadrado de la distancia temporal). Isaac Asimov, asimismo, emplea ideas similares en su relato "Botón, botón", en el que una máquina es capaz de rescatar y traer al presente objetos procedentes del pasado, siempre que su peso sea extremadamente reducido (la ley matemática, en este caso, es una exponencial inversa).

Otra idea muy interesante es la que sugiere que el flujo temporal tiene forma de espiral. No podemos movernos por él con velocidad "normal" a lo largo de su longitud, pero sí que resulta posible saltar entre los tramos de la espiral adyacentes más próximos entre sí.

Poul Anderson en "Flight to Forever" cuenta la historia de un viajero del tiempo quien, tras desplazarse cien años al futuro, descubre con horror que es incapaz de retornar nuevamente a su época porque el consumo energético es exponencialmente creciente para el viaje al pasado. En cambio, el periplo al futuro resulta enormemente más económico y mucho menos restrictivo. Decide, pues, seguir adentrándose en el futuro con el propósito de hallar alguna vez una civilización suficientemente avanzada que le pueda prestar ayuda. Nunca lo logra y entonces acaba viajando con destino al final del universo, el Big Crunch, cuando todo desaparece y asiste a un nuevo Big Bang, el nacimiento del nuevo universo y de un nuevo ciclo temporal. Emprende, una vez más, otro viaje al futuro que le llevará hasta un instante justamente anterior a aquél en el que decidió partir la primera ocasión. La experiencia le deja tan aterrorizado y traumatizado que decide eliminar todo vestigio de su increíble aventura. A partir de este momento, nadie vuelve a intentar el viaje en el tiempo.

¿Alguno de vosotros se atrevería a montarse en la máquina del tiempo, si conocieseis de antemano sus riesgos, peligros y posibles consecuencias? ¿No preferiríais optar por utilizar cobayas, aunque fuesen humanas, tal y como hace, por ejemplo, D.C. Compton (1971) en su "Hot Wireless Sets, Aspirin Tablets, the Sandpaper Sides of Used Matchboxes, and Something That Might Have Been Castor Oil", donde emplea al arquetípico "tonto del pueblo" como primer viajero del tiempo de la historia?

¿Y qué me decís de la idea de D. Platcha, expuesta en su "The Man from When", donde sugiere la posibilidad de utilizar tan sólo una única vez el viaje en el tiempo, a sabiendas de que la Tierra será totalmente destruida en un futuro muy próximo, unos 18 minutos?


El viaje en el tiempo deja de ser interesante.

El mismísimo Kip Thorne, uno de los pioneros en el campo del estudio científico riguroso de las máquinas del tiempo, abandonó  el tema a principios de la década de 1990 para dedicarse a investigar la cuestión de las ondas gravitacionales. Posiblemente otros científicos hagan lo mismo y vayan perdiendo interés por las máquinas del tiempo, dirigiendo su atención y esfuerzos hacia otros asuntos. También podría darse un cambio de tendencia generalizado y la cultura científica experimental se dirigiese o enfocase hacia temáticas más filosóficas que físicas, por ejemplo.

En los últimos 4-5 siglos el conocimiento y el progreso científico-tecnológico nos ha habituado, de alguna manera, a pensar de un determinado modo, a ver el mundo bajo una óptica muy diferente a como se hacía muchos siglos atrás. Durante largos periodos como la Edad Media en la Europa occidental, incluso se detuvo el progreso de la ciencia. El método científico, tal y como lo conocemos actualmente, nació con Galileo Galilei (1564-1642). Es posible que no sea algo tan sólido como nos gustaría imaginar.


Suponed que, por algunas de las razones anteriores, solamente unos cuantos viajeros en el tiempo acaban emprendiendo el viaje. Quizá únicamente unos cuantos viajan a épocas posteriores a la nuestra y su presencia es ampliamente divulgada y conocida o, por el contrario, pasa desapercibida; o puede que otros pocos viajan a nuestra época a épocas anteriores a la nuestra, pasando por diversos motivos, inadvertidos. ¿No podría constituir esto razón más que sobrada para haberse puesto el punto final a los poco interesantes y estimulantes viajes en el tiempo?


El viaje en el tiempo está prohibido, aunque resulta posible.

Encuentros entre sociedades de niveles tecnológicos radicalmente diferentes provocan casi inevitablemente que las menos avanzadas sean las que se lleven la peor parte y sufran un mayor trauma. Éste es un tema recurrente en la ciencia ficción más reflexiva, de carácter más social que científico. Sociedades muy seguras de su lugar en el universo se desintegraron al entrar en contacto con otras previamente desconocidas con ideas y formas de vida muy diferentes; otras sociedades que sobrevivieron a la experiencia pagaron el precio de unos cambios traumáticos en sus valores, actitudes y comportamiento.

Tal vez, si falla la conjetura de la protección de la cronología de Hawking, surja una preocupación ética de amplia aceptación en contra del viaje en el tiempo, o una ley que lo prohíba. ¿Y si la civilización capaz de viajar en el tiempo, para proteger a los habitantes del pasado o mismamente al propio pasado, hubiese prohibido el viaje en el tiempo? ¿Acaso nuestra civilización no ha creado reservas naturales donde preservar especies en vías de extinción? Si el refugio es "perfecto" el refugiado ni se dará cuenta. ¿No puede ser éste nuestro caso?

Aunque quizá las generaciones futuras nos consideran éticamente atrasados y peligrosos, y optan por mantenernos en un aislamiento forzoso para protegerse ellos mismos de nuestra nefasta presencia e influencia.


Los viajeros en el tiempo procuran pasar inadvertidos.

Podrían utilizar varias estrategias que no violan las leyes físicas conocidas. Tal vez nos observan desde el espacio, a cierta distancia, o mediante robots que de alguna forma consiguen permanecer invisibles a nuestros instrumentos. Tal vez están mucho más cerca pero drogan, hipnotizan de forma rutinaria a todo posible testigo de su presencia. ¿No podría darse la posibilidad de la existencia de una Comisión de Control del Tiempo, encargada de regular los viajes al pasado para evitar posibles transformaciones del presente y futuro, tal y como nos muestra el sin par Jean Claude Van Damme en Timecop, policía en el tiempo (Timecop, 1994)?

Paul Davies, el célebre científico y divulgador, ha sugerido que civilizaciones muy avanzadas, con el fin de ahorrar energía y hacer más eficiente el viaje, podrían reducir su propio tamaño.

O tal vez podrían estar ya entre nosotros, disfrazados, camuflados, tras haber sido cuidadosamente instruidos en nuestro idioma y costumbres. La reciente película Outlander (Outlander, 2008), protagonizada por Jim Caviezel tiene en cuenta las premisas anteriores. Kainan (Caviezel) se estrella con su nave espacial en la Noruega de la época vikinga. Con ayuda de tecnología muy avanzada se autoimplanta a través del globo ocular todos los conocimientos necesarios para pasar lo más desapercibido posible, aprende el idioma y se viste con las ropas adecuadas.

Los escritores de ciencia ficción, una vez más, han propuesto varias hipótesis sobre la identidad de los viajeros del tiempo. Así, encontramos a los equivalentes futuros de nuestros propios antropólogos o historiadores, como en Timeline (Timeline, 2003), basada en la novela "Rescate en el tiempo" del prolífico Michael Crichton; o a clases particularmente aventureras de turistas que se dedican a presenciar grandes catástrofes del pasado, como en Huída a través del tiempo (Grand Tour: Disaster in Time, 1992), algunos de los cuales nos visitan durante días, semanas o meses y luego se van; en cambio otros se quedan más tiempo y unos pocos, incluso, se quedan entre nosotros para siempre. De vez en cuando, alguno delata involuntariamente su procedencia, al escapársele algún hecho o tecnología del futuro. Nosotros, en cambio, les tomamos por locos y los encerramos en un sanatorio mental, como se refleja en Doce monos (Twelve Monkeys, 1995); les confundimos con alguna clase de demonios al estilo de lo que sucede en Timerider. El jinete del tiempo (Timerider: The Adventure of Lyle Swann, 1982); o les consideramos brujos y son condenados a morir abrasados en la hoguera, tal cual le sucede a Un astronauta en la corte del rey Arturo (The Spaceman and King Arthur, 1979). Afortunadamente, la avanzada tecnología de su traje espacial le salva en el último momento. Claro que siempre cabe la posibilidad de que los viajeros del tiempo sean simios evolucionados a partir de la especie humana y permanezcan ocultos trabajando en circos ambulantes, al estilo de Huída del planeta de los simios (Escape from the Planet of the Apes, 1971).


La civilización humana no sobrevive el tiempo suficiente como para desarrollar el viaje temporal.

En la célebre ecuación de Drake encontramos entre sus factores el de la longevidad de una civilización, es decir, el tiempo que sería capaz de vivir antes de desaparecer o, simplemente, autodestruirse.

Durante la época de la Guerra Fría, especialmente los soviéticos, eran muy pesimistas en lo referente al valor de dicho parámetro en la ecuación de Drake. Otros, en cambio, pensaban que el período de peligro nuclear de una civilización era relativamente breve y, una vez superado, podría sobrevivir durante bastante tiempo.

Pero no solamente a causa de un holocausto nuclear podría desaparecer nuestra civilización. Hay otras posibilidades, como el impacto de un meteorito tal como un asteroide o un cometa; una plaga natural o artificial; una supernova o similar; etc.

En relación a esto último, en 1982, M. Shaara relata en "Time Payment" la posibilidad real del viaje en el tiempo, tanto al pasado, como al futuro. Sin embargo, para explicar el "problema" que se plantea ante la aparente ausencia de viajeros procedentes del futuro, los protagonistas de la obra llegan a la conclusión  de que únicamente existen dos posibilidades: o bien el viaje en el tiempo es tan peligroso que todos los que lo han probado han perecido en el intento, o bien es que en el futuro no existe absolutamente nadie para poder viajar. este segundo argumento viene reforzado por el hecho de que, en la novela, la acción se desarrolla en un futuro lejano, cuando nuestro Sol se encuentra en sus últimas fases de evolución, a punto de convertirse en una nova.


Los viajeros del tiempo prefieren viajar a épocas distintas a la nuestra.

Esta posibilidad ataca directamente a nuestra autoestima como seres humanos. Quizá debamos asumir que no les interesamos en absoluto.

Si comprimiésemos la edad del universo en un solo año (a esto se le conoce como año cósmico), el sistema solar se formaría a mediados del mes de septiembre. Todo lo que se registra en la historia escrita, es decir, el surgimiento y decadencia de las grandes civilizaciones, aparece en los últimos diez segundos del 31 de diciembre.

Si nuestros descendientes futuros de dentro de 3.000 millones de años quisieran visitarnos sería algo parecido a que nosotros mismos visitáramos la Tierra en la época en que surgieron los primeros organismos unicelulares. ¿Podríamos o seríamos capaces de reconocer a los viajeros procedentes de un futuro tan lejano? ¿Cómo se comunicarían con nosotros? Es más, ¿se mostrarían siquiera interesados? Si dispusiéramos de un año entero para visitar y conocer, ¿querríamos visitar los últimos diez segundos del último día? ¿A quién no le apetece perderse las campanadas y las uvas de la suerte cósmicas?

Por supuesto que podemos considerarnos importantes y dignos de ser visitados y conocidos. Al fin y al cabo, somos la forma de vida más compleja conocida. Ahora bien, en el futuro lejano ¿también lo seríamos? O, por el contrario, ¿habría otras especies inteligentes en la Tierra? ¿Qué probabilidad existiría de que se desarrollaran? Los mamíferos no colonizaron la Tierra hasta que no desaparecieron los dinosaurios, hace unos 65 millones de años.


Otras razones. Especialmente, las tuyas

Si habéis llegado hasta aquí leyendo, quizá estéis pensando que a vosotros mismos se os están ocurriendo justamente en este momento decenas de otras nuevas razones para justificar la no existencia de los viajeros del tiempo o la misma imposibilidad de sus máquinas. De hecho, me sentiría muy frustrado si así no fuese, ya que os considero a todos dignos lectores de este blog.

Algún avispado, incluso, se habrá dado cuenta de que no he mencionado en ningún momento la interpretación de los universos paralelos, aludida profusamente por muchos autores. Prefiero dejarla para una futura ocasión. De momento, quedaos con tres películas donde se aborda el asunto. Se trata de Timemaster, el señor del tiempo (Timemaster, 1995); El único (The One, 2001) y Déjà vu (Déjá vu, 2006).

Como quiero predicar con el ejemplo, y aun a sabiendas de que lo que a partir de aquí se diga ya haya podido ser tratado en alguna obra literaria o película desconocidas por mí, permitidme mis propias aportaciones. Aquí van:


¿Y si cada vez que alguien intentase viajar al pasado quedase irremediablemente  atrapado en su propio presente? ¿Cómo podríamos ser capaces de localizarle? Cada vez que lo pretendiésemos, su presente ya se habría desvanecido ante nuestros ojos, ya que nos encontraríamos en su futuro.

La muerte no existe. Cuando fallecemos, en realidad, somos transportados al futuro por una civilización extraterrestre que deja aquí únicamente nuestro cuerpo, un mero envoltorio. No es exactamente la misma idea que en la película Millennium (Millennium, 1989) pero se parece.

¿Os atrevéis a proponer las vuestras?



Fuentes:

Paul J. Nahin, Time Machines, Springer, 2ª edición corregida, 2001.

Francisco Javier González-Fierro Santos, Las 100 mejores películas de viajes en el tiempo, Cacitel, 2006.


David Toomey, Los nuevos viajeros en el tiempo, Ediciones de Intervención Cultural, 2008.


Hansel y Gretel se lo montan... ¡con un pato!

Si a todos cuantos leéis habitualmente este blog una servidora os tuviera que descubrir a estas alturas el cuento de Hansel y Gretel, también conocido como “La casita de caramelo”, de chocolate, de turrón, de gominola o cualquier otra chuche que se os pudiese pasar por la imaginación, mal íbamos a andar. Sin embargo y, a pesar de todo, lo haré porque estoy segura de que algún detalle de la historia lo tenéis olvidado en algún rincón de la tenebrosa nube de vuestros recuerdos infantiles.

Bien, vamos allá. Aunque existen distintas versiones del cuento de los hermanos Grimm, más o menos el rollo iba de lo siguiente: Hace mucho tiempo, en una galaxia muy, muy lejana. Ay, perdón, que eso no va aquí. Empiezo otra vez: Hace mucho, mucho tiempo, había dos hermanos, Hansel, el niño y Gretel, la niña. Ambos vivían en una humilde casita en el bosque, junto a su papá, que era leñador (en aquella época aún había árboles que talar) y su mamá, que era mamá. La verdad es que el negocio familiar no iba todo lo bien que sería deseable y pasaban más hambre que los becarios Erasmus y mucha más aún que los investigadores del CSIC. En una noche de calor insoportable en que la mamá sedujo al papá, tras el cigarrillo de rigor, aquélla le propuso a éste abandonar a los dos niños a su suerte, en lo más profundo del bosque. Dos bocas menos que alimentar le proporcionarían a la malvada seductora sustento y pitanza para poder subsistir, asistir a la pelu y poder estrenar su decimosexto par de zuecos. Al papá no le pareció una mala idea, pues llevaba algún tiempo con ganas de suscribirse a algún canal temático de deportes y ésta era la oportunidad pintiparada. Acordaron, pues, llevar acabo su diabólico plan, sin más dilación, al día siguiente.

Al amanecer, salieron todos de casa con la excusa de visitar Disney de los Bosques. Hansel y Gretel habían escuchado la malvada conversación de sus padres y, para no perderse, se les ocurrió que podrían ir dejando Gormitis por el camino. Cuando se dieron cuenta de que sus padres no estaban, desandaron el trecho hasta su casa con ayuda de los monstruitos de plástico. Al llegar a su hogar, amenazaron a sus progenitores con denunciarlos por maltrato, pero la cosa se apaciguó porque éstos les prometieron a los niños que al día siguiente contratarían la ADSL más veloz del mercado (evidentemente, el país de Hansel y Gretel no era España). Con el fresco del alba al día siguiente, su padre cogió a los niños de la mano y les pidió que lo acompañaran hasta la oficina de telefonía más cercana. Los hermanos, curados de espanto y con el mp3 detrás de la oreja, no se fiaron. Sin embargo, en esta ocasión, tan sólo pudieron esparcir por el sendero unos tristes "tazos" de cartón reciclado. Al cabo de un buen rato de caminar, la infame figura paternal se la volvió a jugar, aprovechando una distracción de los niños con la PSP. Hansel y Gretel intentaron encontrar el camino a casa, pero se había levantado un vendaval terrible y, claro, la PSP no era el iPhone 5 precisamente, con lo cual carecía de brújula incorporada, cosa por otra parte irrelevante del todo porque las baterías de las consolas se habían agotado. Los tazos habían desaparecido y los dos hermanos se encontraban perdidos. Se demostraba, una vez más, que la mejor solución a las desdichas de los niños es comprarles el último modelo de teléfono móvil, no sea que se pierdan.


Caminaron, caminaron y volvieron a caminar, pero siempre en círculos. Solamente cuando decidieron salirse por la tangente lograron avanzar. Y hete aquí que fueron a topar con un claro en el bosque donde, ante sus ojos, se mostraba algo increíble: una casita de caramelo, chocolate, turrón, gominola y muchas otras clases de chuches bien rebosantes de azúcar y grasas saturadas hasta las orejas. Como estaban muy cansados y hacía unas pocas horas que no veían la tele ni jugaban a la consola ni navegaban por el proceloso océano de Internet de los Bosques, decidieron entrar. Al estar tan aburridos se quedaron sobaos. Así fue cómo los capturó la bruja que vivía en la casa y que no era otra que la hermana de su mamá, es decir, su tía. Y menuda tía, no estaba buena ni ná. Pues bien, esta tía había hablado por el teléfono móvil de los Bosques con la mamá de los niños y juntas tramaron el plan B. Engordar a los niños hasta que pesasen más de lo razonable o, al menos, lo que le podría parecer razonable al juzgado de menores, el cual al ver a los niños rollizos y poco saludables les retiraría la custodia a sus progenitores y éstos, con lágrimas de cocodrilo resbalando por sus mejillas, se librarían de ellos para siempre. Un plan perfecto.

Lo que aconteció después es un rollo poco interesante, lleno de penurias y despenurias que no viene demasiado a cuento, porque esto es un post sobre física y no quiero extenderme con detalles superfluos para el asunto sobre el que me deseo centrar. Bien, el caso es que aprovechando un momento de descuido de la tía buena, justo cuando estaba dándose unas buenas friegas con la crema hidratante Chanel Allure de los Bosques, Hansel y Gretel lograron huir, pero no muy deprisa, ya que en aquel momento los niños ya estaban bien entraditos en carnes y rondaban los 75 kg. A Hansel, como era más bajito, aún se le notaba más. Pero aún así, consiguió llegar el primero hasta la orilla de un estanque. Debían cruzar al otro lado, pero no divisaron puente ni pasarela alguna. Al cabo de un rato, se acercó a ellos un hermoso pato dotado de blanco nuclear plumaje. De repente, a la mente de Hansel acudió, veloz como el rayo, el fugaz recuerdo de una idea que había visto en cierta ocasión en un programa de la tele de llamativo título: Quincuagésimo Milenio. Ni corto ni perezoso, le propuso al palmípedo animal que los subiese a él y a su hermana sobre su lomo y los condujese sanos y salvos hasta la orilla opuesta. Supongo que no os estaréis imaginando la cara que se le quedó al sorprendido animal cuando escuchó la propuesta de aquella mole infantil de calorías enlatadas. No daba crédito. ¿Qué leches les enseñaban ahora a los niños en el colegio?

El ave se puso a reflexionar un momento antes de aceptar la propuesta de Hansel. Y pensó lo siguiente:
“Yo tengo una masa de 5 kg y si floto en el agua es porque mi peso está exactamente compensado por el empuje de Arquímedes. El principio de Arquímedes afirma que sobre un cuerpo sumergido en un fluido actúa una fuerza (empuje) vertical hacia arriba exactamente idéntica al peso del volumen de fluido que desaloja. En consecuencia, y suponiendo, para simplificar, que mi cuerpo se puede aproximar por un paralelepípedo cuya base tiene una superficie de unos 1000 centímetros cuadrados y una altura de, más o menos, 20 centímetros, el volumen de agua desalojado por mi espléndido cuerpo ascenderá hasta los 5 litros, de lo que se deduce fácilmente que debo tener sumergidos bajo el agua 5 cm y, por contra, fuera de ella han de asomar forzosamente los otros 15 restantes. Si vuelvo ahora a aplicar el mismo principio de Arquímedes pero cuando el niño regordete se suba a mi grupa, resulta que me veré completamente sumergido en el agua o, dicho de otra forma, me hundiré siempre y cuando el chaval supere los 15 kg de peso. ¡Pero si este crío está rechonchito como una buena morcilla de Burgos y pesa lo menos 75 kg! La única posibilidad que vislumbro es hincharme a comer como un cosaco. Si consigo mantener la misma densidad que cuando pesaba solamente 5 kg, es decir, la cuarta parte de la densidad del agua, entonces siempre y cuando supere los 25 kg de peso como límite inferior mantendré a flote a Hansel (¿me dijo su nombre o estoy desvariando?). Vale, eso es lo que haré y así este cuento tendrá un final feliz, aun a costa de convertirme en un pato con obesidad mórbida.”

Y así andaba pensando el sabio y culto pato con formación científica versado en la estática de los fluidos del Bosque. Como no había mucho tiempo y el cuento se tenía que acabar, echó alas al bolsillo y sacando un tubo de pasta concentrada de hamburguesa de McDonalds del Bosque, la engulló con frenesí, notando al instante que se había pasado un pelín y que su cuerpo adquiría algo más que la masa crítica necesaria para transportar a los maltrechos hermanos. Pero, ay, en esto que al subirse Hansel a horcajadas sobre el desdichado pato, éste perdió momentáneamente la estabilidad y el sorprendido niño se precipitó al agua. Entonces, ocurrió algo asombroso. El pato, como animado por un ritmo incontrolable digno de la más pura y genuina danza masai, comenzó a oscilar arriba y abajo, arriba y abajo, arriba y abajo, volviendo en cada ocasión a su posición inicial. Finalmente, se detuvo. Así, Hansel pudo volver a subirse a su lomo y al fin alcanzar la añorada orilla opuesta del estanque. A continuación, el pato procedió de la misma manera, esta vez con más cuidado, con Gretel. Los niños se despidieron con lágrimas en los ojos de su amigo y colaborador, no sin desearle antes una saludable dieta y una vigorizante tabla de ejercicios.

Una vez salvados, Hansel miró extrañado a su hermana Gretel, preguntándole si sabía lo que había sucedido y cuál era la razón de que el pato hubiese ejecutado aquella danza sin sentido. ¿Tenía efectos secundarios nocivos para la salud la pasta de hamburguesa concentrada?

“Nada de eso”, le contestó rotundamente Gretel. “Ha pasado una cosa muy sencilla, y si en lugar de ver tanta televisión y jugar compulsivamente a los videojuegos, te hubieras estudiado bien la lección de flotabilidad y dinámica de fluidos, lo entenderías perfectamente”. Mientras caminaban, Gretel le explicaba a Hansel que debido al nuevo tamaño del pato, éste debería haber respetado las leyes de la escala. Como su peso había aumentado en un factor 6, desde los 5 kg iniciales hasta los 30 kg después de ingerir la pasta de hamburguesa, su volumen debía de haberse incrementado en la misma proporción y, por lo tanto, ahora el paralelepípedo que constituía su nuevo corpachón tendría una base de 3310 centímetros cuadrados; su altura sería de 36,4 cm, de los cuales 9,1 estaban sumergidos en el agua y 27,3 flotando por encima de la superficie. Al subirse Hansel a su grupa, ésta se hundió hasta los 31,7 cm, dejando a flote únicamente 4,7 cm. Pero al caerse Hansel, el pato no tuvo más remedio que seguir las inexorables leyes de la física y comenzó a describir un movimiento armónico simple, cuya amplitud era de 22,6 cm, es decir, el cuerpo del pato subía y bajaba recorriendo en cada trayecto 45,2 cm (el doble de 22,6) y empleando 6 décimas de segundo en cada vaivén. Al final, el rozamiento viscoso con el agua lo había detenido. Todo encajaba a la perfección.

Aún caminaron un largo trecho hasta que finalmente divisaron las lucecitas de su casa. Al llegar se encontraron con una orden de desahucio clavada en la puerta y no había ni rastro de sus padres. Pero esa es otra historia…



MORALEJA: Mira la televisión y juega a la consola con moderación. No tires cartones al suelo, usa gormitis. No maltrates a tus padres, podrían mandarte a casa de una tía buena. Cuando vayas al parque ceba a los patos todo lo que puedas, quizá algún día un pato gordo pueda salvarte la vida. Y por último: ¡estudia física, cabrón!


Fuentes:

Don't try this at home. Adam Weiner. Kaplan Publishing. 2007.

272 exámenes de física. J.L. Torrent Franz. Tébar Flores. 1994.


Mi puto cerebro, Sergio L. Palacios (Ph. D.), Journal of mental taraos and absolutely superior intelects, Vol. 69, p. 69-96. November 2010.