El escorbuto: la pequeña gran historia de una enfermedad terrible (1ª parte)

Hace tan sólo unos pocos siglos, durante la época de los viajes alrededor del mundo, las heroicas travesías y las grandes exploraciones oceánicas europeas, un terrible infortunio asolaba a las tripulaciones y a los viajeros, sin distinción de raza, creencias o condición social.

Sin embargo, se había observado que cuando los marineros del viejo continente entraban en contacto con otros pueblos del mundo, comprobaban que éstos no se veían afectados por la misma desgracia. Incluso los esquimales del Ártico tampoco parecían sufrir los rigores de aquel horrible mal, a pesar de que tanto su forma de vida como su alimentación, carente de ciertos productos aparentemente básicos, entre los que se encontraban las verduras frescas, la leche, el queso o los cereales, resultaban muy diferentes. Más aun, en realidad se alimentaban casi exclusivamente a base de carne y pescado crudo durante la mayor parte del año. Análogamente sucedía con los habitantes del desierto arábigo y todo ello contribuyó a hacer creer a los primeros estudiosos médicos del tema que una alimentación defectuosa no era la causa de aquella enfermedad conocida como escorbuto.

Ya se había descrito una dolencia similar en la época de los antiguos griegos y los legionarios romanos se habían topado con ella al explorar las tierras del norte de Europa. Hoy en día, resulta cuando poco irónico que pueblos viajeros de la antigüedad como los vikingos y los chinos ya conociesen el valor incalculable de llevar a bordo productos tales como arándanos frescos, algas o jengibre, que impedían la aparición del temido escorbuto durante los viajes que realizaban los navegantes de aquellos países, a menudo mucho más cortos que las grandes travesías marítimas posteriores. En el siglo XVII los marineros de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales llegaron a hacer un intento efímero de cultivar hortalizas en la cubierta de sus embarcaciones, que fracasó cuando los temporales y las olas que barrían la cubierta se llevaban la tierra de cultivo.

A lo largo de los siglos XVI, y sobre todo, XVII y XVIII, la mayoría de aquellas enormes embarcaciones construidas por las grandes potencias mundiales de la época estaban destinadas a surcar los océanos de un mundo en expansión, en viajes de exploración y comercio. Para reclutar marineros, los oficiales de la marina no tenían más remedio que recurrir a las consabidas patrullas de leva. Constituida por varios hombres armados, la patrulla les golpeaba, les arrastraba a bordo y les enrolaba en la Armada. Una vez se encontraban a bordo, los hombres estaban sujetos a los rigores del derecho marítimo y escaparse equivalía a desertar. La deserción se castigaba con la muerte. Hasta un tercio de la dotación de una embarcación podía estar formado por hombres reunidos en tierra por la patrulla de leva. En cuanto la nave se hacía a la mar, el abismo social entre los oficiales y los tripulantes se hacía aún más evidente; en alta mar, el capitán se convertía prácticamente en un dictador.


Los recién admitidos "voluntarios" se instalaban inmediatamente junto a los demás miembros de la marinería y contagiaban su malestar y sus enfermedades a toda la tripulación, a lo que contribuían enormemente la sobrepoblación de las embarcaciones, así como las condiciones poco sanitarias. La sífilis, la malaria, el raquitismo, la viruela, la tuberculosis, la fiebre amarilla, las enfermedades venéreas, la disentería, el tifus, la fiebre tifoidea y las intoxicaciones alimentarias eran compañeros de viaje constantes.

Un gran número de tripulantes era imprescindible porque, además de atender a las velas, se necesitaban equipos de ocho a doce hombres para operar cada cañón. Por una mera cuestión de alto índice de mortalidad, los buques de la Armada debían llevar muchos más tripulantes de los necesarios. Acciones tan habituales como dormir, toser o estornudar con una distancia de unos treinta y cinco centímetros entre unos y otros, que era la distancia típica entre camastros, fomentaba el contagio de todo tipo de enfermedades infecciosas.

Por lo general, la dieta de los marineros era asombrosamente parecida entre los distintos países, ya que no hacía más que reflejar los productos que se podían conservar durante más tiempo. A partir de 1757, la Armada Británica empezó a suministrar una sustancia vital e innovadora, llamada sopa portátil. Se trataba de una sopa deshidratada, preparada con todos los despojos de los bueyes sacrificados en Londres para el uso de la Armada, aderezados con sal y combinados con algunas verduras. Se podía conservar durante años. Hasta entonces, el menú a bordo consistía en ingentes cantidades de carne salada de ternera y cerdo, salazones de pescado, barriles de cerveza inglesa y ron de las Antillas, descomunales sacos de lona llenos de harina, guisantes secos y avena, enormes quesos, grandes pastillas de mantequilla, barriles de melaza y una cantidad formidable de galleta seca y pan bizcochado. Uno de los pocos alimentos especiales, muy apreciado por los marineros, era el poso grasiento que quedaba en el fondo de la cacerola después de hervir la carne salada. Desgraciadamente y a pesar de su elevado contenido calórico, la pasta impedía la correcta absorción de los nutrientes de los demás alimentos, ya que el acetato de cobre de las ollas se disolvía en la misma grasa.

Desgraciadamente, tras una estancia prolongada en alta mar, las provisiones empezaban a pudrirse irremediablemente, en parte debido a que se almacenaban en lugares húmedos. Gracias al suministro constante de comida en malas condiciones, las ratas engordaban y llegaban a estar tan rellenas como conejos pequeños. Tras varios meses de consumir raciones marítimas, para muchos marineros las ratas eran la única fuente de carne fresca en el barco.


Antes de consumirse, la carne se lavaba en el mar durante medio día para eliminar el exceso de sal. Los marineros se quemaban la boca con esta sal y sentían aún más sed, agotando rápidamente sus escasas raciones de agua potable. A menudo, en vez de beber agua, apagaban la sed con cerveza, grog o vino. Para alivio de los marineros, a finales del siglo XVIII se extendió la costumbre de repartir también té y una bebida de cacao. Pero incluso hasta el agua dulce se emponzoñaba tarde o temprano, de modo que la bebida habitual a bordo era el alcohol: al principio del viaje se consumía cerveza, hasta que se echara a perder; a continuación bebían vino rebajado con agua a o bebidas alcohólicas más fuertes, también rebajadas. El alcoholismo era endémico entre tripulantes y oficiales por igual y era habitual que los médicos tuvieran que atender las fracturas de huesos de los marineros que se habían caído de la jarcia, borrachos. Tras algunos meses de sobrevivir a base de galletas podridas e infestadas de gusanos, agua salada y malsana, queso mohoso, avena plagada de cucarachas y cerveza pasada, los tripulantes quedaban debilitados y vulnerables a toda una gama de enfermedades. Cada elemento de sus condiciones de vida y trabajo contribuía a la peor de todas las enfermedades marítimas: el temido escorbuto.

Las especias no sólo eran un producto preciado por su capacidad de preservar la carne o de ocultar el hedor de una carne pasada, sino que a ciertas especias como la nuez moscada y el clavo se les atribuían propiedades curativas, para remediar varias enfermedades que asolaban Europa. El valor de algunas especias era superior al del oro y este valor servía de inspiración para muchos marineros que arriesgaban sus vidas al navegar hacia lo desconocido.


En cambio, los oficiales no solían caer víctimas del escorbuto con la misma virulencia y era común entre muchos de ellos la opinión de que se trataba de una dolencia característica de las clases bajas. El capitán y los oficiales vivían en condiciones algo más salubres y menos hacinadas. Siempre llevaban una reserva de sus propios alimentos, que solían incluir frutas y verduras frescas, tanto deshidratadas como en escabeche.

A medida que se construían naves cada vez más grandes, se realizaban viajes más largos y aumentaba el tráfico marítimo, el escorbuto era un problema que empeoraba progresivamente, a pesar de contar con un historial que ya era extenso y maligno, desde antes de la era de los grandes veleros.

El registro anual de 1763 presentó las bajas entre los marineros británicos durante la Guerra de los Siete Años contra Francia: de los 184.899 hombres enrolados y reclutados para la guerra, 133.708 habían fallecido de diversas enfermedades, principalmente de escorbuto. En comparación, sólo 1.512 hombres murieron en acción.

El primer comandante naval en regresar de un largo viaje con la noticia de que el terrible mal no había logrado diezmar su tripulación fue el célebre capitán de navío James Cook, quien en 1770 pudo aprovechar el gran esfuerzo realizado por el Ministerio Británico de la Marina. No sólo se le proporcionaron todos los remedios conocidos hasta entonces para terminar con el escorbuto, sino que le ordenaron que no escatimara esfuerzos ni recursos en hacer lo que fuera necesario para derrotar de una vez por todas a la enfermedad. Sin embargo, la historia de la exploración y la expansión naval europea es la historia del escorbuto y ninguna de las grandes expediciones se libró de él, de una manera u otra. Los armadores y los gobiernos calculaban que en cualquier gran viaje  aquél causaría una mortandad del cincuenta por ciento entre los marineros. De hecho, así había sucedido, entre otras, a la expedición del mismísimo Fernando de Magallanes, entre los años 1519 y 1522. Del total de 216 miembros de la expedición, tan sólo sobrevivieron un barco y dieciocho hombres, que arribaron a puerto maltrechos y con una terrible historia de sufrimiento y desventura (Magallanes había fallecido en las Filipinas en 1521). El escorbuto había sido el peor asesino, dando cuenta de la mitad de la tripulación durante dos grandes brotes, uno en el océano Pacífico y otro en el Índico, ambos declarados a bordo cuando se encontraban lejos de tierra y llevaban mucho tiempo en alta mar.

En la actualidad, con los conocimientos de que disponemos, resultaría verdaderamente muy poco habitual que una persona estuviera aquejada de un cuadro de escorbuto, pero en el remoto caso de que llegara a suceder, el remedio sería evidente, a la par que económico y fácil de obtener y los síntomas se identificarían enseguida: las encías de los marineros se inflamaban tanto que llegaban a cubrir tanto los dientes superiores como los inferiores, de modo que los enfermos no eran siquiera capaces de comer y acababan muriendo de hambre.

Sus encías estaban podridas hasta las raíces de sus dientes y sus mejillas estaban duras e hinchadas; los dientes estaban a punto de caerse… y su aliento desprendía un hedor espantoso. Las piernas estaban tan débiles que no eran capaces de transportar sus propios cuerpos. Estaban aquejados de múltiples dolores y achaques, llenos de manchas azuladas y rojizas, algunas grandes y otras del tamaño de una mordedura de pulga.. Sin embargo, no siempre fue así.


En efecto, ya en 1586, Thomas Cavendish había llegado a asegurar que el escorbuto era una infección de la sangre y del hígado. El marinero francés François Pyrard escribió en 1603 que la enfermedad se contagiaba muy fácilmente, incluso al acercarse o respirar el aliento de otro. Un médico francés llamado Lescarbot teorizó en el año 1605 que la enfermedad se debía a la mala calidad del aire, la gran podredumbre de la madera y una indigestión de carnes pasadas, frías y dañinas. De vez en cuando se ponía de moda la idea de que las causas del mal se debían a la alimentación, pero esta teoría pronto quedaba sepultada bajo un alud de otras, a cual más alejada de la realidad. En 1712 John White afirmaba algo que hoy día nos parece inaudito: que la fruta fresca era una causa directa de la inflamación del intestino delgado. White declaró que al llegar a países en los que abundasen las naranjas, los limones, las piñas, etc. convendría asegurarse de que los tripulantes consumiesen la menor cantidad posible de estas frutas ya que, según él, eran la causa más habitual de las fiebres y la obstrucción de los órganos vitales. Aún en 1736 el médico y cirujano naval William Cockburn aseguraba en una influyente obra sobre enfermedades navales que el escorbuto no tenía nada que ver con la alimentación sino con la indolencia, que impedía una correcta digestión y provocaba la aparición de la temida enfermedad.

A toda esta confusión reinante, contribuía sin duda de forma evidente el hecho de que, de cuando en cuando, de manera inesperada, el escorbuto no se cobraba sus víctimas. Por increíble que pudiera parecer, algunos pacientes desahuciados por la opinión médica y el sentido común se recuperaban o eran curados de forma totalmente fortuita, como un marinero que se sometió en 1596 al tratamiento del médico inglés William Clowes. Clowes ofreció al marinero una taza de cerveza enriquecida con pimienta, canela, jengibre, berros, coclearia y otras hierbas. Fueron los berros y la coclearia los responsables de la curación, aunque nunca llegó a averiguarlo. El ingrediente clave del remedio, como hoy es bien conocido, el ácido ascórbico o vitamina C, era del todo invisible a los ojos de aquellos cirujanos, médicos y científicos.


Los seres humanos necesitamos ácido ascórbico para crear y mantener una importante enzima llamada prolil hidroxilasa. Sin esta enzima, el cuerpo es incapaz de producir la proteína colágeno, un cemento vital para la conectividad interna de los tejidos, los huesos y la dentina de los dientes. Cuando sufrimos una herida, el colágeno actúa como el mortero que reconecta los tejidos rotos y los huesos fracturados. Un defecto del mismo permite que se despeguen las paredes de los vasos capilares, que se deshaga el tejido óseo y se desintegren las encías. La dentina es una sustancia de la raíz de nuestros dientes que también se degenera sin ácido ascórbico, provocando que los dientes se aflojen y en última instancia se caigan. Sólo las cobayas, ciertas especies de primates y algunos murciélagos muestran la misma incapacidad de los humanos para producir internamente el ácido ascórbico. La mayoría de los animales producen su propia dosis y son inmunes al escorbuto... (continuará)


2 comentarios:

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    1. Los capitanes eran como dictadores...¿Tan poco valía una vida? [Actualmente para algunos consejeros y otros nuevos condeses/as tampoco] Interesantísimas las falacias médicas nacidas de la poca observación o nula investigación, sólo basada en tópicos errados, algunos de los cuales continúan...
      Aunque ya sabemos que los medios no eran los ideales y muchos asuntos estaban en pañales.
      [Planteamientos similares se podrían comparar para las grandes singladuras espaciales...(cuando las haya. De ahí al importancia de descubrir o inventar nuevos sistemas de propulsión o viaje) con los alimentos, afección de los huesos por falta de gravedad, horarios, etc.]
      (Algo puse inadecuado en el anterior que ahora rectifico, aunque en prosa poética bien podría ser por su fonética. Gracias :)´ )
      Breves Saludos.

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