(viene de aquí) El H-2 fue presentado por John
Harrison en enero de 1741, casi cuatro años después y dos más tarde de lo que
había acordado. Así y todo, Harrison volvió a repetir argumento. Ya no estaba
satisfecho con su obra y solicitó volver a intentarlo. El H-2 nunca se hizo a
la mar. Sometido a pruebas de calentamientos y enfriamientos, a grandes
agitaciones y vapuleos diversos, salió muy bien parado de todos los avatares,
ganándose el pleno respaldo de la Royal Society. El siguiente modelo, el H-3,
requeriría de casi otros 20 años de trabajo.
Por aquel entonces, los marinos
debían valerse de la ayuda de complicados instrumentos, combinaciones de
observaciones que debían repetir no menos de siete veces consecutivas en aras
de la precisión, y tablas de logaritmos que habían recopilado de antemano auténticos
ordenadores humanos. Se empleaban unas cuatro horas en calcular la hora con ayuda
de la esfera celeste. El inmenso reloj del firmamento se constituía en el
principal competidor de John Harrison. La única alternativa razonable a sus
relojes parecía ser el método de la distancia lunar.
En 1731 otros dos inventores habían
creado de forma independiente el instrumento del que dependía el método de la
distancia lunar: eran John Hadley, un hacendado rural, y Thomas Godfrey, un
vidriero indigente de Filadelfia. Hasta el mismo Isaac Newton albergaba planes
para un aparato casi idéntico, pero su descripción estuvo perdida hasta mucho
después de su muerte, entre las montañas de papeles que guardaba Edmund Halley.
El instrumento de Hadley y
Godfrey era el cuadrante. Algunos lo denominaban octante porque su escala
constituía la octava parte de una circunferencia. Gracias a un truco basado en
pares de espejos, el cuadrante de reflexión permitía medir directamente la
altura de dos cuerpos celestes, así como la distancia entre ellos. Incluso si
el barco cabeceaba y se bamboleaba, los objetos que aparecían en la pínula
mantenían sus posiciones relativas. Además, el cuadrante de Hadley llevaba
incorporado un horizonte artificial para cuando el horizonte real desaparecía
en la oscuridad o la niebla.
Equipado con los mapas estelares
detallados y un instrumento seguro, un buen navegante podría medir las
distancias lunares. A continuación, consultaba una tabla con la lista de las
distancias angulares entre la Luna y numerosos cuerpos celestes durante diferentes
horas del día, tal como se observarían desde Londres o París. Después cotejaba
la hora a la que veía la Luna a 30º de distancia de la estrella Régulo, por
ejemplo, con la hora a la que se había predicho esa posición concreta para el
puerto base. Si, pongamos por caso, el navegante efectuaba la observación a la
una de la mañana, hora local, cuando las tablas preveían la misma configuración
sobre el cielo de Londres a las cuatro, entonces el barco llevaba un adelanto
de tres horas; por consiguiente, se encontraba a una longitud de 45º al oeste
de Londres.
El método de la distancia lunar
se propagó gracias a una serie de investigadores desperdigados por todo el
planeta. Cada uno de ellos aportó su granito de arena a un proyecto de inmensas
proporciones. Además de medir la altitud de los diversos cuerpos celestes y las
distancias angulares entre ellos, el navegante tenía que calibrar el factor de
la proximidad de los objetos al horizonte, donde la refracción oblicua de la
luz en la atmósfera hace que su posición aparente quede considerablemente por
encima de la posición real.
Otra cuestión que también había
que solventar era el problema de la paralaje lunar, ya que las tablas estaban
formuladas para un observador situado en el centro de la Tierra, mientras que
un barco remonta las olas aproximadamente al nivel del mar y el marinero situado
en el alcázar puede encontrarse casi otros seis metros por encima.
A finales de la quinta década del
siglo XVIII la técnica empezó a parecer finalmente viable gracias a la
acumulación de esfuerzos de las muchas personas que habían colaborado en esta
empresa internacional a gran escala.
Por otro lado, Harrison ofrecía
al mundo una pequeña criatura mecánica que hacía tictac dentro de una caja.
Toda la complejidad del problema de la longitud ya estaba resuelto en su
maquinaria. El usuario no necesitaba saber matemáticas ni astronomía. En 1759,
casi 30 años después de su primera visita a Londres, sus sufrimientos alcanzaron
cotas que tan sólo alguien agraciado con un espíritu indomable y una voluntad
inquebrantable podría afrontar sin desfallecer y sucumbir al desaliento.
Acababa de terminar su obra maestra: el cuarto reloj marino, el impresionante H-4.
John Harrison había necesitado 19
años para construir su predecesor: el H-3. Nadie se explica el motivo de
semejante tardanza. Al fin y al cabo sólo había empleado dos años en terminar
uno de torre y nueve años para hacer el H-1 y H-2. Trabajaba a tiempo completo
en él y salvo pequeños encargos, gracias a los que iba subsistiendo, vivía casi
exclusivamente de los pagos del Consejo de la Longitud, en concreto cinco de
500 libras cada uno.
La Royal Society le otorgó el 30
de noviembre de 1749 la Medalla de oro Copley (entre otros galardonados, se
pueden encontrar a Benjamin Franklin, Henry Cavendish, Joseph Priestley, James Cook,
Ernest Rutherford y Albert Einstein). Dedicó el premio y pidió que aceptaran en
su lugar a su hijo William. En aquella época esto no se podía hacer y hubo que
esperar hasta 1765 para que William Harrison fuese elegido por derecho propio.
El H-3 constaba de 753 elementos.
En la actualidad es posible encontrar en termostatos y otros dispositivos de
control de la temperatura una de las innovaciones que aportó Harrison en su
tercer reloj marino: la tira bimetálica (latón y acero laminados y remachados).
También se ha mantenido hasta nuestros días otro dispositivo antifricción que
inventó Harrison para su H-3: el rodamiento de bolas en posición fija.
El H-3, el más ligero de los
relojes marinos, pesa algo más de 27 kilogramos, unos 7 menos que el H-1 y casi
12 menos que el H-2. Harrison quería un reloj pequeño, consciente del reducido
tamaño del camarote de un capitán, pero nunca pretendió un reloj portátil, ya
que sería mucho menos preciso. Sin embargo, algo le hizo cambiar de opinión. En
1753, John Jefferys le había construido un reloj (por encargo e indicaciones
precisas del mismo Harrison). Era un reloj personal, de bolsillo. Disponía de
una minúscula tira bimetálica (los relojes de la época adelantaban o atrasaban
del orden de 10 segundos por cada grado que se modificaba la temperatura) y
poseía un sistema que le permitía seguir funcionando mientras se le daba
cuerda. Durante la batalla de Inglaterra se encontraba en la caja fuerte de una
joyería sobre la que impactó una bomba y se coció literalmente durante 10 días
bajo las ruinas del humeante edificio. Cuando en 1759 hubo terminado con el
H-4, el reloj que finalmente obtuvo el ansiado Premio de la Longitud, se vio
que presentaba realmente más similitudes con el reloj de Jefferys que con los tres
anteriores. Con 127 milímetros de diámetro y un peso de tan sólo 1360 gramos,
es una auténtica maravilla de la mecánica. Entre sus ruedas dentadas, diamantes
y rubíes luchan incansablemente contra el persistente rozamiento.
Guardado para su exhibición dentro
de una vitrina del Museo Marítimo Nacional de Inglaterra, el H-4 atrae a
millones de visitantes al año. No sólo quedan ocultos sus mecanismos por el
estuche de plata que cariñosamente lo envuelve, sino que las preciosas manecillas
están paralizadas, congeladas en el tiempo, como bellas durmientes aguardando
al apuesto príncipe que las despierte de su sueño de siglos. El H-4 no funciona
porque los conservadores del museo no lo permiten. Afirman que ponerlo en
funcionamiento equivaldría a destruirlo, a firmar su sentencia de muerte eterna.
Debe preservarse para la posteridad. Si se limpiase con la regularidad que
requieren otros, estiman que habría que desmontarlo por completo cada tres
años, con los consiguientes riesgos de daño irreversible.
Pero dejemos, por un momento, la
nostalgia y volvamos a las penosas desventuras de nuestro protagonista. Ya se
sabe que la valía de un superhéroe se mide verdaderamente por la maldad de los
supervillanos a los que debe enfrentarse. Permitidme, pues, que os presente al
némesis de John Harrison en esta historia.
El reverendo Nevil Maskelyne
convirtió la última etapa de la competición por el premio de la longitud en una
encarnizada batalla. John Harrison le odiaba profundamente. Maskelyne pasó por
diversas etapas intelectuales durante su vida. Al principio, criticó el método
de la distancia lunar, después lo adoptó y, finalmente, pasó a ser su mismísima
personificación. Era 40 años más joven que Harrison. Había estudiado en los
centros de mayor prestigio académico como la Westminster School y en la
universidad de Cambridge, donde era calificado de "empollón y pedante".
Conoció a James Bradley, tercer director del Real Observatorio de Greenwich,
con quien emprendió una busca conjunta de la solución al problema de la longitud.
En 1761 consiguió embarcarse en una expedición rumbo a Santa Elena, con el fin
de poner a prueba el método de la distancia lunar, el cual funcionaba
maravillosamente en sus hábiles manos. El mismo año, William Harrison partía
rumbo a Jamaica, junto con el reloj de su padre. El H-3 se terminó en 1759 pero
no pudo probarse a causa de la sangrienta Guerra de los Siete Años. Entre la
fecha en que se terminó el H-3 y la que se le sometió a prueba, Harrison
presentó el H-4 ante el Consejo de la Longitud (era el verano de 1760). El
Consejo optó por probar los dos juntos, el H-3 y el H-4, en la misma travesía.
El primero salió de Londres rumbo a Portsmouth, donde permanecería en espera de
que se le asignara un rumbo. El H-4 se reuniría con él posteriormente.
Al cabo de cinco meses, William
seguía en Portsmouth. Pensaba, con bastante fundamento, que todo era una
maniobra de Bradley para ganar tiempo y que Maskelyne reuniera pruebas que
cimentaran el método de la distancia lunar. Bradley competía personalmente por
el premio, a pesar de formar parte del Consejo y, por tanto, ser miembro del
jurado del mismo.
William regresó a Londres en
octubre de 1761 y volvió a embarcar en noviembre, esta vez solamente con el
H-4. Su padre había decidido arriesgarse y retirar el H-3. Cuando llegaron a
Jamaica, el 19 de enero de 1762, el H-4 solamente se había atrasado cinco
segundos, tras 81 días en alta mar. El capitán del Deptford, Dudley Digges, les
regaló a los Harrison un octante, sin duda un detalle simbólico del superfluo
método de la distancia lunar y, por otro lado, triunfo del cronómetro.
Una semana después, el H-4
regresaba de nuevo a Londres. Con un tiempo mucho peor, las olas inundaban
continuamente la cubierta y en el camarote del capitán se llegaban a medir
hasta 15 centímetros de agua. William tapaba el H-4 con una manta y, cuando ésta
se empapaba, dormía sobre ella para proteger el reloj y secar la manta con el
calor de su propio cuerpo. Cuando llegaron, el 26 de marzo, el error acumulado
era algo inferior a dos minutos. John Harrison debería haber recogido en aquel
mismo instante el Premio de la Longitud, pero los acontecimientos, una vez más,
se aliaron para que no fuese así. Se estableció que los controles no habían
sido suficientes y que se requeriría otra prueba más, ahora bajo una supervisión
aún más estricta. En lugar de las 20000 libras, John Harrison recibió tan sólo
1500. Otras 1000 se le entregarían cuando el H-4 regresase de su segundo
periplo marítimo. Dos meses después, en mayo de 1762, había regresado Maskelyne
con importantes progresos.
Al mes siguiente moría Bradley. A
pesar de ello, los problemas de los Harrison no acabaron aquí. Su sucesor,
Nathaniel Bliss, les convirtió en blanco de sus iras ya que, al igual que su
antecesor, era ferviente partidario del método de la distancia lunar. Ni los
astrónomos ni los almirantes del Consejo sabían nada del reloj. A principios de
1763 comenzaron a acosar a John Harrison para que lo explicara. Temían la
muerte de éste, ya septuagenario, y la desaparición junto con él para siempre del
secreto de su reloj. En marzo de 1764 el H-4 zarpaba con rumbo a Barbados. Al
desembarcar, el 15 de mayo, en el puerto aguardaba el hombre de confianza de
Bliss: Nevil Maskelyne... (Continuará)
Fuentes:
The longitude problem from the 1700s to today: An international and general education physics course. T. J. Bensky. American Journal of Physics. Vol. 78, 40-46. January 2010.
Longitud. Dava Sobel. Círculo de Lectores. 1999.
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