En
el post anterior nos
habíamos estado echando unas risillas a costa de la temperatura en los cielos
de los justos así como en los infiernos de los que saben lo que es bueno. Sin
embargo, haciendo de malvado diablo, tengo que reconocer que no os conté toda
la verdad. Y ¿por qué? Pues, como ya alguno de vosotros habrá intuido, la temperatura a la que una sustancia cambia de estado
depende normalmente del valor de la presión. Así, el punto de ebullición para
el azufre que os di en la última entrada es el correspondiente a la presión
atmosférica normal, es decir, cuando su valor es de una atmósfera. A medida que
la presión aumenta, el punto de ebullición también se incremente en
consecuencia. Esto explica, entre otras muchas cosas, por qué en los fondos
oceánicos, a varios miles de metros de profundidad (donde la presión es enorme)
y cerca de las fumarolas volcánicas (donde la temperatura alcanza varios
cientos de grados centígrados) el agua se mantenga aún en estado líquido.
Bien, volviendo entonces al problema que nos ocupa, ¿cuál es
la presión que reina en el Averno? ¿Existe algún indicio en las Sagradas
Escrituras que nos pueda ayudar a la hora de determinarla? Desafortunadamente,
la información es más bien escasa. Lo poco que sabemos es que para los judíos,
el Infierno se localiza en el valle de Jehoshaphat. Es exactamente allí donde
se encuentra el Gehenna, el lugar del tormento eterno.
Hace unas cuantas décadas, Neiht, autor belga nacido en
Bruselas en 1877, publicó un artículo titulado "A Mathematical Proof of
the Non-Existence of Hell" (algo así como "Una demostración matemática
de la no existencia del infierno"). En este estudio, Neiht estima que
la superficie que abarca el susodicho valle de Jehoshaphat ronda los 60
millones de metros cuadrados. Utilizando la célebre fórmula del interés
compuesto, también llegó a estimar la cantidad de almas condenadas al fuego
eterno desde el principio de los tiempos y extrapolando hasta el año 2000 de
nuestra era. Para no aburriros con los detalles, os diré simplemente que el
valor obtenido ronda los 30 trillones (incluso están excluidos de este cálculo
los puros de alma, que se estiman en una séptima parte del total de almas que
han poblado la Tierra).
Llegados a este punto, puede que muchos de vosotros os
estéis preguntando para qué demonios (nunca mejor dicho) sirve conocer el
número de almas pecadoras condenadas y la extensión del Gehenna. Pues es
bastante sencillo, ya que una vez conocidos estos datos y con ayuda de unas
pocas ideas termodinámicas, se puede llegar a determinar la presión reinante en
el Averno. ¿Cómo? Leed, leed...
Como en todo problema físico, hay que hacer algunas
suposiciones más o menos razonables y que nos permitan aplicar los modelos
físicos conocidos. Por un lado, supondremos que los condenados se encuentran en
estado gaseoso y, más aún, se comportan como las partículas constituyentes de
un gas ideal. Asumiremos, asimismo, que la
temperatura del Infierno se mantiene constante en todo momento. Por otro lado,
si queremos saber cómo se disponen las almas en el volumen abarcado por el
valle de Jehoshaphat asumiremos una superficie rectangular de aproximadamente
30 cm x 20 cm = 600 cm2 y
una altura promedio de un metro (para incluir tanto a adultos como a niños,
ñej, ñej, ñej...). Distribuyendo a todos ellos en dos capas, una encima de otra, nos aseguramos de que nadie en absoluto dejará de estar en contacto con las
abrasadoras paredes del Averno. Ya conocemos, pues, tanto el valor del volumen
ocupado por los impíos como el del volumen disponible. Únicamente resta aplicar
la ley de
Boyle-Mariotte y despejar en ella la presión
que estábamos buscando. Hecho esto, se llega a que esta presión ronda los
15.000 millones de atmósferas, una cifra tan sólo al alcance de los interiores
estelares más profundos.
Pero vayamos un poco más allá, aunque quizá más allá del
Infierno no haya absolutamente nada. Haciendo uso de la célebre ecuación de
Clausius-Clapeyron resulta relativamente sencillo
determinar la presión necesaria para que a una determinada temperatura una
sustancia cambie de estado o fase. Como en el post de ayer concluíamos que la temperatura
del Infierno rondaba los 525 ºC a la presión normal, basta sustituir este
número en la susodicha ecuación para concluir que la presión requerida andaría
ligeramente por debajo de las 3 atmósferas, un valor muy por debajo del
obtenido en el párrafo anterior. Y ¿qué significa esto? Pues ni más ni menos
que el texto correspondiente al Libro de las Revelaciones 21:8 al que aludíamos
hace unos días, tiene por fuerza que estar indicándonos que la temperatura reinante
en el Infierno debe superar en mucho los 525 ºC para que el azufre se mantenga
en estado líquido. Moraleja: todo lo que habíamos afirmado hasta hoy era una
sucia y cochina mentira y, en realidad, el Infierno está realmente muchísimo más
calentito que el Cielo. Justo como debe ser para que nuestra inquebrantable fe
siga intacta en su sitio, es decir, al otro lado de la razón...
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