¿Construir una ciudad de oro submarina? Los huevos...


Un barco naufraga en medio de una terrible tormenta en el océano. Un puñado de supervivientes son rescatados por el submarino Nautilus, al mando de un tal capitán Nemo, y conducidos hasta Templemer, la ciudad sumergida creada asimismo por el enigmático personaje y en la que habita una sociedad utópica, aislada del resto de la raza humana.

La codicia de los recién llegados no tardará en suponer una amenaza, no solamente para los habitantes de la ciudad, sino para la propia ciudad, una increíble megalópolis diseñada y construida a base de oro que abunda por doquier, pues no es más que un subproducto obtenido a partir de la síntesis del aire (¡?) que necesitan para respirar los ciudadanos de Templemer y que no tiene ningún valor pecuniario para ellos.
Las líneas precedentes corresponden al argumento de la película titulada La ciudad de oro del capitán Nemo (Captain Nemo and the Underwater City, 1969) dirigida hace ya más de cuarenta años por James Hill. Se trata de una más entre las decenas de revisiones del personaje creado por el escritor francés Jules Verne, protagonista de dos de sus novelas más célebres: Veinte mil leguas de viaje submarino (Vingt mille lieues sous les mers, 1869-70) y La isla misteriosa (L'Ile Mysterieuse, 1874-1875). Éstas habían sido llevadas al cine con gran éxito por la productora Disney en el año 1954 (protagonizada la primera de ellas por Kirk Douglas y James Mason, en el papel de Nemo) y Ameran Films en 1961, respectivamente.

Aunque podría detenerme en la cuestión de cómo es posible sintetizar un metal pesado y precioso como el oro a partir de elementos más ligeros como son el oxígeno y el nitrógeno que componen el aire tan necesario e imprescindible para los felices habitantes de la ciudad sumergida de Templemer, esquivaré hábilmente el peliagudo asunto, pues imagino que sepáis que todos los elementos de la Tabla Periódica que poseen un número atómico mayor que el del hierro (26) son imposibles de producir por fusión nuclear en el interior de las estrellas, a no ser que tengan lugar fenómenos tan especiales como un evento tipo supernova. Gran parte de los elementos pesados que se encuentran en la naturaleza nacieron en sucesos catastróficos de este tipo; de aquí surge la célebre frase que afirma que "somos polvo de estrellas". Todo lo anterior significa que el oro, cuyo número atómico es 79 difícilmente puede ser un subproducto de la síntesis de elementos mucho más ligeros (el nitrógeno y el oxígeno poseen números atómicos 7 y 8, respectivamente). Sin embargo, y con la mayor y más humilde de las precauciones, dado que no soy ninguna eminencia en el campo de la química, me centraré en otra cuestión, y ésta no es otra que la que tiene que ver con la cantidad de oro que hay en todo nuestro planeta, ya sea extraído de las minas o el que se puede hallar disuelto en el agua de nuestros vastos océanos.



Veréis, resulta que ese metal brillante, objeto de la codicia humana, que es el oro ya fue descrito por los egipcios hace más de 4500 años. Sus propiedades físicas y químicas le hacen ser considerado como uno de los metales preciosos más apreciados por el ser humano a lo largo de la historia. Pero no quiero hablaros aquí tampoco de historia, sino de números. Bien, uno de los ejercicios que llevo a cabo todos los años en mis clases de la universidad durante la primera semana de curso consiste en proponer a mis estudiantes algunos problemas de Fermi. Ya os he hablado de ellos en alguna otra ocasión. Estos problemas consisten en hacer estimaciones de cosas tan aparentemente imposibles de lograr como pueden ser el número de cabellos de una cabeza medianamente poblada, cuántas letras contiene un libro de tamaño medio, el tamaño del recipiente donde podría estar contenida toda la sangre humana o el número de átomos que hay en un cuerpo humano. Los problemas de Fermi son de una extraordinaria ayuda para un científico, pues permiten, además de eliminar óxido de la maquinaria cerebral, desarrollar el sentido crítico y el espíritu escéptico, cualidades ambas tan escasas en los tiempos que vivimos. No es lo mismo tener 10.000 cabellos que tener un millón; es muy distinto creer que en el cuerpo humano hay un trillón de átomos que saber que se encuentran casi diez mil cuatrillones. En cada caso, el orden de magnitud es muy distinto.

Con el asunto del oro podemos hacer algo semejante a un problema de Fermi de los citados anteriormente. En efecto, partiendo de que conocemos la producción anual de oro, que resulta ser de unas 2.700 toneladas métricas, que la densidad del oro es 19,3 veces mayor que la del agua y suponiendo que la raza humana ha estado extrayendo el metal amarillo a un ritmo constante durante un lapso razonable de tiempo como puede ser unos 200 años, resulta que en todo el mundo puede haber aproximadamente 540.000 toneladas de oro. Si todo este oro pudiese juntarse en un cubo macizo, éste tendría unas aristas de algo más de 30 metros de longitud. Todo el oro del mundo cabría en un edificio macizo de 10 plantas. Aunque hubiésemos supuesto una cantidad dos veces más grande de oro, el cubo sólo hubiese aumentado su arista hasta los 38 metros.


Sumerjámonos ahora en las profundidades del océano. Aunque paradójico, no sé si sabréis que en el mar no sólo hay agua, sino también materia sólida disuelta. Esta materia sólida puede alcanzar hasta un 3 % de la masa total. Haciendo una nueva estimación, esta vez de la cantidad total de agua en la Tierra, llegamos a que ésta puede ascender hasta los 1.500 trillones de litros. En esta inmensa masa de agua se encuentran disueltos elementos como el sodio, cloro (ambos forman la sal común o cloruro sódico), magnesio, azufre, potasio, etc. Pero resulta que también podemos hallar plata y oro. Y aquí viene el problema, pues existen estimaciones para todos los gustos de la cantidad de oro disuelta en los océanos, unas más optimistas y otras menos. Yo me quedaré con la que proporcionaron en 1990 dos científicos del MIT y que fue publicada en el volumen 98 de la revista Earth and Planetary Science Letters. Estas dos personas, Kelly Kenison-Falkner y John Edmond, midieron concienzudamente las concentraciones de oro disuelto, tanto en el océano Atlántico como en el Pacífico norte y hallaron que, en promedio, tan sólo ascendían a, aproximadamente, 1 gramo de oro por cada 100 millones de toneladas de agua. Por lo tanto, si se pudiese extraer de alguna manera todo el oro de los océanos de nuestro planeta, únicamente nos haríamos con unas 15.000 toneladas, esto es, el 2,78 % de la producción mundial de oro a lo largo de toda la historia que estimamos unas líneas más arriba. Al capitán Nemo y sus fieles les va a hacer falta un poco de paciencia para poder construir su deslumbrante ciudad sumergida. Al fin y al cabo, no es oro todo lo que reluce...





3 comentarios:

  1. Hay un fallo en el razonamiento: Si hubiera pasado que Nemo ya hubiera construido su ciudad dorada en el siglo XIX es normal que las medidas de concentracion en este siglo diesen tan poca concentracion de oro.

    Es igual que si un arqueologo del futuro pretendiese estimar haciendo perforaciones aleatorias si los humanos tenian suficiente petroleo para construir esta civilizacion. Ey, el petroleo ya lo hemos quemado.

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