Una expedición científica por el río Amazonas realiza un descubrimiento sorprendente: una garra fosilizada
perteneciente a una criatura anfibia enorme. De inmediato, comienzan a
sucederse las muertes. Un monstruo sanguinario, “un eslabón perdido de la
familia de los anfibios” habita en la Laguna Negra. Sin embargo, algo
inesperado sucede. La feroz criatura, cual príncipe encantado al más puro
estilo de La Bella y la Bestia, cae
presa de los encantos femeninos de la neumática ayudante del jefe de la
expedición y decide secuestrarla y llevársela a su gruta del amor, quién sabe
con qué oscuros y libidinosos deseos, quizá de imposible reproducción entre
especies. Por supuesto, el resto de los miembros del equipo deciden no
abandonar a la chica a su suerte y emprenden su búsqueda, a la vez que intentan
devolver al espeluznante engendro de la madre naturaleza a las oscuras aguas de
las que procede.
Lo que acabáis de leer y yo de escribir
se corresponde a una muy particular redacción del argumento correspondiente a
la película La mujer y el monstruo (Creature from the black lagoon, 1954),
dirigida por el gran Jack Arnold. La cinta gozó de un aceptable éxito en su
tiempo, lo que provocó que se rodaran un par de secuelas: Revenge of the creature (1955) y The creature walks among us (1956). En la primera de ellas, una
nueva expedición vuelve a remontar la cuenca del Amazonas en busca de la
criatura, que al parecer no había fenecido lo suficiente. Tras colocar en el
agua de la mítica Laguna Negra una serie de cargas explosivas y hacerlas
detonar, el monstruo flota inconsciente en la superficie. Capturado y puesto a
buen recaudo, es conducido (en estado de coma) hasta el Ocean Harbor de Florida.
Una vez allí, se le intenta reanimar en un tanque especial, mientras es
desplazado suavemente por el agua para que ésta penetre en sus branquias,
facilitando la reanimación. Ni qué decir tiene que el parque de atracciones
acuático se encuentra en ese momento abierto al público, que ha acudido en masa
para presenciar semejante inusual descubrimiento científico. Y, claro, como no
podía ser de otra forma, la abominable criatura resucita de forma repentina,
lanzando un furibundo ataque contra sus captores y el resto del personal que
deambula por el lugar, provocando el pánico consabido en las películas con
monstruo.
Desgraciadamente, el bicho es
capturado de nuevo. Sujetando a sus tobillos una gruesa cadena, es depositado
en un acuario preparado especialmente para su comodidad. Todo es maravilloso
(excepto las cadenas): aguas cristalinas, comida abundante, temperatura
controlada, compañeros de juegos como barracudas, tiburones, peces sierra, …
¿Qué? ¿Cómo? Esperad, esperad un momento... ¿Barracudas? ¿Tiburones? ¿Peces sierra? ¿Qué está pasando aquí?
No sé si algunos de vosotros
habréis captado el sutil gazapo que se esconde tras el párrafo anterior. Se
trata de lo siguiente: ¿cómo es que un supuesto grupo de científicos, personas
sobradamente preparadas, se traen una criatura anfibia de una idílica y
paradisíaca laguna de agua dulce y la introducen en un tanque de agua marina y
asquerosamente salada? Desde luego, no parece una idea demasiado brillante. Me
explicaré.
Todos sabemos que hay peces de
agua dulce y peces de agua salada. Se llaman así porque los primeros viven en
ríos, lagos, estanques, lagunas, charcas o peceras y los segundos viven en el
mar, normalmente. También es cierto que algunas especies de pez pueden vivir en
los dos ambientes sin demasiados problemas. Así, el salmón nace en la cuenca
alta de los ríos, donde acuden a desovar sus padres (si no se los comen los
osos antes) después de recorrer un largo periplo marítimo. Pero obviaré
hábilmente estos casos particulares y os entretendré un ratito con una
disertación que me haga sentirme importante durante un buen rato y en la que
intentaré haceros ver qué es lo que ocurre, habitualmente, cuando un animal de
agua dulce se introduce en agua salada y viceversa.
Los animales acuáticos necesitan,
al igual que los seres humanos y otros mamíferos, extraer oxígeno del medio
ambiente para llevar a cabo su proceso de respiración. Nosotros lo obtenemos
del aire, donde se encuentra en una proporción del 21 %, aproximadamente.
Criaturas como los peces, los anfibios o, incluso, el monstruo de la Laguna Negra lo extraen del agua a través de las branquias, unos órganos altamente
especializados formados por una especie de tronco principal del que salen por
su parte posterior numerosas ramificaciones extremadamente delgadas y
profusamente dotadas de capilares sanguíneos. Es en éstos, donde tiene lugar el
intercambio de oxígeno y dióxido de carbono entre el agua y las células del
animal para el primero y el animal y el agua para el segundo por medio de un
proceso físico denominado difusión.
A la difusión de una sustancia
líquida (solvente) a través de una membrana semipermeable (que deja pasar solamente
el solvente, pero no las sustancias disueltas en él), desde una solución de
baja concentración de soluto (sustancia disuelta en el solvente, como puede ser
sal, azúcar, etc.) hacia otra solución cuya concentración sea mayor se la
denomina ósmosis. Esto quiere decir que si colocásemos en cada uno de los dos
compartimentos de un recipiente dividido por la mitad por una membrana
semipermeable sendas soluciones de agua con distintas concentraciones de sal,
el agua pasaría del compartimento donde la concentración de sal es menor al
compartimento donde es mayor. Bien, apliquemos lo anterior a los peces y a
nuestra criatura anfibia de instinto asesino pero enamoradizo.
Si enganchamos por el gaznate a
un lindo pececillo de colores de nuestra pecera doméstica y lo introducimos en
el precioso acuario marino que se ha montado el vecino del quinto en su salón,
observaremos cómo nuestro pequeño compañero comienza a quedarse esmirriado como
si estuviera afectado de un ataque de anorexia acuática y, en último caso,
morirá. ¿Qué ha sucedido? Pues sencilla y llanamente que la ósmosis ha hecho lo
que tenía que hacer. Al entrar el agua salada en el interior del pez se encuentra
con las paredes semipermeables de las células. Como la concentración salina en
éstas es inferior a la del agua del acuario, se da un trasvase de agua desde
las primeras hacia la segunda en un vano intento de igualar ambas
concentraciones. Por lo tanto, las células del pez pierden el líquido elemento
vital de forma continua, deshidratando por completo al pobre bicho. No hará
falta relatar aquí lo que sucedería si le afanásemos el pez globo del acuario
del vecino y nos lo llevásemos a nuestra humilde pecera. Por el mismo principio
físico, se habría generado una nueva especie: el pez Hindenburg, con un final
del todo semejante al del “zepelín” alemán.
Terminaré esta estupenda entrada
diciendo que lo que es válido para los peces también es aplicable para los
seres humanos. Me refiero, en concreto, al conocido hecho de que si
naufragásemos en alta mar no podríamos sobrevivir bebiendo agua salada, pues
nos sucedería lo mismo que a nuestro lindo pececito de colores. Mejor solución
resultaría la adoptada por el mutante Mariner en Waterworld (Waterworld,
1995), donde hace uso de un artilugio para reciclar sus propias “aguas menores”
y hacerlas potables. Su funcionamiento consiste en hacer que los orines se
evaporen (poniéndolos al sol, por ejemplo, aunque no es estrictamente necesario)
desde un recipiente y recogerlos sobre un plástico, por ejemplo. Una vez allí,
el vapor se condensaría nuevamente formando agua líquida (para ello bastaría
con disminuir la temperatura del plástico sometiéndolo al frío nocturno), en la
cual ya no habría disueltas sustancias indeseables, como la urea. A pesar de lo
relajante que resulta compartir tus propios fluidos corporales con otras dos
chicas, con todo el agua que hay en el
proceloso océano ¿por qué empeñarse en beber “meaos”?