Un genio solitario y cinco relojes (1ª parte)


Hoy en día no solemos dar importancia al hecho de conocer nuestra posición exacta (con una precisión de unos pocos metros) sobre la Tierra. Estamos habituados a pulsar un botoncito en nuestro "smartphone" de última generación y conocer al instante nuestra latitud, longitud y altitud y todo ello sin saber absolutamente nada de triangulación, matemáticas, física o satélites artificiales.

Quien más y quien menos ha oído hablar de las líneas de latitud, los denominados paralelos, circunferencias paralelas al ecuador y con longitudes decrecientes hasta que llegan finalmente a los polos. Por otro lado, las líneas de longitud son los no menos célebres meridianos, semicircunferencias de idéntico tamaño todas que pasan por ambos polos terrestres.

En el año 150 Claudio Ptolomeo ya había trazado ambas clases de líneas en los 27 mapas de su primer atlas mundial. Se le ocurrió situar el ecuador justamente en el paralelo cero. El meridiano cero lo hizo pasar por las islas Afortunadas (Canarias y Madeira). Hay que tener en cuenta, sin embargo, que la ubicación del meridiano principal es completamente arbitraria, una decisión puramente política y para nada científica.

Aunque en tierra firme el problema de la determinación de las coordenadas de posición no suponía un contratiempo serio, no sucedía lo mismo en el mar, donde los barcos que debían recorrer largas singladuras se enfrentaban a menudo a dificultades enormes que, en innumerables ocasiones, terminaban en tragedia a causa de los errores en la estimación de la longitud ya que, en efecto, la latitud se podía calcular fácilmente mediante la duración del día o la estimación de la altitud del Sol, o bien según estrellas indicadoras conocidas por encima del horizonte.

En cambio, para averiguar la longitud en el mar había que saber qué hora era en el barco y, al mismo tiempo, en el puerto base u otro lugar de longitud conocida en ese mismo momento. Cada día, cuando el navegante volviese a ajustar el reloj del barco según el mediodía local en el mar, en el momento en que el Sol llegaba al punto más alto del cielo o cénit, consultando después el reloj del puerto base, cada hora de diferencia entre ambos se traduciría en 15º de longitud (al ser esférica la Tierra, un ángulo de 360º equivale a las 24 horas que dura el día).

Desafortunadamente, la cosa no resultaba tan sencilla. En el puente de un barco los relojes atrasaban, adelantaban o, peor aún, se paraban. El aceite lubricante se fluidificaba o se espesaba, los elementos metálicos se contraían o dilataban y un sinfín más de penalidades hacían acto de presencia de forma pertinaz a causa de las cambiantes condiciones meteorólogicas: temperatura, humedad, presión, etc. El error en la determinación de la longitud prolongaba las travesías, condenándolas al escorbuto, la peor de las enfermedades y la causa del mayor número de muertes en toda la historia de la raza humana. Se optaba, pues, por transitar rutas conocidas, lo que, por otra parte, era del dominio público entre los piratas.


El 22 de octubre de 1707, cerca de las islas Sorlingas, cuatro de los cinco barcos de guerra comandados por el almirante sir Clowdisley Shovell se hundieron por un error en la estimación de la longitud. Murieron 2000 hombres. Uno de aquellos marineros había tenido la osadía de efectuar su propio cálculo sobre la posición de la flota. Esta actitud estaba terminantemente prohibida en la Marina de Guerra inglesa. Shovell ordenó que aquel hombre fuese ahorcado en el acto por insubordinación. Solamente Shovell y otra persona más sobrevivieron al naufragio. En la misma playa, Shovell fue asesinado por una mujer que pretendía arrebatarle el anillo de esmeraldas que llevaba en uno de sus dedos.

Casi siete años después del incidente de Shovell, en 1714, se promulgó el famoso Decreto de la Longitud, según el cual el Parlamento prometía una recompensa de 20000 libras a quien propusiera una solución viable al problema. Comenzaba, pues, una historia que se prolongaría durante casi seis décadas para resolver el problema científico más grande hasta entonces, una historia en la que se pueden encontrar intrigas, envidias, traiciones, gente buena, algún que otro supervillano y, sobre todo, un superhéroe atípico. Esta es la historia de un hombre que no estaba dotado de superpoder alguno, al menos como solemos entenderlos, sino de algo mucho mejor: un genio solitario, carpintero y relojero artesano, armado tan sólo de una paciencia y un tesón infinitos que osó enfrentarse a los científicos más brillantes de su época y les venció.

Desde principios del siglo XVIII ya era bien sabido que conocer la hora en el puerto base constituía la principal dificultad para establecer la longitud del barco en alta mar. Existían tres métodos enfocados a la resolución de la cuestión. En 1514 el astrónomo alemán Johannes Werner intentó aplicar los conocimientos acerca de los movimientos de la Luna a la determinación de la posición de un barco en el océano. Propuso cartografiar las posiciones lunares con respecto a las estrellas a lo largo de unos cuantos años para que sirviera de referencia a los navegantes. El problema era que en el siglo XVI no se conocían con precisión las posiciones de las estrellas. Los medios de la época no permitían tampoco predecir con exactitud la posición y distancia de la Luna respecto a las estrellas. Fue una técnica adelantada a su tiempo.

Un siglo después, en 1610, Galileo creyó haber resuelto el problema. Descubrió los cuatro satélites principales de Júpiter y midió sus períodos orbitales. Confeccionó unas tablas con sus apariciones, que se extendían durante varios meses. Comunicó su idea al rey Felipe III, quien había anunciado un premio en 1598. El método de Galileo fue rechazado por diversas pegas: imposibilidad de observar Júpiter durante el día y necesidad de cielo despejado por la noche. Galileo, incluso llegó a diseñar y construir un casco con el que podría observarse Júpiter mediante un telescopio dispuesto en una de las dos aberturas oculares, desde el cual enfocaba los satélites; por la otra se observaba el planeta. Sin embargo, bastaban los latidos del corazón para que el gigantesco planeta se desplazase del campo de visión del telescopio. Sobre la cubierta bamboleante de un navío, resultaba una quimera.

En 1674, Charles II de Inglaterra nombró a John Flamsteed su "observador astronómico" personal, el primero en la historia, y este cargo pasaría más adelante al de astrónomo real, es decir, director del observatorio. Este observatorio fue mandado construir en Greenwich Park, donde aún permanece. Su principal objetivo era determinar con precisión las posiciones de la Luna y las estrellas para resolver de una vez por todas el problema de la longitud.

El tercer método había sido propuesto varias décadas antes que el de Galileo. Así, en 1530 el astrónomo flamenco Gemma Frisius proclamó al reloj mecánico contendiente en la lucha por hallar la longitud en el mar. En 1559 el inglés William Cunningham reavivó la idea. Desgraciadamente, estos relojes de bolsillo recomendados adolecían de una dificultad que los hacía prácticamente inviables: solían atrasarse o adelantarse hasta 15 minutos al día. Los relojes no experimentaron avances significativos antes de 1622, cuando el navegante inglés Thomas Blundeville propuso utilizar un "horómetro o reloj de bolsillo" para determinar la longitud en las travesías transoceánicas.

Sería nada menos que Christiaan Huygens quien construiría su primer reloj regulado con un sistema de péndulo en 1656. En 1658 publicó su "Horologium" donde aseguraba que el reloj por él diseñado constituía un instrumento idóneo a la hora de establecer la longitud en alta mar. El balanceo del barco y las condiciones atmosféricas desfavorables afectaban muy negativamente las oscilaciones del péndulo, que había sido probado con relativo éxito en barcos dispuestos a colaborar entre los años 1660 y 1664. Para solucionarlo, Huygens inventó el muelle espiral de volante, patentándolo en 1675 en Francia. Robert Hooke le acusó de robarle la idea; la disputa se prolongó durante años.

Suele suceder en no pocas ocasiones a lo largo de la historia que, cuando la ciencia no consigue resolver durante mucho tiempo un problema acuciante, se genera el caldo de cultivo propicio para la aparición de soluciones aparentemente milagrosas, inesperadas, absolutamente originales y que misteriosamente nadie había reparado antes en ellas. Entre las soluciones que se propusieron para zanjar el problema de la longitud las había de lo más estrambótico. Una de las más conocidas es la atribuida a sir Kenelm Digby, quien en 1687 descubrió "el polvo de la simpatía" (como si hiciera falta la simpatía para "eso"). Al parecer, este polvo podía curar, supuestamente, a distancia (una especie de entrelazamiento pólvico, digamos). Lo único que había que hacer era aplicarlo a un objeto perteneciente al enfermo. Extendiendo el polvo sobre la venda que cubría una herida, se aceleraba su cicatrización.

La idea consistía en aplicar el polvo de Digby al problema de la longitud. Habría que subir a bordo del barco un perro herido, dejando en tierra a alguien encargado de sumergir diariamente la venda del animal en la solución de simpatía, siempre a mediodía. El aullido del perro indicaría la hora a bordo. Cotejando con la hora local se podría establecer la longitud. ¿Cómo no había caído nadie en ello hasta entonces?

En 1713 William Whiston (sustituto de sir Isaac Newton en la cátedra lucasiana de matemáticas de Cambridge) y Humphrey Ditton publicaron un artículo en "The Guardian". Proponían situar una flota de barcos separados por intervalos de unas 600 millas, que estarían encargados de lanzar cañonazos a horas conocidas. Un buque podría establecer la longitud cronometrando la diferencia entre las señales acústica y luminosa, siempre que los disparos fuesen efectuados en lugares de latitud y longitud conocidas aproximadamente (utilizando otras técnicas, como los eclipses de los satélites galileanos de Júpiter, por ejemplo). El mismo año apareció el trabajo de Whiston y Ditton, por segunda vez, en "The Englishman". En 1714 se publicó en forma de libro titulado "A New Method for Discovering the Longitude Both at Sea and Land". La tenacidad e influencia de ambos condujo a la firma de una petición por parte de los capitanes de navío de Su Majestad, comerciantes de Londres y capitanes de buques mercantes que desafiaban al Parlamento y le conminaban a resolver de una vez por todas el problema de la longitud. Debía ofrecerse una auténtica fortuna a quien hallara la solución.

En junio de 1714 una comisión parlamentaria solicitó un informe pericial a Newton y a Halley. Newton calificó los distintos procedimientos conocidos como correctos en teoría pero de difícil ejecución. En particular, el método del reloj no le convencía en absoluto. Como veremos más adelante, los genios más absolutos también se equivocan.

El Decreto de la Longitud, promulgado bajo el reinado de la reina Anne el 8 de julio de 1714, recogía todas las conclusiones. Se establecieron tres premios: un primero de 20000 libras esterlinas (equivalente a varios millones de euros actuales) por un error no superior a medio grado de un círculo máximo; un segundo de 15000 libras por un error no superior a 2/3 de grado; finalmente, un tercero de 10000 libras por un error no superior a un grado (60 millas náuticas, unos 109 kilómetros). Se nombró un Consejo de la Longitud, formado por científicos, oficiales de marina y funcionarios gubernamentales. Sobrevivió hasta 1828 y, por entonces, había llegado a desembolsar más de 100000 libras esterlinas.

Una de las propuestas mecánicas pioneras fue la del "cronómetro" (término acuñado aquí por primera vez) de Jeremy Thacker. Presentaba dos ventajas indudables: una cubierta de cristal en cuyo interior se había practicado el vacío para proteger el reloj ante cambios de presión y humedad; y una serie de varillas en espiral que mantenían en marcha el reloj mientras se le daba cuerda.

El problema seguía siendo la temperatura, que afectaba enormemente a la dilatación y contracción del material, haciendo que el reloj adelantase y atrasase hasta 6 segundos al día. Esto era mucho ya que medio grado de longitud equivale a dos minutos de tiempo, el máximo error en una travesía de seis semanas desde Inglaterra hasta el Caribe, lo cual hacía tres segundos diarios, como máximo.

John Harrison (nuestro superhéroe) nació el 24 de marzo de 1693 en el condado de Yorkshire, en el seno de una humilde familia de cinco hijos, de los que él era el mayor. Terminó de construir su primer reloj de péndulo en 1713, antes de cumplir la veintena. Aún se conserva en Guildhall, Londres. Estaba hecho de madera y concluyó otros dos idénticos en 1715 y 1717.


Hacia 1720 comenzó a construir un reloj de torre en Brocklesby Park, que finalizó en 1722. Aún funciona hoy, 291 años después. No necesita lubricación, pues está tallado en madera de guayacán, una madera tropical que exuda una grasa natural. Sustituyó el hierro y acero por latón, mucho más resistente a la oxidación. Entre 1725 y 1727, en compañía de su hermano James, construyó otros dos relojes. Su precisión siempre se mantuvo por debajo de un segundo a lo largo de un mes entero.

Harrison era consciente de que si realmente quería resolver el problema de la longitud debería abandonar la idea de su péndulo de rejilla y sustituirlo por un dispositivo de engranajes de vaivén que soportase las embestidas de las olas en el océano.

En 1730 John Harrison viajó a Londres pero no logró encontrar la sede oficial del Congreso de la Longitud. Nunca se había reunido. Decidido a no darse por vencido, optó por acudir a ver a uno de sus miembros: Edmund Halley. Éste le aconsejó visitar a George Graham, un conocido fabricante de relojes. Cuando se despidieron, Graham le facilitó un generoso préstamo. Los siguientes cinco años, Harrison, junto a su hermano James, los dedicaron a construir el primero de sus relojes marinos, el H-1 (pesaba 34 kilogramos). Se conserva (le dan cuerda a diario) en una caja de cristal blindado en el Museo Marítimo Nacional de Inglaterra. En 1735 John lo llevó a Londres y se lo entregó a Graham, quien lo presentó a la Royal Society. A pesar de todo, el Ministerio de Marina aplazó un año las pruebas y el ensayo del reloj. Fue embarcado a bordo del Centurión, con rumbo a Lisboa. Su capitán falleció al poco de arribar a puerto y no anotó nada en su diario. A la vuelta, que duró un mes, el patrón del Orford, Roger Wills, condujo a Harrison a Inglaterra. Wills estimó que se encontraba en Start, cerca de Dartmouth; Harrison le contradijo haciendo uso del H-1, situando el barco a 96 km al oeste de Start. Tenía razón. Una semana después se reunía el Consejo de la Longitud por primera vez desde su fundación, 23 años antes.

Cuando todo parecía a favor, Harrison, en un acto sin precedentes pleno de honradez y honestidad científica, hizo autocrítica de su propio invento, solicitando financiación para mejorarlo en un plazo de dos años, al cabo de los cuales regresaría y solicitaría una misión especial a las Indias Occidentales para probarlo. La ayuda solicitada por Harrison ascendía a 500 libras esterlinas. A cambio, otorgó el H-1 y el H-2 (la versión mejorada del primero) para su "uso público". Era el 30 de junio de 1737. Comenzaban las penurias... (Continuará)


Fuentes:

The longitude problem from the 1700s to today: An international and general education physics course. T. J. Bensky. American Journal of Physics. Vol. 78, 40-46. January 2010.

Longitud. Dava Sobel. Círculo de Lectores. 1999.


3 comentarios:

  1. Interesantísima historia. Nos quedamos con la intriga de cómo terminará.

    Sólo una pequeña corrección, los meridianos son semicircunferencias, no circunferencias.

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  2. vaya muy bueno, sera cuestion de que sigas con la historia

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