Orígenes. El universo, la vida, los humanos (reseña)

Mi pequeña historia con el libro objeto de la presente reseña ha sido increíble. Uno de sus autores, Carlos Briones, amigo y colega, con quien he compartido mesa y cubiertos y estupendas conversaciones durante las comidas en el evento Naukas Bilbao, tuvo a bien recomendarme a su editorial para que ésta me enviase un ejemplar de Orígenes. El universo, la vida, los humanos. Corría más o menos el mes de septiembre pasado. Me puse enormemente contento y la ansiedad comenzó a devorarme, cosa habitual en este impresentable que os escribe. Yo ya había leído otro de los maravillosos libros de Carlos Briones (tal y como reseñé aquí mismo) y la impaciencia por volver a disfrutar de su última criatura era casi insoportable. Así pues, esperé a que el servicio de mensajería o correos hiciese su trabajo. Pasaron los días, las semanas y el libro no llegaba (ya me había sucedido algo parecido con otros libros de la misma editorial, así que me lo tomé como algo "normal"). A primeros del mes de noviembre aún seguía esperando, así que decidí escribir a Carlos para decirle que finalmente me había decidido a no esperar más y ese mismo día acudí a una librería a comprarlo. Por aquel entonces, mi pila de lecturas pendientes ya había vuelto a crecer hasta un límite suficientemente alarmante y Orígenes pasó a ocupar unos cuantos peldaños por debajo. Y entonces, el 3 de este mismo mes de diciembre, al llegar a mi despacho en la universidad, me encuentro un paquete postal de la editorial Crítica con el ejemplar largamente deseado. Habían transcurrido tres meses y ahora descansaban en mis estantes dos ejemplares del mismo libro. ¿No quieres taza? Pues toma dos. Ipso facto se lo comuniqué a Carlos, nos echamos unas risas por Twitter y le dije que procedería según una norma no escrita que siempre aplico en casos similares: los ejemplares que tengo duplicados o las ediciones anteriores de libros de texto que me envían las editoriales siempre los regalo a mis estudiantes universitarios. Me gusta hacer felices a las personas.

El caso es que anteayer mismo terminé de leer Orígenes. Sus autores son, aparte del citado Carlos Briones, Alberto Fernández Soto y José María Bermúdez de Castro. ¿Y por qué tres autores y seis manos? Pues porque el libro lo requiere. Como muy bien dice su título: El universo, la vida, los humanos, Orígenes es en realidad tres libros pero no independientes. Muy al contrario, los tres se encuentran profunda y sustancialmente interrelacionados. Y, por supuesto, cada uno de los tres ha sido escrito por un autor distinto, todos ellos reputadísimos científicos del CSIC con gran experiencia en los temas abordados.

Comienza Orígenes por la física, con 113 páginas a cargo de Alberto Fernández Soto. Confieso que esta es la parte que más he disfrutado, pero no por su calidad ni nada parecido, sino simple y llanamente porque yo soy físico y gran aficionado a la cosmología y la astrofísica, que son los temas que aborda Alberto. Empezando por las bases del modelo actualmente aceptado del Big Bang, pasando por el Modelo Estándar de la física de partículas y las evidencias observacionales principales, como son la expansión del universo descubierta por Edwin Hubble, la síntesis de los núcleos atómicos primordiales y el fondo cósmico de microondas, para finalizar con los descubrimientos más recientes como el de la energía oscura, que puede aportar la respuesta a la pregunta del destino final de nuestro universo, Alberto nos deja en ese justo punto donde siempre suele dejarnos toda disciplina científica y que no es otro que aquel en el que el número de nuevas preguntas supera al anterior. Cuanto más sabemos y aprendemos, tanto más descubrimos que ignoramos y la rueda nunca deja aparentemente de girar. ¿Hay algo más emocionante y estimulante?

A continuación, el bloque dedicado a la biología, a cargo de Carlos Briones, el más extenso, con casi 200 páginas. No me ha parecido un bloque fácil de leer, pero no creo que haya sido culpa de Carlos. Soy un absoluto torpe e inepto para la biología, siempre lo he sido y creo que moriré con la misma ineptitud, a pesar de luchar un día tras otro contra ella. Cuando empiezan a aparecer términos como ribozimas, ribosomas, mitocondrias, nucleótidos, aminoácidos, proteínas, lípidos, nucleico, desoxirribonucleico, ribonucleico, me vuelvo el más absoluto de los obtusos. Suelo perderme entre toda esa terminología y jerga técnica de bases nitrogenadas y mis procariotas y eucariotas se rebelan de forma irracional. Los diez capítulos a lo largo de los cuales se extiende Carlos Briones seguramente harán las delicias de todos aquellos que no sean tan lerdos como yo porque si algo destaca especialmente en las 193 páginas escritas por el bueno de Carlos es la profusión de referencias y estudios, tanto clásicos como recientes (de hecho, esta es una característica de todo el libro, en el que abundan las citas a trabajos llevados a cabo incluso pocos meses antes de editarse el libro).

No obstante, he disfrutado muchísimo de algunos capítulos puntuales, aquellos en que se habla de las ideas pioneras acerca del origen de la vida en nuestro planeta, como la ya célebre sopa de Oparin o Haldane; o las condiciones químicas primigenias en la Tierra, las contribuciones a la química prebiótica de genios como Miller y Joan Oró; el capítulo dedicado a los virus y viroides, con su enorme y decisiva influencia en el desarrollo de la vida tal y como la conocemos; el papel de los genomas; los siempre impresionates extremófilos, para finalizar brillantemente con el origen y evolución de las células con núcleo, los organismos eucariotas y la Explosión cámbrica. En definitiva,  Carlos Briones nos deja a las puertas del tercer y último bloque del libro, tras un deslumbrante y estimulante paseo por millones de años de evolución.

José María Bermúdez de Castro es el encargado de contarnos el origen del ser humano, desde nuestros antepasados más lejanos hasta el hombre actual a lo largo de las últimas 127 páginas. Me ha gustado especialmente la forma en que José María ha titulado los capítulos, con una terminología basada en el lenguaje musical y que al mismo tiempo guarda una relación lógica y perfecta con el contenido de los mismos.

Las pruebas y evidencias aportadas por los registros fósiles, tan escasos en muchas ocasiones, han sido enriquecidas en las últimas décadas por los hallazgos proporcionados por la genética e incluso la física, haciendo de la paleoantropología una ciencia con un marcado carácter interdisciplinar. Y, al final del camino, siempre lo mismo: muchas respuestas, nuevas preguntas, más enigmas que resolver y vuelta a empezar. Con la diferencia de que, aun sin darnos cuenta, somos un poco más sabios. Porque la sabiduría no reside en acumular conocimientos sino en plantear otros por conocer. Esto es lo que nos diferencia como humanos del resto de las criaturas que comparten el planeta Tierra con nosotros.

No quiero finalizar esta breve reseña, que no hace honor en absoluto a la calidad del libro, sin mencionar las maravillosas ilustraciones que lo acompañan, el Prólogo a cargo de Ricard Solé y el estremecedor y emocionante Epílogo con el que concluyen las casi 500 páginas de esta joya, que a buen seguro constituirá una de las tres lecturas obligatorias que impongo a mis estudiantes de primer curso del grado en Biología cada curso académico. Ellos me proporcionarán una calibración más adecuada, natural y espontánea que la que me permiten mi senectud y mis prejuicios. Os mantendré informados...


Algunos libros de divulgación que leeré en 2016

Suele ser muy habitual, y hasta la fecha yo mismo venía haciéndolo, echar la vista atrás en estos días previos a las fiestas navideñas y llevar a cabo una recopilación de las lecturas del autor del blog a lo largo del año que se termina. Este resumen, más o menos detallado pero breve al mismo tiempo, sirve de recomendación tanto para los propios lectores como para que estos puedan hacer lo mismo, de palabra o mediante regalos, con amigos, parientes, etc.

Sin embargo, en esta ocasión, me gustaría hacer algo diferente. Veréis, durante todo el año que ahora termina he ido anotando cuidadosamente los títulos de cuantos libros han pasado por delante de mis ganas de leerlos: hasta hoy, han sido 48, de los cuales 27 trataban divulgación científica, en sentido amplio (física, biología, filosofía, historia) y los otros 21 fueron novelas. Me gusta leer de casi todo y también, de vez en cuando, releer libros que en su momento significaron algo especial y que quiero comprobar cuál es la impresión que me causan al volver a ellos años después. Pues bien, aunque aún restan un par de semanas y a buen seguro daré cuenta de 3-4 libros más, lo que me apetece en esta ocasión es hablar de futuro, no de pasado. Así pues, lo que viene a continuación es una recopilación visual de unos cuantos títulos que, por diversas razones, me han llamado la atención en algún momento del año. Son libros que intentaré leer durante 2016, aunque quizá con el paso de los meses, algunos de ellos caerán en el olvido y otros títulos distintos caerán en mis manos, con lo cual sustituiré unos por otros a buen seguro. No obstante, esto no hace que los primeros pierdan interés, muy al contrario.

Perdonad si no añado comentario alguno a las imágenes de las carátulas, pero es que comentar un libro que aún no he leído me resulta un tanto pretencioso y, además, de esta manera, cada uno podréis buscar información sobre ellos donde os plazca, interesaros por alguno en especial o, simplemente, descartarlos sin más.
































































ACTUALIZACIÓN: Me advierten vía Twitter (Gracias, @tinitun) de que la gente con problemas de visión tiene especiales dificultades para visualizar títulos y autores de los libros que os he puesto solamente en formato imagen. Para solucionar esta cuestión, a continuación, enumero títulos y autores en formato sólo texto. Pido perdón humildemente por mi ignorancia.


  1. The Great Beyond, by Paul Halpern
  2. The Biology of Human Survival, by Claude A. Piantadosi
  3. Curiosidad, por Philip Ball
  4. In Search of Planet Vulcan, by Richard Baum and William Sheehan
  5. How to Clone a Mammoth, by Beth Shapiro
  6. This Idea Must Die, edited by John Brockman
  7. Five Billion Years of Solitude, by Lee Billings
  8. La Teoría Perfecta, por Pedro G. Ferreira
  9. Confessions of an Alien Hunter, by Seth Shostak
  10. Errores Geniales Que Cambiaron El Mundo, por Mario Livio
  11. A World Without Ice, by Henry Pollack
  12. La Sexta Extinción, por Elizabeth Kolbert
  13. Dark Matter and the Dinosaurs, by Lisa Randall
  14. Explicar El Mundo, por Steven Weinberg
  15. Consilience: La Unidad Del Concimiento, por Edward O. Wilson
  16. Boltzmann's Tomb, by Bill Green
  17. Subtle is the Lord: The Science and the Life of Albert Einstein, by Abraham Pais
  18. Los Pilares de la Ciencia, por José Manuel Sánchez Ron
  19. Carl Sagan: Una Vida en el Cosmos, por William Poundstone
  20. Albert Einstein: Su Vida, Su Obra y Su Mundo, por José Manuel Sánchez Ron
  21. ¿Quién robó el cerebro de JFK?, por José Ramón Alonso


La batalla perdida del ciclismo

Muy pocas veces somos plenamente conscientes de que vivimos inmersos en un fluido llamado aire. Gracias a esta mezcla de gases, compuesta por un 78 % de nitrógeno y un 21 % de oxígeno, además de trazas de otros como dióxido de carbono, ozono, hidrógeno, argón, etc., podemos respirar. Sin embargo, cuando queremos movernos, ya sea caminando, corriendo, o a bordo de un automóvil, este mismo aire empieza a mostrar su presencia de forma más que evidente.

En efecto, considerad por un momento el caso de un ciclista que se desplaza por una carretera perfectamente recta y horizontal con una velocidad constante. Si tienes unas nociones básicas de física elemental, como la que se puede estudiar en el instituto, enseguida caes en la cuenta de que sobre el conjunto ciclista-bicicleta actúan cinco fuerzas claramente distintas. Dos de ellas en la dirección vertical: el peso del citado conjunto, dirigida hacia abajo (más o menos, en dirección al centro de la Tierra) y la reacción normal al mismo, dirigida en sentido contrario a la primera. Como la bicicleta no se desplaza en dirección vertical, ambas fuerzas se cancelan entre sí. Esto es una consecuencia directa de la primera ley de Newton.

Las otras tres fuerzas restantes actúan en la dirección horizontal. En primer lugar, el rozamiento con el aire, que como es lógico actúa en sentido contrario al movimiento; la segunda es la fricción entre los neumáticos y el asfalto de la carretera, también opuesta al movimiento; finalmente, nos encontramos con la fuerza imprimida por el ciclista y que hace avanzar la bicicleta. Esta última fuerza debe compensar exactamente la suma de las dos primeras si admitimos que la bicicleta se desplaza a velocidad constante.

Analicemos detenidamente la forma concreta de estas fuerzas de rozamiento. La primera, también denominada arrastre aerodinámico, es de sobras conocida, pues resulta ser dependiente de cuatro factores diferentes: primero, el denominado coeficiente de arrastre aerodinámico, un número que depende de la geometría particular del conjunto ciclista-bicicleta. No es lo mismo que el corredor sea un tipo redondito y gordinflón que un alfeñique escuchimizado, que lleve casco en forma de cabeza de "alien" o que tenga la desfachatez de no llevar casco y luzca un voluminoso peinado "afro"; segundo, el área transversal de la superficie que opone el conjunto ciclista-bicicleta al aire. No es lo mismo que el corredor adopte una posición recogida sobre el manillar que lo haga sentado bien derechito y a "pecho descubierto", enfrentando toda la superficie de su tórax y cabeza;  tercero, la densidad del aire; por último, la velocidad de la bicicleta (o más correctamente, el cuadrado de la velocidad). Cada vez que se duplica uno de los tres primeros factores también se duplica el arrastre aerodinámico, haciendo más costoso desde el punto de vista energético el desplazamiento de la bicicleta. En cambio, si se duplica la velocidad el arrastre se cuadruplica.

En lo que respecta a la otra fuerza de rozamiento, la de los neumáticos con el asfalto, también resulta muy conocida. Su valor numérico se obtiene sin más que multiplicar el peso ciclista-bicicleta por un factor denominado coeficiente de rozamiento por rodadura. Este parámetro se puede determinar mediante técnicas que no vienen a cuento aquí y ahora. Lo único reseñable es que su valor resulta ser extremadamente pequeño, del orden de 0.003 o inferior. Suponiendo que entre el corredor y su montura el peso ascienda a unos 77 kg, la potencia que debería suministrar el corredor al pedalear si quisiera vencer esta fricción con el asfalto y desarrollar una velocidad constante de 43 km/h (el promedio en una etapa en línea del Tour de Francia, por ejemplo) ascendería, aproximadamente, a 27 watts (vatios, para los aficionados a la traducción de nombres propios). Parece sencillo, ¿no es cierto?


Pero hagamos el mismo cálculo estimativo para hallar la potencia requerida si se pretende vencer la fricción con el aire. Los valores conocidos para el producto del coeficiente de arrastre aerodinámico y el área transversal de la superficie opuesta al aire, la densidad del aire y la velocidad de la bicicleta son, respectivamente, 0.3 m2, 1.2 kg/m3 y 43 km/h. Se obtiene, entonces, una potencia de 311 watts. Comparad esta cifra con la obtenida en el párrafo anterior. ¿No es increíble? El corredor debe suministrar a la bicicleta 338 watts (311 + 27) para mantener una velocidad constante de 43 km/h. El 8 % de dicha potencia se consume en vencer la fricción con el asfalto y el restante ¡¡¡¡¡ 92 % !!!! en vencer la irresistible fricción con el aire, el terrible arrastre aerodinámico.


¿Te vas a volver a reír cuando veas una etapa contrarreloj del Tour de Francia y contemples el ajustado intramuscular del maillot, el estrambótico diseño del manillar, las llamativas llantas o el surrealista diseño del casco? Pues piensa que todo ello constituye una lucha deseperada contra el implacable enemigo de la fricción, una batalla perdida de antemano. Y es que muy pocas veces somos plenamente conscientes de que vivimos inmersos en un fluido llamado aire...


Fuente original:
Vassilios McInnes Spathopoulos, A physics heptathlon: simple models of seven sporting events Physics Education, Vol. 45(6), 594 (2010)



Luke Skywalker y Leia Organa: ¿mellizos para siempre?

El 25 de noviembre de 1915 un tal Albert Einstein presentaba ante la Academia Prusiana de Ciencias lo que a partir de entonces se conocería con el nombre de Teoría General de la Relatividad. Hoy se cumplen 100 años de aquel histórico evento científico, uno de los mayores logros intelectuales de la historia de la humanidad.

Para conmemorar semejante hazaña he querido rescatar uno de los capítulos de mi primer libro: La guerra de dos mundos (2008). Se trata de unos cuantos párrafos donde abordo el tema de la "paradoja de los gemelos", formulada originalmente por el propio Einstein y que él mismo resolvió utilizando su Teoría General de la Relatividad. Eso sí, ya sabéis que yo cuento las cosas con mi estilo. Espero que os guste a aquellos que no conozcáis mi libro y que volváis a disfrutarlo aquellos que ya lo hicisteis en su momento.




Año 19 antes de la batalla de Yavin. En la remota colonia de asteroides de Polis Massa, una agonizante Padmé Amidala da a luz a dos mellizos: un niño de nombre Luke y una niña conocida por Leia. Una vez fallecida su madre, el venerable "anciano" jedi Yoda propone separar a los dos mellizos con objeto de impedir que los malvados sith los encuentren. El senador Bail Organa adopta a Leia y se la lleva al planeta Alderaan, mientras que Obi-Wan entrega a Luke a Owen Lars y su mujer, los cuales se hacen cargo del niño en el planeta Tatooine.

Seguro que estas líneas os traerán unos increíbles recuerdos sobre una de las sagas más míticas en la historia de la ciencia ficción. Se trata de La guerra de las galaxias (Star Wars, 1977), un conjunto de seis películas que llegaron a nuestras tristes vidas hasta entonces en forma de dos trilogías separadas por veinte largos años y que, además, no seguían un orden cronológico ya que la primera de ellas narraba aventuras y desventuras posteriores en el tiempo a las que tenían lugar durante la segunda.

Tal y como puede leerse, por ejemplo, en Star Wars: la guía definitiva la galaxia muy, muy lejana en la que tienen lugar los acontecimientos de las películas de George Lucas, posee un diámetro que supera los 100.000 años luz, […] y en ella “hay más de un millón de astros habitados: mundos helados, volcánicos, desérticos, lunas selváticas e incluso ciudades planeta. La invención de la hiperpropulsión, hace unos 25.000 años, unió a los miles de especies inteligentes de la galaxia, hasta entonces aisladas, lo cual dio lugar a la creación de la república Galáctica”. En la misma página del libro puede verse, asimismo, un mapa precioso de la galaxia en cuestión, con todos los mundos de la mítica saga representados por diminutos puntitos, así como las rutas comerciales establecidas por los exploradores galácticos que habían arriesgado sus vidas para descubrir trayectorias estables por el hiperespacio que permitieran el comercio entre sistemas distantes, evitando colisiones mortales con objetos en el espacio físico. Y, claro, para alguien como yo es leer esto y enseguida se me revuelven los midiclorianos y me asalta una pregunta: ¿qué demonios podrá ser el hiperespacio? Como soy un auténtico cenutrio ignorante, me voy a la Wikipedia y leo que se trata de una especie de región de nuestro universo que se puede utilizar como atajo a la hora de viajar grandes distancias interestelares para desplazarse más rápido que la luz. La verdad es que sigo más o menos igual de perplejo y me pongo a imaginar. ¿Será el hiperespacio una suerte de mapa en el que las distancias entre dos puntos son muy pequeñitas y si viajo por el mapa rápidamente aparezco en el punto de destino real, una vez que salgo del dichoso hiperespacio? Sí, debe de ser algo parecido. Bueno, vale, me conformo. Aunque, espera un momento, si me paro un poco a meditarlo, se me ocurre que si ese supuesto mapa no es fácilmente interpretable, un pequeño error de cálculo me podría llevar a miles de millones de kilómetros del lugar deseado. ¡Menudo miedo! ¿Será por eso que los primeros exploradores de la galaxia dieron sus vidas en la búsqueda de rutas hiperespaciales seguras? En fin, confiaré en ellos y seguiré un poco más adelante. Pienso entonces en mis rudimentarios conocimientos sobre la teoría de la relatividad especial de Einstein. Siempre he oído hablar, discutir, argumentar sobre la conocida “paradoja de los gemelos”. Como casi todos los libros la cuentan de la misma manera, a mí se me ocurre pensar en algo un poco diferente. ¿Valdrá igual con mellizos en lugar de gemelos? ¿Qué tal les habría ido a los hermanos Luke y Leia si no hubiese nadie descubierto el hiperespacio hace tantos y tantos miles de años? Y, sobre todo, ¿por qué si esto sucedió hace tanto tiempo, aquí en la Tierra nadie lo sabe? A ver si los ovnis van a ser tipos de estos, sith o jedi, que se pierden por el hiperespacio y no saben muy bien por donde andan. Mira que si el mapa éste se les ha arrugado y ahora no encuentran el camino de vuelta…


Bien, se me ocurre coger una regla y medir la distancia entre los dos puntitos que representan Polis Massa y Tatooine en el dibujo tan bonito que os comentaba más arriba. Resulta que me salen, teniendo en cuenta la escala, casi 40.000 años luz. Y si hago lo mismo con Alderaan, pues unos 52.000. Voy a suponer que Obi-Wan emprende su viaje con Luke en brazos justo en el mismo instante en que lo hace el senador Organa, llevando consigo a Leia. A fuerza de no ser demasiado cruel con los bebés, supondré que las naves en las que viajan están previsoramente dotadas de sistemas biberónicos criogenizados y computerizados y a los niños no les faltará alimento. Si sigo con mi suposición razonable de que el hiperespacio es una leyenda urbano-planetaria como otra cualquiera y me imagino que el tiempo de viaje programado por Obi-Wan es de una semana (cuando hable a partir de ahora de tiempos, lo haré según mi escala terrícola, para que podamos entendernos), las ecuaciones de las transformaciones de Lorentz me dicen que la velocidad a la que debe moverse constantemente la nave interestelar debe ser aproximadamente del 99,99999999999 % de la velocidad de la luz. O lo que es lo mismo, la distancia que deberían recorrer si la midiesen ellos sería la fracción 2.235.720-ésima de los 40.000 años luz que mediría un observador situado en Polis Massa, el punto de origen del viaje. Por otro lado, si el senador Organa no quisiese que las edades de los niños fuesen muy diferentes al llegar a sus respectivos planetas de destino, debería elegir cuidadosamente la velocidad a la que hacer el viaje a Alderaan. Así, si la velocidad escogida fuese la misma que la de la nave con Luke a bordo, el tiempo transcurrido sería de 8,5 días, es decir, los mellizos tendrían una diferencia de edades de 1,5 días. Nada que no puedan arreglar un par de trenzas en forma espiral y un poco de maquillaje y lápiz de labios. Ahora bien ¿y si el senador Organa, como buen político y, por tanto, probablemente poco versado en física, no hubiese sido consciente de semejante circunstancia y hubiese programado en el ordenador de a bordo de su nave una velocidad diferente? ¿Y si ésta hubiese sido el 99,9999999999 % (un 9 menos que antes) de la de la luz? Pues resultaría que el desfase entre los mellizos sería ahora de 15 días. Todavía no demasiado preocupante. A medida que se van quitando nueves de uno en uno de la velocidad se van obteniendo diferencias de edad más y más grandes. Primero de 63 días (más de dos meses); luego de más de 7 meses; casi 2 años; algo más de 6 años; casi 20 años y, por último, para una velocidad del 99,9999 % de la de la luz, Leia sería casi 62 años mayor que su hermano mellizo. ¿Y lo más preocupante es la falta de biberones a bordo?

Confiaré más en la intuición y sabiduría de Obi-Wan y supondré que el sabio maestro jedi sí advirtió al senador Organa antes del inicio del periplo interestelar y ambos pudieron acordar el ajuste exacto de las velocidades de sus respectivas naves. Así, puede que en sus planetas de destino, los dos mellizos sean prácticamente iguales en edad. No obstante, ahora me planteo lo siguiente: cuando las tropas imperiales matan al tío Owen y su esposa y Luke decide unirse a la rebelión viajando en el Halcón Milenario y, por su parte, Leia se dedica a sus misiones diplomáticas viajando de sistema en sistema para, finalmente, encontrarse de nuevo cerca de Yavin, donde tiene lugar la batalla definitiva en la que la Estrella de la Muerte es destruida, ¿cómo es que parecen seguir teniendo la misma edad, aunque ellos no sepan que son hermanos? La distancia entre Yavin y Tatooine es de 45.000 años luz, mientras que entre Yavin y Alderaan es de sólo 25.000 años luz. Durante todos esos viajes, deberían de haber ajustado muy precisamente sus velocidades para que, posteriormente, sus relojes biológicos continuasen estando de acuerdo. ¿Quién eligió esas velocidades y cómo lo hizo? Me quedo con dos sospechosos: el afable espíritu de Obi-Wan o el pequeñajo, orejudo y verdoso maestro Yoda. Después de todo, cuando algo no tiene explicación científica, siempre queda la socorrida Fuerza para resolver el enigma…


¿Seguís confiando en la Fuerza? Pues vale, ahí va esto como remate. Algún tiempo después de la batalla de Yavin, nuestro joven amigo Luke Skywalker siente la llamada de la selva y viaja al planeta Dagobah con objeto de recibir formación como caballero jedi. Con ésta aún sin completar, recibe una visión remota, una percepción extrasensorial de sus amigos en peligro y emprende el viaje hasta Bespin, donde el traidor Lando Calrissian les ha preparado un buen recibimiento, pero antes le promete a Yoda que volverá para terminar lo que empezó. Teniendo en cuenta que la distancia entre Bespin y Dagobah es de casi 18.000 años luz, me temo que para cuando Luke regrese, el anciano Yoda estará bastante más arrugado. Menos mal que existe el hiperespacio…


La voz de Ant-Man

Tanto la literatura como el cine de ciencia ficción están plagados de seres y criaturas cuyo tamaño ha disminuido o se ha incrementado de forma exagerada: los diminutos habitantes de Liliput o los gigantes de Brobdingnag, protagonistas de dos de los viajes de Gulliver, la inmortal obra de Jonathan Swift; Scott Carey, el infortunado e increíble hombre menguante de la película homónima de Jack Arnold (basada en la novela de Richard Matheson) o el no menos desdichado hombre creciente, el teniente coronel Glenn Manning; la mujer de cincuenta pies, Allison Hayes; los sufridos hijos de Wayne Szalinski, reducidos a la mínima expresión en Cariño, he encogido a los niños; el clásico cuento de hadas Pulgarcito y, más recientemente, el bioquímico Henry Pym, alter ego de Ant-Man, por citar tan sólo unos cuantos ejemplos de sobras conocidos.

Todos los personajes citados en el párrafo de arriba tienen una cosa en común: son seres humanos cuyas dimensiones se han incrementado o reducido proporcionalmente a un ser humano normal. Por lo tanto, se supone que todos y cada uno de sus miembros y órganos tendrán tamaños proporcionales a los de un ser humano normal, es decir, si el brazo de un hombre promedio tiene una longitud de 50 cm, el de un Pulgarcito reducido 100 veces deberá medir 5 mm. Y lo mismo debe cumplirse con cualquier longitud característica de cualquier otra parte de su cuerpo. Análogamente, si los gigantes de Brobdingnag son 12 veces más altos que Gulliver, todas las longitudes características de sus cuerpos se verán incrementadas en el mismo factor de proporcionalidad.


Todos los seres vivos presentan tamaños que siguen las leyes de la física. Fue Galileo Galilei el primero en darse cuenta de que un animal no podía crecer hasta un tamaño arbitrariamente grande, pues entonces sus huesos no serían capaces de soportar su propio peso. Y esto es precisamente lo que observamos en la naturaleza: no existen perros de 2 metros de altura, no encontramos elefantes de 10 metros de alzada, no existen hormigas de 50 centímetros, etc., etc.

Pero no quiero detenerme en el asunto del tamaño relativo y de sus consecuencias con respecto al peso de las criaturas terrestres. Más bien me centraré a lo largo de este post en una parte muy concreta de la anatomía humana: las cuerdas vocales.

Grosso modo, las mal llamadas cuerdas vocales, pues en realidad no se trata de cuerdas propiamente dichas, presentan un comportamiento análogo en muchos aspectos a una cuerda vibrante como puede ser la de un instrumento musical de cuerda: violín, arpa, cello, piano, contrabajo, guitarra, etc. En concreto, una cuerda, si la hacemos vibrar aplicándole una tensión determinada y fija, emitirá una frecuencia de su armónico fundamental que depende inversamente de su longitud y de su densidad lineal de masa (la masa por unidad de longitud de la cuerda). Si suponemos que todas las criaturas diminutas o gigantes del primer párrafo tienen la misma densidad que un ser humano normal (una suposición de lo más razonable), el peso de estas criaturas debe reducirse o incrementarse en la misma proporción que su volumen (recordad que la densidad es el cociente entre masa y volumen) y si dicho volumen varía como la potencia cúbica de la longitud característica del cuerpo, entonces se puede demostrar muy fácilmente que la frecuencia de los sonidos emitidos por una cuerda vibrante debe variar en proporción inversa al cuadrado de la longitud de dicha cuerda. Esta es la razón por la que los violines proporcionan armónicos fundamentales más agudos que un cello, por ejemplo, y también por qué las arpas tienen cuerdas de distintas longitudes a lo largo de todo su armazón (las cortas producen los agudos y las largas los graves).

Me detendré un poco más en la penúltima frase. Imaginad un cubo (un dado como los empleados en el juego del parchís) cuya arista mide 1 metro. Si calculáis el área de toda su superficie obtendréis 6 metros cuadrados (1 metro cuadrado por cada una de sus seis caras), mientras que su volumen será de 1 metro cúbico. Ahora imaginad que incrementamos el tamaño de su arista hasta los 2 metros, es decir, multiplicamos sus dimensiones lineales por un factor 2. La nueva área será ahora de 24 metros cuadrados (4 metros cuadrados por cada una de sus seis caras) y el nuevo volumen será de 8 metros cúbicos. ¿Cuánto ha crecido su área y volumen con respecto al primer cubo? Pues la primera ha pasado de 6 a 24 metros cuadrados y el segundo de 1 a 8 metros cúbicos. Es decir, un factor 22 = 4 para el área y 23 = 8 para el segundo. Eligiendo un cubo cuyas dimensiones se multiplicasen por 3 (esto es, con 3 metros de arista) su área y su volumen serían, respectivamente, de 54 metros cuadrados y 27 metros cúbicos. En este caso, se han incrementado en unos factores 32 = 9 y 33 = 27 con respecto al primer cubo. ¿Entendéis ahora por qué el volumen varía con la potencia cúbica de la longitud característica del cuerpo, tal y como afirmaba en el párrafo previo?


Bien, recapitulando, si la frecuencia de los sonidos emitidos por la cuerda vibrante resulta inversamente proporcional al cuadrado de la longitud de la misma, entonces si un liliputiense es 12 veces más pequeño que Gulliver (tal y como afirma Swift en su novela) sus cuerdas vocales serán, en consecuencia, 12 veces más cortas y emitirán frecuencias 122 = 144 veces más altas. Análogamente, los gigantes de Brobdingnag, por ser 12 veces mayores que Gulliver, emitirán sonidos cuya frecuencia se verá reducida también en un factor 144. Teniendo en cuenta que la voz de un hombre de tamaño normal, en promedio, ronda los 150 Hz, los diminutos habitantes de Liliput deberán comunicarse mediante ultrasonidos cuya frecuencia media será de unos 21.600 Hz. Por contra, los brobdingnagianos deberán hacerlo mediante infrasonidos de apenas 1 Hz (¿habéis escuchado alguna vez a los jugadores de baloncesto, con esas voces tan graves, que ellos tienen?). Idénticas conclusiones pueden aplicarse a Pulgarcito o al doctor Pym, cuando está embutido en su traje de Ant-Man.


¿Cómo se las arregla, pues, Gulliver para entenderse con unos y otros hasta el punto de haber aprendido sus lenguas respectivas? Pues la verdad es que muy difícilmente, ya que es de sobra conocido que el rango de audición humano, el intervalo de frecuencias que podemos captar con nuestro sentido del oído, abarca aproximadamente entre los 20 Hz (graves) y los 20.000 Hz (agudos). Por debajo del primer valor se encuentran los infrasonidos y por encima del segundo los ultrasonidos. Como podéis comprobar, las dos frecuencias emitidas por las cuerdas vocales de liliputienses y brobdingnagianos caen fuera de este rango. Es más, dicho rango depende fuertemente de la edad del individuo. Así, un niño puede reconocer fácilmente frecuencias muy próximas a los 20.000 Hz; en cambio, un adolescente puede verlo reducido hasta los 16.000 Hz y un anciano incluso por debajo de los 8.000 Hz. Gulliver andaría entre estos dos últimos valores, sin duda. En cambio, animales como el perro puede captar sonidos de frecuencias de hasta 50.000 Hz (existen silbatos especiales para perros que emiten ultrasonidos); el gato llega a los 70.000 Hz; el murciélago a 120.000 Hz y el delfín hasta los 150.000 Hz.

La frecuencia de los sonidos que un animal puede captar guarda una relación directa con el tamaño de los objetos que puede localizar utilizando sonidos emitidos por ciertos órganos especializados en su cuerpo. Las dimensiones mínimas de estos objetos o presas coinciden con la longitud de onda de la onda acústica emitida por el predador y que resulta ser igual al cociente entre la velocidad del sonido (la onda acústica) en el medio en que se desenvuelva el cazador y la frecuencia. Un murciélago, que caza preferentemente en el aire, donde la velocidad del sonido es de unos 340 m/s, y es capaz de emitir ultrasonidos de 120.000 Hz podrá detectar frutos e insectos de hasta unos 3 mm de tamaño (de ahí su precisión a la hora de cazar). En cambio, un delfín, dotado de sonar, solamente podrá localizar objetos de tamaño no inferior a 1 cm, ya que aunque la frecuencia de su sistema de ecolocalización es superior a la del murciélago, se ve perjudicada por la mayor velocidad del sonido en el agua, de unos 1500 m/s.


A diferencia de estos extraordinarios animales, los seres humanos no disponemos de sistemas parecidos de localización sino que nos dejamos guiar por nuestro no menos extraordinario sentido de la vista. No obstante, a la hora de localizar la fuente de la que procede un sonido, una persona utiliza dos técnicas diferentes. La primera consiste en reconocer la diferencia de intensidad que llega a cada oído, uno a cada lado de la cabeza. Esta diferencia de intensidad percibida por cada oído depende de la frecuencia del sonido captado y solamente resulta efectiva por encima de los 1700 Hz. De esta forma, a frecuencias altas, dicha diferencia en las intensidades puede llegar a ser de hasta 20 dB, dependiendo de la dirección de la que proceda el sonido (es máxima cuando la fuente se encuentra a la derecha o a la izquierda de nuestra cabeza y será mínima o nula cuando la fuente se encuentre justo enfrente de nuestras narices, a la misma distancia de cada oído). En cambio, para frecuencias bajas (sonidos graves) la dirección de la que procede el sonido es prácticamente irrelevante y percibimos con ambos oídos la misma intensidad. Es por ello que nos cuesta localizar de esta manera los sonidos de baja frecuencia. Si en casa tenéis un sistema de sonido de estos que constan de varios bafles de distinto tamaño como los empleados en los sistemas "home cinema" habréis comprobado (sobre todo, si habéis leído el manual de instrucciones) que resulta irrelevante el lugar que elijáis para situar el subwoofer, el bafle encargado de emitir los sonidos más graves y que proporciona ese ruido que hace retumbar el suelo cuando veis una peli guay con disparos, explosiones y monstruos horribles. Los grandes mamíferos territoriales saben esto muy bien y sus rugidos pueden haber evolucionado en este sentido. Los rugidos de los leones que tratan de advertir a sus competidores y rivales por el territorio de caza o de apareamiento son extraordinariamente graves, de baja frecuencia y gran alcance, lo cual impide su localización exacta, dando la sensación de que el animal que los emite se encuentra en cualquier punto dentro de un determinado radio de acción, invitando a alejarse en todas direcciones a sus potenciales amenazas.

La segunda técnica de ecolocalización que utilizamos los seres humanos es la consistente en analizar la diferencia de tiempo que el sonido emplea en alcanzar cada oído y resulta ser la empleada cuando las frecuencias de los sonidos caen por debajo de 1600 Hz, es decir, a bajas frecuencias, en oposición a la primera técnica descrita anteriormente.

Cuando la fuente sonora se encuentra justo frente a nuestra cara, los dos oídos perciben el sonido al mismo tiempo. En cambio, si la procedencia del sonido es completamente lateral, desde la izquierda o desde la derecha, percibiremos antes con el oído izquierdo o el derecho, respectivamente, y la diferencia temporal será máxima. El intervalo de tiempo transcurrido desde que el sonido alcanza uno de los dos oídos y hasta que llega al otro coincide con el cociente de la separación entre ellos y la velocidad del sonido en el aire, esto es, unas 600 millonésimas de segundo, como máximo. Aunque puede parecer un lapso increíblemente pequeño, nuestro sistema sensorial es perfectamente capaz de procesarlo y hacer que nos volvamos hacia el lugar del que procede el sonido.


Finalmente, volvamos por un breve instante al doctor Pym y su maravilloso traje de Ant-Man. Sin entrar en disquisiciones sobre su funcionamiento y la manera en que es capaz de reducir las dimensiones de su ocupante, sí que me gustaría señalar que su casco, con ese diseño tan espectacular, puede quizá venir justificado de alguna manera por todo lo que he dicho hasta ahora. Me refiero a que si Ant-Man, reducido hasta las dimensiones de un insecto diminuto, pretende comunicarse mediante su voz con el mundo exterior (desconozco si será capaz de hablar el idioma de las hormigas, tal y como se afirma era el objetivo original en el cómic) lo tendrá tan difícil como Gulliver o más aún. La única posibilidad viable que veo es que su casco funcione como un dispositivo convertidor de frecuencias y, así, aunque sus reducidas cuerdas vocales produzcan ultrasonidos, el casco será capaz de multiplicar esa frecuencia e intensidad hasta valores perfectamente audibles por un ser humano de tamaño normal. Y aquí paz y después gloria...