La
química no entiende de ética, ni de moral; no es buena ni tampoco mala. La
química es química. Si se emplea adecuadamente puede contribuir a mejorar la
calidad de las vidas de muchas personas; en cambio, cuando se hace un mal uso
de ella, las consecuencias pueden ser desastrosas.
Las
reacciones químicas gobiernan y controlan prácticamente la totalidad de los
procesos biológicos que conocemos. Pero, en ocasiones, esas mismas reacciones
se pueden tornar mortales para los seres vivos y terminar con ellos para
siempre. Ha ocurrido varias veces en la historia de la Tierra y podría volver a
suceder. La química podría provocar el fin del mundo.
Vivimos
en un planeta poblado por más de siete mil millones de seres humanos y hay que
alimentarlos a todos. La riqueza está desigualmente repartida y las diferencias
llegan a ser sonrojantes en muchos casos. Las necesidades, cada vez mayores,
del mundo "desarrollado", en cuanto a materia prima, alimentos y
tecnología hacen que la sobreexplotación de los recursos llegue a extremos
intolerables y peligrosos. En este sentido, por citar tan sólo un ejemplo, el
empleo de fertilizantes para el crecimiento de los cultivos. Estos productos
contienen cantidades importantes de nitrógeno y fósforo.
Si no se tiene el cuidado adecuado, estos elementos pueden ir a parar al agua
de los ríos o mares, provocando efectos indeseables.
Otro
caso similar son los pesticidas empleados en la agricultura o la ganadería para
acabar con plagas o parásitos molestos. Algunos de ellos, como los neonicotinoides, han sido
relacionados con las desapariciones masivas de abejas y abejorros. Productos
como el imidacloprid,
prohibido en Francia en la década de 1990, o la clotianidina en Alemania en 2008, han sido
relacionados con la muerte de ingentes cantidades de insectos polinizadores.
Desde
la década de los años 50 del siglo pasado, cuando se detectó por vez primera la
caída en las poblaciones de abejas y abejorros en Gran Bretaña, se han
producido reducciones de hasta el 96 % en algunas especies y otras se han extinguido
para siempre. Algunas sustancias químicas presentes en los pesticidas producen
daños irreversibles en los cerebros de las abejas, bloqueando la transmisión de
las señales eléctricas y químicas entre las neuronas.
La desaparición de
los insectos encargados de la polinización constituye un problema muy serio, pues
de ellos depende, en gran parte, un porcentaje no pequeño de la economía
mundial de las frutas, verduras, el café, la soja o el algodón, por ejemplo.
Ante
una situación tan alarmante, la solución adoptada por muchos granjeros ha
consistido en comenzar a emplear a las abejas melíferas en la labor de
polinización, lo cual ha provocado una sobreexplotación de estos animales, con
la consiguiente aparición de parásitos y enfermedades. Recientemente, se está
experimentando con la abeja azul del huerto, una especie de abeja que no vive
en colmenas y cuyo rendimiento puede llegar a ser hasta 50 veces superior al de
la abeja melífera.
Como
os contaba un poco más arriba, el empleo incontrolado e irresponsable de
fertilizantes puede conducir a la contaminación de las aguas. Se contribuye así
a la proliferación de algas que, al morir, son metabolizadas por microbios que
consumen oxígeno en el proceso, obligando a peces y
mamíferos a abandonar las "zonas muertas" que se generan. Cuando las
plantas que viven en estos lugares no son consumidas por los animales que han
huido, mueren y van a parar al fondo, descomponiéndose y liberando cantidades
importantes de sulfuro de
hidrógeno, además de otros gases.
Precisamente,
procesos como los descritos en el párrafo anterior tuvieron lugar, con
consecuencias catastróficas, hace unos 90 millones de años, cuando una inusual
actividad volcánica en nuestro planeta provocó que las temperaturas reinantes
fuesen inusualmente elevadas debido a las ingentes emisiones de dióxido de carbono, gas que
produce un importante efecto invernadero. Dicho aumento de la
temperatura hace que menos oxígeno se disuelva en el agua del océano,
contribuyendo aún más a la anoxia de las aguas.
Los volcanes habían
sembrado el océano superior con grandes cantidades de metales, lo que condujo,
a su vez, a un aumento desmesurado en la producción de fitoplancton.
Al descomponerse la materia orgánica, el uso de oxígeno se elevó en consecuencia.
Normalmente,
en los océanos, el nivel de oxígeno es similar en las aguas superficiales
y en el fondo, ya que las corrientes lo arrastran hacia abajo. Los
paleogeólogos han averiguado, gracias al registro fósil, que hacia finales del
Pérmico tuvieron lugar extinciones masivas, tanto en el mar como en tierra
firme. Por un lado, en los sedimentos marinos se han hallado evidentes pruebas
de la existencia de bacterias que consumían sulfuro
de hidrógeno. Por otro, se sabe que estos organismos solamente viven y
proliferan en ambientes pobres en oxígeno,
por lo que seguramente debió de existir una enorme carestía de este gas en la
superficie del océano y la consecuente riqueza en sulfuro de hidrógeno.
Cuando
el H2S producido en el fondo asciende y se
encuentra con el oxígeno en una zona denominada quimioclina,
se produce una situación muy favorable para las bacterias verdes y púrpuras del azufre, las cuales disfrutan,
por una parte, del sulfuro de
hidrógeno que llega de abajo
y, por otra, de la luz solar que incide desde arriba. Si por las razones
aducidas antes el oxígeno comienza a escasear entonces las
bacterias pasan a tomar el control, empiezan a producir H2S en exceso y la quimioclina se
desplaza cada vez más a aguas superficiales. El gas, tóxico tanto para las
plantas como los animales, se libera a la atmósfera, envenenándolos a todos
ellos y dañando, asimismo, la capa de ozono. En la actualidad, se han
catalogado más de 400 "zonas muertas" anóxicas por todo el mundo, la
mayor de ellas en el mar Báltico.
Sin embargo, el
peligro potencial provocado por las erupciones volcánicas no termina aquí. En
efecto, a lo largo de la historia de nuestro planeta han tenido lugar eventos
de este tipo de una especial violencia conocidos como supervolcanes.
Estos fenómenos son capaces de expulsar miles de millones de toneladas de
material rocoso, lava y cenizas. El último tuvo lugar hace unos 75.000 años,
cuando el lago
Toba, en Sumatra, voló prácticamente por
los aires. Un evento así probablemente cubriría extensas zonas continentales
con una capa de escombros de varios centímetros de espesor, arruinando todas
las cosechas, contaminando el agua potable. Los flujos piroclásticos, a más de 1000 ºC
arrasarían cuanto encontrasen a su paso a casi 700 km/h. Los gases liberados a
la atmósfera, principalmente dióxido
de azufre, dióxido de
carbono y cloro, bloquearían la luz solar.
El primero de ellos, además, reaccionaría con el vapor de agua, dando
lugar a ácido sulfúrico que permanecería en la estratosfera en
forma de aerosol durante
años, con el consiguiente descenso drástico de la temperatura global del
planeta, pudiendo desencadenar una nueva glaciación.
A
decir verdad, glaciaciones particularmente extremas, conocidas como eventos bola de nieve, han acaecido en
varias ocasiones. Se cree que la primera tuvo lugar cuando la Tierra tenía tan
sólo la mitad de su edad actual, hace unos 2.200 millones de años; en cambio,
la última sucedió hace 700 millones de años, cuando nuestro planeta estaba
ocupado por el supercontinente Rodinia y
la luz que recibía del Sol era un 6 % menor que ahora.
Rodinia comenzó
a fracturarse a causa del aumento inusual de la actividad volcánica provocada
por el movimiento del magma. Al quedar en contacto con el agua del océano una
mayor superficie de tierra, las regiones húmedas se multiplicaron
considerablemente. Las precipitaciones aumentaron de forma desmesurada,
haciendo que la lluvia absorbiera ingentes cantidades de CO2 transformándose en ácido carbónico. Cuando éste
cayó al suelo, provocó reacciones químicas que terminaron con las rocas,
creando suelo nuevo mediante un proceso denominado meteorización de los
silicatos.
El dióxido de carbono es un gas con un papel esencial en el efecto invernadero de
nuestro planeta. Mientras desaparecía a pasos agigantados engullido por el agua
de las incesantes lluvias que caían sobre la superficie de la tierra, las
temperaturas empezaron a descender de forma alarmante, hasta alcanzarse varias
decenas de grados por debajo de cero, incluso en los trópicos. Comenzó a
proliferar el hielo y la radiación procedente del Sol escapaba al espacio en un
proceso de autoalimentación cada vez más acusado. Tuvieron que ser, una vez
más, los volcanes, los que devolviesen a la Tierra a un estado más cálido al ir
liberando continuamente más y más dióxido
de carbono que ya no era
eliminado por la lluvia, pues el planeta entero se hallaba cubierto de hielo.
Al aumentar de nuevo la temperatura global, el hielo se fundió rápidamente y se
evaporaron inmensas cantidades de agua que contribuyeron, más aún, al efecto
invernadero desbocado. El agua muy caliente de los océanos tuvo que provocar,
necesariamente, huracanes de proporciones épicas.
Normalmente,
el aire que se encuentra sobre el agua del océano no está en equilibrio térmico
con ella. De esta manera, se produce una evaporación que se lleva consigo el
calor recibido del Sol. Es sobre estas aguas que se están formando
continuamente tormentas. Cuando los vientos sobrepasan los 119 km/h reciben el
nombre de huracanes (también
tifones o ciclones, dependiendo de la región del mundo donde se trate).
El
aire cálido y húmedo de la superficie del mar alimenta al huracán, ascendiendo
en su parte central, lo que contribuye a reforzar el área de bajas presiones y
que favorece la entrada de más cantidad de aire desde las regiones circundantes
de altas presiones.
Las
simulaciones por ordenador parecen demostrar que si un área con una extensión
no superior a 50 km2 experimentase un inusual incremento de la
temperatura (por ejemplo, después de un evento
bola de nieve), por encima de 45-50 ºC, se podría generar una
supertormenta, un hipercán,
con vientos superiores a los 1.000 km/h. El ojo de este monstruo abarcaría
cientos de kilómetros de diámetro y la tormenta se extendería a lo largo de
miles, cubriendo incluso la superficie de un continente. Semejante fenómeno
atmosférico, aunque altamente improbable en las condiciones actuales de nuestro
mundo, podría desencadenarse a causa del impacto de un asteroide en el mar o la
erupción de un volcán submarino gigante.
El hipercán arrastraría
hasta la estratosfera varios kilogramos de agua por segundo. Al cabo de unas
pocas semanas, el aire estaría tan saturado de agua que se formarían nubes
extremadamente altas que reducirían considerablemente la cantidad de radiación
solar incidente sobre la superficie de la Tierra. Las moléculas de H2O se descompondrían en enormes
cantidades de radicales libres altamente reactivos. Las gotas de agua
de las nubes harían de catalizadores en nuevas reacciones químicas que
activarían, por ejemplo, el cloro presente en el agua salada del mar, y
desactivarían los óxidos de
nitrógeno. Todo ello haría la destrucción del ozono cada vez más eficaz.
El ozono es un gas formado por moléculas
constituidas por tres átomos de oxígeno,
en lugar de los dos habituales, que se encuentra mayormente en la estratosfera,
a una altura por encima de la superficie de la Tierra de entre 10-15 km. Su
papel es evitar la llegada al suelo de los nocivos rayos ultravioletas
procedentes del Sol.
La
radiación ultravioleta se suele clasificar en tres categorías: A, B y C, de
menos a más nociva para la vida. La última de ellas es absorbida completamente
por las moléculas de ozono;
la segunda parcialmente, lo cual es deseable, ya que a pesar de sus efectos
perniciosos, también resulta esencial para que el cuerpo humano produzca vitamina D, básica en el buen
desarrollo y salud de los sistemas óseo y nervioso. Si la radiación
ultravioleta rompe los enlaces que mantienen unidas las moléculas de ADN pueden llegar a aparecer errores en la
replicación, dando lugar a tumores cancerígenos.
En
la década de 1970 se detectó un agujero en la capa de ozono que rodea nuestro planeta. Las razones
pronto quedaron claras: el empleo continuado durante años de gases conocidos
como CFC (clorofluorocarbonos) presentes en los extintores, los aparatos
frigoríficos o de aire acondicionado, esprays, etc. Estos compuestos presentan
una considerable estabilidad química que les hace llegar prácticamente
inalterados a la estratosfera. Una vez allí, los fotones ultravioletas del Sol
liberan el cloro de las moléculas del CFC, que es el
que ataca al ozono,
rompiendo los enlaces de sus moléculas.
Aunque,
finalmente, en el año 1987 la firma del Protocolo de Montreal, suscrito por casi
200 países, acordó eliminar de forma progresiva el uso de los clorofluorocarbonos e ir sustituyéndolos por otros gases
menos nocivos como los HCFC (hidroclorofluorocarbonos) o los HFC (hidrofluorocarbonos),
lo cierto es que el peligro recae ahora en otros compuestos como pueden ser los iones hidroxilo y, especialmente, el óxido nitroso o N2O,
un subproducto de la agricultura y otros procesos industriales y muy utilizado
en odontología (como anestésico, conocido como "gas de la risa").
Pero los problemas
con los óxidos de nitrógeno no terminan aquí. Un día cualquiera
podríamos levantarnos, asomarnos a la ventana, y observar un cielo inusualmente
oscuro y respirar un aire terriblemente tóxico. En el improbable caso de que
sobreviviésemos quizá nos enterásemos de que una estrella enormemente masiva y
relativamente lejana, no más allá de unos 6.000 años-luz, había sido la
responsable.
Cuando
una de estas estrellas termina su vida de consumo de combustible nuclear
desbocado, colapsa provocando una explosión de una violencia inimaginable
conocida como hipernova,
probablemente el fenómeno más energético conocido del universo. Durante el
evento, lo que queda de la estrella emite dos gigantescos destellos de rayos
gamma de altísima frecuencia en direcciones opuestas y que se pueden prolongar
durante varios minutos, irradiando tanta energía como el Sol a lo largo de toda
su existencia.
Si
uno de estos haces, conocidos por los astrofísicos como GRB (gamma ray burst),
apuntase de forma casual directamente hacia nuestro planeta, los fotones
arrancarían literalmente los electrones de los átomos presentes en la atmósfera
terrestre, ionizándolos. Las moléculas de oxígeno y nitrógeno se dividirían dando lugar a la
formación de NO (óxido
nítrico) y del temible dióxido
de nitrógeno, NO2,
el veneno con el que nos despedimos del mundo, tal y como una vez lo
conocimos...
Fuente:
50 maneras de destruir el mundo. Alok Jha. Ariel. 2012.
Muy esperanzador...
ResponderEliminarSólo una corrección, la última erupción de un supervolcán no fue la del Toba, sino la del Taupo hace 26 500 años.
http://es.wikipedia.org/wiki/Volc%C3%A1n_Taupo#Erupci.C3.B3n_de_Oruanui
Gran artículo, Sergio. Me ha encantado.
ResponderEliminarUn saludo.