Siglo XXII. La nave espacial de
asistencia médica Nightingale vaga por el cosmos infinito a la espera de ser
reclamada ocasionalmente por alguna colonia que requiera sus servicios. La tripulación está formada por seis
personas: el capitán Marley, piloto de la nave; el copiloto Nick Vanzant, la
jefa médica Kaela Evers, sus dos promiscuos ayudantes, folladores empedernidos
en condiciones de microgravedad, con los riesgos que esto conlleva, y un técnico en computadoras encargado de cuidar
adecuadamente al ordenador de a bordo, Encanto.
En un momento dado, al principio
de la película, la Nightingale recibe una señal de socorro, que parece provenir
de una distancia aproximada de unos 3500 años luz. Su origen es la colonia Pohl
6822, ubicada en Titán 37, una explotación minera perteneciente a una luna
expulsada de su órbita y clasificada oficialmente como “cuerpo a la deriva”.
Aparentemente, según la
computadora de a bordo, la sensual Encanto, la señal de socorro se ha degradado
y ha tardado cinco días en llegar a la nave. ¿Qué clase de señal es, cuál es su
naturaleza para poder recorrer 3432 años luz en tan corto espacio de tiempo
(paradójicamente, tan largo para los tripulantes de la Nightingale)?
Evidentemente, no puede tratarse de ninguna señal de tipo electromagnético, ya
que entonces, se propagaría a la velocidad de la luz, empleando los
correspondientes 3432 años y haciendo completamente inútil el esfuerzo del
capitán Marley y sus compañeros.
Por otro lado, debido a la enorme
distancia que los separa de Titán 37, la Nightingale dispone de un sistema de
propulsión para casos de emergencia. Éste no es otro que el inefable y
consabido “salto dimensional”, sea lo que sea semejante engendro de la
tecnología humana de la época. Dándole caña de la fina al motor dimensional,
ponen rumbo a la luna lunera, viaja que te viaja, viajera. Parádojicamente, en
la pantalla de ordenador donde Encanto traza la ruta a seguir se puede ver que
la distancia hasta el objetivo son 27 MPsc, de lo que yo deduzco que se trata
de 27 megaparsecs, es decir, unos 88 millones de años luz. Algo huele mal (y yo no he sido…).
Como eso de los motores y los
saltos dimensionales tiene más peligro que una canción de Shakira,
nuestros héroes de Médicus Cosmi, deben introducirse en las confortables UED’s,
las unidades de estabilización dimensional, entre cuyos efectos secundarios se encuentran
la potenciación del vigor sexual y el estreñimiento persistente. Una vez bien
colocaditos, la nave comienza a aumentar su velocidad mediante la “aceleración
de plasma” (sic), hasta que se produce el típico despliegue de rayos, centellas
y demás efectos pirotécnicos para dar sensación de velocidad.
Llegados a destino, la
Nightingale se encuentra inesperadamente en las proximidades de una estrella
gigante azul, un monstruo con una fuerza de gravedad 10 veces superior a la de
nuestro Sol. Golpeada por una roca, la nave de nuestros amigos comienza a
perder combustible saltimbanqui-dimensional. La única solución es repararla y
aprovisionarse del combustible perdido. Casualmente, éste abunda en la
explotación minera de Titán 37.
No os quiero destripar demasiado
el argumento, pero dejadme que siga unas pocas líneas más porque es que me lo
está pidiendo el cuerpo a rabiar. Veréis, resulta que también casualmente (y ya
van unas cuantas casualidades) por los alrededores de Titán 37 deambula un
viejo conocido de la jefa médica, a bordo de una nave pequeñita que, por
supuesto, solicita permiso para acceder a la Nightingale. El misterioso
personaje trae consigo un extraño objeto faliforme que parece poseer poderes
mágicos: mejora la salud, la fuerza, rejuvenece, regenera tejidos e incluso
cura heridas mortales. Y aquí viene lo bueno. Tras una serie de peripecias,
aventuras, desventuras y otros momentos de acción y tensión sin límite, la
doctora Evers decide intentar averiguar la naturaleza física del misterioso
artilugio. Para ello, cómo no, decide acudir a los sabios y sesudos análisis de
Encanto. Y, claro, ésta responde de forma que cualquiera con un mínimo de
preparación y algún que otro curso universitario a medio concluir puede
comprender fácilmente. Os reproduzco a continuación las conclusiones a la que
llega Encanto:
“Análisis del objeto desconocido.
El cálculo de la masa atómica respecto al peso cuántico sugiere la presencia de
materia isotópica extradimensional […] La materia isotópica parece de naturaleza
nonodimensional.”
Después de tan meridiana y
transparente explicación, lo que no alcanzo a comprender es la intervención
subsiguiente de la doctora Evers. Ni corta ni perezosa y sin el más mínimo
rubor va y suelta la siguiente frase:
“Define materia nonodimensional.”
¡Hay que tocarse los
perendengues! Pero si esto lo sabe cualquiera. ¿Una doctora en medicina del
siglo XXII y no conoce los prefijos latinos ni los griegos? ¿Nunca ha visto un
pentágono, un heptágono o a un nonagenario? ¡Caray! Materia nonodimensional es
aquélla que presenta nueve dimensiones. Está clarísimo.
Obviamente, Encanto es una
computadora lo suficientemente avanzada como para entender de sensaciones
propiamente humanas y, ante la cara de extrañeza de Kaela, completa su
análisis:
“Las matemáticas pueden demostrar
la existencia de esta materia, pero me temo que el lenguaje humano carece de
vocabulario para describirla.”
Esto es lo que faltaba. Ahora
resulta que el problema radica en el lenguaje humano. Las nueve dimensiones
salen de las matemáticas, pero no podemos hablar de ello porque nos faltan
palabras. Y en el DRAE casi 100.000. Será por falta de vocabulario...
Como colofón, nuestra querida
computadora de a bordo tiene a bien informarnos sobre el propósito de la
indescriptible e inefable (nunca mejor dicho) materia nonodimensional:
“El efecto es creación espontánea
de nueva materia tridimensional.”
Aunque eso ya lo podían haber
hecho Yerzy Pelanosa y Danika Lund, los dos promiscuos ayudantes de la doctora
Evers, folladores empedernidos en condiciones de microgravedad y que andaban
insistentemente dale que te pego a la búsqueda de crear un nuevo bebé de
materia tridimensional (la de toda la vida).
En fin, dejemos las majaderías anteriores y volvamos a lo que nos ocupa. Con la intención de hacerse con
el preciado combustible, el copiloto Nick Vanzant, bien animado gracias a un
buen casquete interracial en microgravedad con la doctora Evers, se dirige
presto y dispuesto hacia la galería, enfundado en su brillante traje espacial.
Al llegar a la misma boca de descenso, se topa con un ascensor. En ese momento,
Nick se dirige a la computadora de a bordo, Encanto y le pregunta:
“¿Sabes a qué profundidad estaban
excavando?”
A lo que aquélla responde:
“Según el último informe, a 3200
metros.”
Respuesta de Nick:
“Un largo descenso.”
Y la réplica de Encanto:
“En realidad, no, Nick.”
El ascensor emprende, entonces,
un viaje vertiginoso a toda velocidad hacia las partes más inferiores de la
excavación minera. Nick no da crédito y su rostro refleja los efectos del
alucinante descenso. Veinte segundos más tarde, el elevador se detiene
bruscamente.
Cualquiera que haya estudiado
algo de física elemental se habrá topado en más de una ocasión con los típicos
problemas sobre ascensores. Si sobre el suelo de un ascensor se coloca una
báscula de baño y nos subimos en ella, notaremos que cuando el ascensor
comienza a elevarse, es decir, acelera hacia arriba, la balanza indica un peso
superior al que mostraría si el ascensor permaneciese en reposo (dicho de otra
manera, el peso que marcaría si estuviésemos en el cuarto de baño en nuestra
casa). Nuestro peso aparente ha aumentado en una cantidad igual al producto de
nuestra masa por la aceleración con la que se desplaza el ascensor. En cambio,
si el ascensor acelerase en sentido descendente, nuestro peso aparente
disminuiría justo en esa misma cantidad, haciendo que la balanza marcase menos
que cuando el ascensor estaba quieto.
Haciendo unas cuentas sencillas,
se llega a concluir que si el ascensor ascendiese con una aceleración igual a
la de la gravedad, nuestro peso aparente se duplicaría, mientras que en caso de
movimiento descendente con la misma aceleración de la gravedad, nuestro peso
aparente sería nulo y no ejerceríamos reacción alguna sobre la báscula. Nos
sentiríamos en estado de ingravidez. Nuestras partes
más fláccidas parecerían elevarse sin necesidad de estimulantes artificiales ni
naturales.
Ahora bien, ¿qué tipo de viaje
realiza nuestro copiloto follador en su veloz ascensor? Evidentemente, se
pueden dar varias alternativas.
Supongamos que el ascensor lleva
a cabo un movimiento uniforme, es decir, con velocidad constante. En este caso,
no hay más que dividir la distancia recorrida entre el tiempo empleado para
obtener la rapidez con que ha descendido el pasajero. Nada menos que a 576
km/h. Ahora se entiende la frase de Encanto.
Sin embargo, este no es un caso
muy realista, ya que estamos despreciando las aceleraciones de arrancada y de
parada del ascensor. Supongamos que estos dos procesos son bastante rápidos
pero uniformes, digamos de aproximadamente un segundo cada uno de ellos. Las
ecuaciones de la cinemática del movimiento rectilíneo uniformemente acelerado
predicen que dichas aceleraciones deben ser de unos 168, 42 m/s2, o lo que es
lo mismo, unas 17 veces superiores a la aceleración de la gravedad terrestre.
La velocidad a la que tiene lugar el resto del viaje asciende a algo más de 606
km/h y, tanto en la puesta en marcha como en la parada, el ascensor recorre unos
84 metros.
Resulta obvio que cuanto menor
sea el tiempo de aceleración del ascensor, tanto mayor será el cambio de
velocidad experimentada por el pasajero. Así, por ejemplo, si en lugar de
emplear un segundo (como en el caso anterior) este tiempo se rebajase a la
mitad, la velocidad alcanzada por el ascensor sería de 591 km/h, pero a
expensas de una aceleración de arranque o de frenada de 328, 21 m/s2; nada
menos que más de 33 veces la aceleración de la gravedad terrestre.
Se pueden generalizar los resultados
siempre que se consideren los movimientos de aceleración como uniformes y
suponiendo que los tiempos de puesta en marcha y de frenada son idénticos. En
este caso, las matemáticas indican que la aceleración experimentada por el
viajero a bordo del ascensor nunca puede ser inferior a 32 m/s2 y esto en el
caso más favorable que corresponde a que la mitad del viaje se lleva a cabo
acelerando continuamente y la otra mitad frenando de forma uniforme. En
definitiva, las aceleraciones más leves son siempre superiores a tres veces la
aceleración de la gravedad en la superficie de la Tierra.
¿Y a qué cuento viene todo esto?
Pues a varios, en realidad. Como ya os habréis dado cuenta los más avispados de
vosotros, realizar un viajecito en un ascensor descubierto (la jaula está
formada por rejillas abiertas al aire de Titán 37, dotado de una atmósfera con
una presión equivalente al 80 % de la terrestre) a casi 600 km/h no debe de ser
lo que se entiende por un paseíto agradable. Más bien se parecería a un horrible
garbeo en medio de un superhuracán en el
que el aire se moviese a esa misma velocidad. Pero eso no es todo, ya que
debido a que la aceleración de bajada (en el momento de la arrancada) siempre
es superior a 32 m/s2 y este valor es muy superior a la aceleración de la
gravedad terrestre, lo que sucederá es que el suelo del ascensor dejará de
ejercer una fuerza de reacción sobre los pies de Nick Vanzant, es decir, el
ascensor acelerará más que el propio Nick. La consecuencia será un buen
coscorrón contra la parte superior de la jaula contenedora.
En alguna otra ocasión, os he
comentado que el ser humano puede llegar a tolerar aceleraciones elevadas
durante cortos lapsos de tiempo. Hace unos años, algunos de vosotros
recordaréis que el piloto de F1 Robert Kubica se estrelló a 230 km/h. Las
estimaciones oficiales de BMW fueron que sufrió una desaceleración de unos 750 m/s2. Anteriormente, en 2003, el piloto de fórmula “Indi” Kenny Bräck
protagonizó otro terrible accidente, de cuyas secuelas tardó nada menos que 18
meses en recuperarse. Se cree que ostenta el récord mundial al haber
experimentado durante la colisión una desaceleración de 2140 m/s2. Otro de estos
gloriosos registros lo alberga David Purley, también piloto de F1. En 1977, en
el circuito británico de Silverstone, impactó contra un muro a 173 km/h,
deteniéndose su monoplaza en tan sólo 66 cm y alcanzando una desaceleración de
1800 m/s2. A la vista de estos resultados, sólo puedo decir:
<< Nick, tranquilo, tú
puedes >>.
Sin embargo, sí quiero dejar una
puerta abierta a la plausibilidad de lo que se refleja en la película. La única
forma de que no tuviese lugar tan fea escena (la del coscorrón, me refiero)
consitiría en suponer que la aceleración de la gravedad en Titán 37 fuese, en
todos los casos, superior a las aceleraciones experimentadas por el ascensor
pero eso, en según los casos, no parece tampoco, en principio, demasiado
realista. De hecho, Titán 37 es una “luna a la deriva” y, por tanto, podemos
suponer que al no ser un planeta, su gravedad debe ser considerablemente menor
(las mayores lunas del sistema solar raramente superan los 1,4-1,6 m/s2). Quizá
si se tratase de un supersatélite de un superplaneta…
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