A principios del siglo XIX, la Armada Británica consumía doscientos
veinticinco mil litros anuales de limón exprimido. Entre 1795 y 1814 se
entregaron más de cuatro millones quinientos mil litros de limón
exprimido a los buques de la Armada Británica. En
1799 la ración diaria de limón exprimido se convirtió en una provisión
oficial para todos los buques de la Armada, gracias a la
insistencia del director médico de la flota del Canal, Thomas Trotter, y
a la presión constante de Gilbert Blane. Se trataba de un recurso caro,
pero sus beneficios excedían con creces el coste. En sí, la dosis diaria de 22 mililitros de limón exprimido apenas
bastaba para prevenir el escorbuto, si los marineros no consumían
además otros alimentos frescos. Pero al sustituir los limones por limas
(con una tercera parte del contenido vitamínico o menos, dependiendo del
proceso de producción y envasado), la enfermedad estaba predestinada a
reaparecer en las expediciones y viajes largos.
El zumo se conservaba en
barriles taponados bajo una capa protectora de aceite de oliva que,
aunque no ofrecía una protección perfecta durante períodos prolongados,
permitía la conservación de suficiente ácido ascórbico para combatir los
avances del escorbuto. A su vez, los limones frescos se conservaban en
sal, envueltos en papel y almacenados en cajas ligeras, o se guardaban
en salmuera o aceite de oliva, para que el cocinero o el ayudante del
médico los exprimieran a bordo y los añadieran al grog.
Se sabe que el mismísimo almirante Horatio Nelson compró provisiones adicionales de limón exprimido, además de las raciones entregadas por el Almirantazgo. A pesar de los meses que pasaron en alta mar, prácticamente sin poner un pie en tierra, los marineros ingleses que participaron en la batalla de Trafalgar no padecieron escorbuto. El bloqueo era la única defensa contra los ejércitos de Napoleón y la flota no habría podido cumplir con su deber si los buques hubieran tenido que regresar continuamente a puerto, para dejar a los marineros escorbúticos en el hospital. De hecho, Blane calculó que de haber continuado a lo largo de los veintidós años del conflicto con Francia la severa mortandad sufrida por los marineros británicos durante la Guerra de la Independencia Norteamericana, la Armada se habría quedado sin tripulantes.
Por otro lado, hay evidencia de que tanto los franceses como los españoles también conocían los
poderes antiescorbúticos de los cítricos, pero carecían de la voluntad
política para llevar a cabo una reforma estructural y aplicar el
remedio. En la década de
1850, las tropas francesas sufrieron los estragos del escorbuto durante
su campaña militar con los ingleses y los turcos contra Rusia, en la Guerra de Crimea. El escorbuto también hizo acto de presencia en varias
expediciones polares y a la Antártida, además de acabar sin duda con
muchos esclavos transportados desde África al continente americano en
buques de carga.
Se sabe que el mismísimo almirante Horatio Nelson compró provisiones adicionales de limón exprimido, además de las raciones entregadas por el Almirantazgo. A pesar de los meses que pasaron en alta mar, prácticamente sin poner un pie en tierra, los marineros ingleses que participaron en la batalla de Trafalgar no padecieron escorbuto. El bloqueo era la única defensa contra los ejércitos de Napoleón y la flota no habría podido cumplir con su deber si los buques hubieran tenido que regresar continuamente a puerto, para dejar a los marineros escorbúticos en el hospital. De hecho, Blane calculó que de haber continuado a lo largo de los veintidós años del conflicto con Francia la severa mortandad sufrida por los marineros británicos durante la Guerra de la Independencia Norteamericana, la Armada se habría quedado sin tripulantes.
También fue una presencia habitual entre los efectivos de la Guerra Civil de los Estados Unidos, de 1861 a 1865. Proliferó durante la fiebre del oro en California, de 1848 a 1850, y reapareció a finales del siglo XIX entre las familias acomodadas de Europa y Norteamérica, cuando se impuso entre las damas de sociedad la moda de no dar el pecho, sino emplear los recién inventados biberones de leche condensada, o al destetar a los bebés para alimentarles a base de avena u otros cereales en puré. A diferencia de la leche materna, la leche condensada no contenía vitamina C y a menudo los síntomas de los bebés se diagnosticaron de forma errónea, como si fueran casos de raquitismo.
Cada brote de la enfermedad generaba nuevas teorías que trataban de identificar su causa: la falta de proteína o de potasio, infecciones bacterianas, un exceso de acidez en la sangre, intoxicación por tomaína producida por las carnes enlatadas, una temperatura excesiva durante la esterilización de la leche, intoxicaciones autoinducidas por bloqueos intestinales, etc.
El eterno debate no se pudo resolver hasta principios del siglo XX, cuando los últimos hallazgos en el campo de la nutrición indicaron la existencia de un factor negativo en el desarrollo del escorbuto, es decir, que la enfermedad se debía a la carencia de algún elemento.
Entre 1907 y 1912, dos investigadores noruegos, Axel Holst y Theodor Frolich, descubrieron que al alimentar a las cobayas con un régimen exclusivamente a base de cereales, éstas desarrollaban síntomas similares a los del escorbuto y fallecían. Los investigadores demostraron que al suplir la dieta de las cobayas con fruta y verduras frescas, los mismos alimentos que se consideraban antiescorbúticos para los humanos, desaparecían los síntomas de la dolencia. Teniendo en cuenta que prácticamente todos los animales generan de forma endógena su propia dosis diaria de ácido ascórbico y son inmunes al escorbuto, Holst y Frolich fueron extraordinariamente afortunados al emplear cobayas. En no pocas ocasiones a lo largo de la Historia la diosa fortuna ha intervenido a la hora de llevarse a cabo un descubrimiento científico relevante.
Sin embargo, el agente antiescorbútico no se logró aislar hasta bien avanzado el siglo XX, concretamente en el año 1932, y con no poca controversia. El científico húngaro Albert Szent-Györgyi fue posteriormente reconocido como su descubridor. Szent-Györgyi bautizó el componente con el nombre de ácido hexurónico, aunque más adelante se cambió este nombre por el de ácido ascórbico, debido precisamente a sus propiedades antiescorbúticas.
En 1933 un equipo suizo dirigido por Tadeus Reichstein y otro equipo inglés, dirigido por Sir Norman Haworth, lograron paralelamente descifrar y comprender la estructura molecular del ácido. En 1937 Szent-Györgyi recibió el premio Nobel de fisiología y medicina, mientras que Haworth recibió el de química, compartido con Paul Karrer, por sus estudios sobre los hidratos de carbono y la vitamina C. Reichstein desarrolló un método para sintetizar a nivel industrial el ácido y, en la actualidad, la vitamina C es un aditivo empleado en muchos alimentos. Se le otorgó el Nobel de fisiología y medicina en el año 1950.
Pero a pesar de la existencia del ácido ascórbico sintético y de los alimentos enriquecidos con vitamina C, que tanto proliferan en la actualidad (tan sólo hay que acercarse a cualquier supermercado y echar un vistazo a las etiquetas de los productos alimentarios) el escorbuto no desaparecerá jamás. No existe vacuna conocida capaz de erradicar la enfermedad y reaparecerá cada vez que la alimentación no contenga la dosis suficiente de ácido ascórbico. Es el precio que debemos pagar como seres humanos. Incluso en las sociedades prósperas del mundo occidental, el escorbuto sigue reapareciendo aún de cuando en cuando entre quienes se alimentan exclusivamente de comida basura o carecen de una dieta debidamente equilibrada.
Refiriéndose a la erradicación del escorbuto, tras la introducción de una ración diaria de limón exprimido en 1795, Gilbert Blane escribió que "no creo que exista en todo el campo de las acciones humanas un mejor ejemplo de los beneficios prácticos que proporciona el conocimiento progresivo para fomentar los intereses de la Humanidad y de la Ciencia; la Ciencia ejerce su influencia benéfica y, a la vez, dignifica a todas las artes aplicadas; asimismo, no existe mejor demostración de que la opción humanitaria, al igual que todas las virtudes morales, siempre es la mejor política."